Solté una carcajada desdeñosa.
– ¿Es así como lo llamas cuando dejas que cuelguen a alguien por algo que no ha hecho? Corrígeme si me equivoco, Belinsky, pero ¿no es eso parte de tu plan, dejar que ahorquen a Becker?
– Naturalmente, espero que no sea necesario llegar a eso, pero sí lo es, entonces que así sea. Mientras la policíamilitar tenga a Becker, Müller no se asustará. Y si eso implica colgar a Becker, de acuerdo. Sabiendo lo que sé de Emil Becker, no perderé el sueño. -Belinsky estudió mi cara atentamente en busca de alguna señal de aprobación-. Vamos, eres un poli. Tú sabes cómo funcionan las cosas. No me digas que nunca has tenido que trincar a alguien por una cosa porque no podías probar otra. Al final todas las cuentas acaban cuadrando.
– Claro que lo he hecho, pero no cuando se trataba de la vida de alguien. Nunca he jugado con la vida de nadie.
– Siempre que nos ayudes a encontrar a Müller, estamos dispuestos a olvidarnos de Becker. -La pipa emitió una corta señal de humo, que parecía expresar una creciente impaciencia por parte de su dueño-. Mira, lo que te estoy diciendo es que pongas a Müller en el banquillo en lugar de a Becker.
– Y si encuentro a Müller, ¿qué? No creo que deje que me acerque y le ponga las esposas. ¿Cómo se supone que voy a encerrarlo sin que me vuele la cabeza?
– Eso puedes dejármelo a mí. Lo único que tienes que hacer es descubrir exactamente dónde está. Me telefoneas y mi equipo del Crowcass hará el resto.
– ¿Cómo lo reconoceré?
Belinsky tendió el brazo hacia el asiento trasero y cogió una cartera de piel barata. La abrió y sacó un sobre del cual sacó una fotografia de tamaño pasaporte.
– Este es Müller -dijo-. Parece que habla con un fuerte acento de Munich, así que, incluso si ha cambiado radicalmente de aspecto, no tendrás ninguna dificultad en reconocer su voz.
Me observó mientras yo colocaba la foto para que le diera la luz del farol y la miraba fijamente durante un rato.
– Tendrá cuarenta y siete años ahora. No es muy alto, y tiene unas grandes manos de campesino. Puede que siga llevando su anillo de casado.
La fotografía no decía mucho del hombre. No era una cara muy reveladora, pero, sin embargo, sí que era extraordinaria. Müller tenía un cráneo cuadrado, una frente alta y unos labios finos y tensos. Pero eran los ojos lo que te atrapaba, incluso en una foto como aquella. Los ojos de Müller eran como los de un muñeco de nieve; dos trozos de carbón negro y helado.
– Aquí tienes otra -dijo Belinsky-. Que se sepa, son las dos únicas fotos suyas que existen.
La segunda era una foto de grupo. Había cinco hombres sentados en torno a una mesa de roble como si hubieran estado cenando en un agradable restaurante. Reconocí a tres de ellos. A la cabecera de la mesa estaba Heinrich Himmler, jugueteando con su lápiz y sonriendo a Arthur Nebe, que estaba a su derecha. Arthur Nebe, mi viejo camarada, como hubiera dicho Belinsky. A la izquierda de Himmler, y visiblemente pendiente de cada una de las palabras del Reichsführer SS, estaba Reinhard Heydrich, el jefe de la RSHA, asesinado por terroristas checos en 1942.
– ¿Cuándo se tomó esta foto? -pregunté.
– En noviembre de 1939. -Belinsky se inclinó y señaló a uno de los otros dos hombres de la foto con la boquilla de la pipa-. Este de aquí es Müller -dijo-, el que está sentado al lado de Heydrich.
La mano de Müller se había movido en el mismo instante en que el objetivo de la cámara se abría y se cerraba; estaba borrosa como si tapara el papel que había encima de la mesa, pero incluso así el anillo de boda era visible con toda claridad. Tenía la mirada baja, casi como si no escuchara a Himmler. En comparación con Heydrich, la cabeza de Müller era pequeña. Llevaba el pelo cortado muy corto, afeitado incluso hasta la parte superior del cráneo, donde lo había dejado crecer un poco en una zona pequeña y muy bien cuidada.
