Gruñí a modo de respuesta y saqué mis propios cigarrillos.
– A pesar de todo, debiste habérmelo dicho.
– Quizá. -Dio unas enérgicas caladas al cigarrillo-. Escucha, Bernie, mi oferta original sigue en pie. Treinta mil dólares si puedes sacarme de este agujero. Así que si tienes algo en la manga…
– Tengo esto -dije interrumpiéndolo. Le enseñé la fotografía de Müller, la que era tamaño pasaporte-. ¿Lo reconoces?
– Creo que no. Pero he visto la foto antes, Bernie. Por lo menos, eso me parece. Traudl me la enseñó antes de que tú vinieras a Viena.
– ¿Ah, sí? ¿Y te dijo de dónde la había sacado?
– De Poroshin, supongo. -Estudió la foto con más atención-. Hojas de roble en el cuello, galones plateados en los hombros. Por su aspecto, un Brigadeführer de las SS. ¿Quién es?
– Heinrich Müller.
– ¿El Müller de la Gestapo?
– Oficialmente está muerto, así que me gustaría que no dijeras nada de esto por el momento. Me he asociado con el agente estadounidense de la Comisión de Crímenes de Guerra que está interesado en el caso Linden. Trabajaba para el mismo departamento. Parece que la pistola utilizada para matar a Linden pertenecía a Müller y se usó para matar a un hombre que se suponía que era Müller, lo cual puede querer decir que Müller sigue vivo. Naturalmente, los de Crímenes de Guerra quieren coger a Müller a cualquier precio, lo cual me temo que te deja a ti dónde estás, por lo menos de momento.
– No me importaría si fuera firme, pero el sitio que ellos tienen pensado para mí tiene una trampilla que se abre. ¿Te importa explicarme qué significa todo esto exactamente?
– Significa que no están dispuestos a hacer nada que asuste a Müller y haga que se marche de Viena.
– Suponiendo que esté aquí.
– Exacto. Como es una operación de espionaje, no están dispuestos a dejar que la policía militar sepa nada. Si se retiraran los cargos contra ti ahora, eso podría convencer a la Org de que el caso va a abrirse de nuevo.
– Por todos los santos, entonces, ¿eso dónde me deja a mí?
– El agente norteamericano con el que trabajo me ha prometido soltarte si podemos poner a Müller en tu sitio. Vamos a tratar de hacerlo salir de su madriguera.
– ¿Y hasta entonces van a dejar que el juicio siga su curso y quizá también la sentencia?
– Esa es la idea, más o menos.
– ¿Y tú me estás pidiendo que mantenga la boca cerrada mientras tanto?
– ¿Qué puedes decir? ¿Que es posible que a Linden lo matara un hombre que lleva muerto tres años?
– Es tan… -Becker tiró el cigarrillo a un rincón de la sala- tan jodidamente inhumano…
– Oye, ¿quieres quitarte el birrete? Mira, saben lo que hiciste en Minsk. Jugar con tu vida no les produce ningún escrúpulo. Para ser sincero, no les importa mucho si te cuelgan o no. Esta es tu única oportunidad y tú lo sabes.
Becker asintió, hosco.
Me levanté para marcharme, pero una idea repentina me hizo detenerme.
– Solo por curiosidad -dije-, ¿por qué te soltaron del campo de prisioneros de guerra soviético?
– Tú también estuviste preso, y ya sabes cómo era aquello: siempre con el terror de que descubrieran que habías estado en las SS.
– Por eso lo pregunto.
Vaciló un momento y luego dijo:
– Había un tipo que iban a soltar. Estaba muy enfermo e iba a morir de todos modos. ¿Qué sentido tenía repatriarlo? -Se encogió de hombros y me miró a los ojos con franqueza-. Así que lo estrangulé. Comí alcanfor para ponerme enfermo (por poco me mato) y ocupé su lugar. -Me aguantó la mirada-. Estaba desesperado, Bernie. Acuérdate de cómo era aquello.