– ¿Quién es el que está sentado frente a Müller?
– ¿El que toma notas? Es Franz Josef Huber. Era el jefe de la Gestapo en Viena. Puedes quedarte las dos si quieres. Son solo copias.
– Todavía no he aceptado ayudarte.
– Pero lo harás. Tienes que hacerlo.
– En este mismo momento tendría que decirte que te den por culo, Belinsky. ¿Sabes?, yo soy como un piano viejo, no me gusta que me manipulen. Pero estoy cansado. Y he bebido demasiado. Puede que mañana pueda pensar con un poco más de claridad.
Abrí la puerta del coche y bajé de nuevo.
Belinsky tenía razón: la carrocería del gran Mercedes negro estaba llena de abolladuras.
– Te llamaré por la mañana -dijo.
– Hazlo -dije, y cerré la puerta de golpe.
Se alejó conduciendo como si fuera el cochero del mismísimo diablo.
28
No dormí bien. Inquieto por lo que Belinsky me había dicho, mis pensamientos hacían que mis brazos y mis piernas se movieran sin cesar y, al cabo de muy pocas horas, cuando aún no había amanecido, me desperté bañado en un sudor frío para no volverme a dormir. «Si por lo menos no hubiera hablado de Dios», me dije.
Yo no era católico hasta que estuve prisionero en Rusia. El régimen del campo era tan duro que me pareció que había una posibilidad cierta de que acabara conmigo y, deseando estar en paz con lo más profundo de mi mente, acudí al único hombre de Iglesia que había entre mis compañeros de prisión, un sacerdote polaco. Me crié en la religión luterana, pero las creencias religiosas parecían una cuestión de escasa importancia en aquel sitio atroz.
Convertirme en católico cuando esperaba la muerte sólo me hizo aferrarme con más tenacidad a la vida y, cuando conseguí escapar y regresar a Berlín, continué asistiendo a misa y honrando la fe que parecía haberme librado de esa muerte.
Mi nueva Iglesia no tenía un buen historial en sus relaciones con los nazis, y también ahora se había distanciado de cualquier imputación de culpabilidad. De ahí se deducía que si la Iglesia católica no era culpable, tampoco lo eran sus miembros. Había, parecía, alguna base teológica para rechazar la culpabilidad colectiva de los alemanes. La culpa, decían los sacerdotes, era algo personal entre un hombre y su Dios, y su atribución a una nación por otra era una blasfemia, ya que solo podía ser una prerrogativa divina. Después de todo, lo único que quedaba por hacer era rogarpor los muertos, por los que habían pecado y porque toda aquella horrible y embarazosa época se olvidara lo más rápidamente posible.
Eran muchos los que seguían sintiéndose incómodos por la forma en que se escondía la suciedad moral debajo de la alfombra, pero es verdad que una nación no puede sentir una culpabilidad colectiva, que cada hombre debe hacerle frente personalmente. Solo ahora comprendía la naturaleza de mi propia culpa, y quizá no era muy diferente de la de muchos otros; era que no había dicho nada, que no había levantado la voz contra los nazis. También comprendí que me sentía resentido contra Heinrich Müller, porque como jefe de la Gestapo había hecho más que cualquier otro hombre para lograr la corrupción del cuerpo de policía al cual en una época yo me sentí orgulloso de pertenecer. De aquello había nacido un horror absoluto.
Ahora parecía que no era demasiado tarde para hacer algo, después de todo. Era posible que, al encontrar a Müller, símbolo no solo de mi propia corrupción, sino también de la de Becker, y llevarlo ante la justicia, pudiera quedar limpio de mi parte de culpa por lo que había sucedido.
Belinsky telefoneó temprano, casi como si ya hubiera adivinado mi decisión, y le dije que le ayudaría a encontrar al Müller de la Gestapo, no por el Crowcass ni por el ejército de Estados Unidos, sino por Alemania. Pero sobre todo, le dije, lo ayudaría a atrapar a Müller por mí mismo.
29
Lo primero que hice por la mañana, después de telefonear a König y concertar una reunión para entregarle el material aparentemente secreto de Belinsky, fue ir al despacho de Liebl en la Judengasse para que lo arreglara todo para que yo pudiera ver a Becker en la prisión.