– Sí, lo recuerdo -dije tratando de ocultar mi asco sin conseguirlo-. De cualquier modo, si me lo hubieras dicho antes, habría dejado que te colgaran.
Alargué la mano hacia la manija de la puerta.
– Todavía estás a tiempo. ¿Por qué no lo haces?
Si le hubiera dicho la verdad, Becker no habría comprendido de qué le hablaba. Probablemente pensara que la metafísica era algo que se usaba para fabricar penicilina barata para el mercado negro. Así que hice un gesto de negar con la cabeza y dije:
– Digamos que he hecho un trato con alguien.
30
Me reuní con König en el Café Speri en la Gumpendorfer Strasse, que estaba en el sector francés, pero cerca del Ring. Era un lugar grande y sombrío que los numerosos espejos estilo art nouveau de las paredes no conseguían alegrar y que albergaba varias mesas de billar de reducido tamaño. Cada una de esas mesas estaba iluminada por una luz fijada en el amarillento techo con una instalación de metal que parecía sacada de un viejo submarino.
El terrier de König estaba sentado a corta distancia de su amo, como el perro de las etiquetas de los discos, observando cómo jugaba una partida solitaria pero concentrada. Pedí un café y me acerqué a la mesa.
Estudió su jugada, a una distancia de emboque, y luego puso tiza en la punta del taco, dándose por enterado de mi presencia con un silencioso gesto de la cabeza.
– Nuestro Mozart era muy aficionado a este juego -dijo bajando la mirada al tapete-. Sin duda lo encontraba un facsímil muy agradable del dinamismo tan preciso de su intelecto. -Fijó la vista en la bola blanca como un francotirador afinando la puntería y, después de un prolongado y concentrado momento, disparó la blanca contra la primera roja y luego contra la otra. La segunda roja se deslizó a lo largo de la mesa, vaciló en el reborde de la tronera y, provocando un pequeño murmullo de satisfacción en su ejecutor (porque no existe manifestación más elegante de las leyes de la gravedad y el movimiento), resbaló sin ruido perdiéndose de vista.
– Yo, por otro lado, disfruto del juego por razones más sensuales. Adoro el sonido de las bolas al golpearse unas contra otras y la forma en que ruedan tan suavemente. -Recuperó la roja de la tronera y la volvió a colocar a su entera satisfacción-. Pero sobre todo adoro el color verde. ¿Sabía que entre los celtas el verde se considera un color de mala suerte? ¿No? Creen que al verde le sigue el negro, probablemente porque los ingleses colgaban a los irlandeses porque vestían de verde. ¿O eran los escoceses?
Durante unos momentos, König contempló casi como un demente la superficie de la mesa de billar, como si fuera a lamerla con la lengua.
– Mírelo -dijo-, el verde es el color de la ambición y de la juventud. Es el color de la vida y del descanso eterno.«Requiem aeternam dona eis.» -A desgana, dejó el taco encima de la mesa y, haciendo aparecer un enorme puro de uno de sus bolsillos, se apartó de la mesa. El terrier se levantó, expectante-. Por teléfono me dijo que tenía algo para mí. Algo importante.
Le entregué el sobre de Belinsky.
– Siento que no esté escrito en tinta verde -dije observando cómo sacaba los papeles-. ¿Sabe leer cirílico?
König negó con la cabeza.
– Me temo que igual podría ser gaélico. -Pero siguió adelante y desplegó los papeles en la mesa de billar y luego encendió el puro. Cuando el perro ladró, le ordenó que se callara-. ¿Sería tan amable de explicarme qué estoy mirando exactamente?
– Son los detalles de las disposiciones y sistemas del MVD en Hungría y en la Baja Austria. -Sonreí fríamente y me senté a la mesa de al lado, donde el camarero acababa de dejarme el café.
König asintió lentamente y siguió mirando los papeles fijamente, sin comprender nada, durante unos segundos más; luego los recogió, los devolvió al sobre y se los metió dentro del bolsillo de la chaqueta.
– Muy interesante -dijo sentándose a mi mesa-, suponiendo que sean auténticos…