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– Ah, sí, lo son sin ninguna duda -dije enseguida.

Sonrió con aire paciente, como si yo no tuviera ni idea del demorado proceso por el que se verificaba adecuadamente esa información.

– Suponiendo que sean auténticos -repitió con tono firme-, ¿exactamente cómo llegaron a su poder?

Un par de hombres fueron a la mesa de billar y empezaron una partida. König apartó la silla y con un gesto de la cabeza me indicó que le siguiera.

– No se molesten -dijo uno de los jugadores-, hay sitio de sobra para moverse.

Pero nosotros nos apartamos igualmente. Y cuando estuvimos a una distancia más discreta de la mesa, empecé a contarle la historia que había ensayado con Belinsky. Sólo entonces König negó firmemente con la cabeza y cogió al perro, que le lamió la oreja, juguetón.

– Este no es ni el lugar ni el momento adecuados -dijo-. Pero estoy impresionado por lo rápido que ha ido.Enarcó las cejas y observó a los dos hombres de la mesa de billar con aire distraído-. He sabido esta mañana que le ha conseguido algunos cupones de gasolina a aquel amigo mío médico, el del Hospital General. -Comprendí que se refería al asesinato de Traudl-. Y tan poco tiempo después de que habláramos del asunto. No hay duda de que ha sido usted muy eficiente. -Le echó el humo al perro que tenía sobre las rodillas, el cual lo olió y luego estornudó-. En estos tiempos es tan difícil obtener suministros fiables de cualquier cosa en Viena…

Me encogí de hombros.

– Solo es cuestión de conocer a la gente adecuada, eso es todo.

– Como es su caso, evidentemente. -Palmeó el bolsillo de la chaqueta de su traje de tweed verde, donde había guardado los documentos de Belinsky-. En estas especiales circunstancias, creo que tendría que presentarle a alguien de la organización que podrá juzgar mejor que yo la calidad de su fuente. Alguien que da la casualidad de que quiere encontrarse con usted y decidir cuál es la mejor manera de utilizar a un hombre de su capacidad y de sus recursos. Habíamos pensado esperar unas semanas antes de hacer las presentaciones, pero esta nueva información lo cambia todo. No obstante, primero tengo que hacer una llamada. Tardaré unos minutos. -Miró al café y señaló una de las mesas de billar libres-. ¿Por qué no prueba unas cuantas tiradas mientras yo estoy fuera?

– No valgo mucho para los juegos de habilidad -dije-. Desconfío de cualquier juego que se base en algo que no sea la suerte. Así no tengo que culparme si pierdo. Tengo una enorme capacidad para la autorrecriminación.

En los ojos de König apareció un destello.

– Mi querido amigo -dijo levantándose de la mesa-, eso no parece alemán.

Lo observé mientras iba al fondo del bar para utilizar el teléfono, con el terrier trotando fielmente a su lado. Me pregunté quién sería la persona a quien iba a llamar, la persona que podía juzgar mejor la calidad de mi fuente; podría ser incluso Müller. Me parecía que era esperar demasiado tan pronto.

Cuando König volvió al cabo de unos minutos, parecía excitado.

– Como pensaba -dijo, asintiendo entusiasmado-, hay alguien que tiene muchas ganas de ver este material inmediatamente y de conocerlo a usted. Tengo el coche fuera. ¿Vamos?

El coche era un Mercedes, como el de Belinsky. Y al igual que Belinsky, König conducía demasiado rápido para que fuera seguro en una carretera sobre la que había llovido mucho. Le dije que era mejor llegar tarde que no llegar, pero no me hizo caso. Mi sensación de incomodidad se agravaba por culpa del perro, que iba sentado en las rodillas de su amo y no dejó de ladrar, excitado, a la carretera durante todo el viaje, como si el animal fuera indicando por dónde teníamos que ir. Reconocí la carretera: era la que llevaba a los Estudios Sievering, pero justo en ese momento se bifurcaba y giramos hacia el norte por la Grinzinger Allee.

– ¿Conoce Grinzing? -gritó König por encima de los incesantes ladridos del perro. Le dije que no-. Entonces no conoce de verdad a los vieneses -opinó-. Grinzing es famoso por su producción de vinos. En verano todo el mundo viene aquí por la noche para ir a las tabernas que venden la nueva cosecha. Beben demasiado, escuchan un cuarteto Schrammel y cantan antiguas canciones.

– Suena muy hogareño -dije sin demasiado entusiasmo.

– Sí que lo es. Yo mismo tengo un par de viñedos por aquí. Solo dos campos pequeños, ¿sabe? Pero es un comienzo. Un hombre debe tener tierras, ¿no le parece? Volveremos en verano y entonces podrá probar el vino nuevo. El alma de Viena.

Grinzig casi no parecía las afueras de Viena, sino más bien un pueblecito encantador. Pero debido a su proximidad a la capital, su acogedor encanto campestre parecía tan falso como uno de los decorados que construían en Sievering. Subimos una colina por una carretera estrecha y llena de curvas que pasaba entre viejas posadas Heurige y jardines de casitas de campo, con König proclamando lo bonito que era todo ahora que había llegado la primavera. Pero para lo único que servía la visión de tanto provincianismo de libro de cuentos era para despertar el desdén de mis facetas ciudadanas, y me limité a un gruñido malhumorado y a murmurar algo sobre los turistas. Para alguien más habituadoa ver siempre escombros, Grinzing, con sus numerosos árboles y viñedos, parecía muy verde. No obstante, no mencioné esa impresión por temor a que hiciera que König se lanzara a uno de sus extraños monólogos sobre ese enfermizo color.

Detuvo el coche frente a un alto muro de ladrillo amarillo que rodeaba una casa grande, pintada de amarillo, y un jardín que parecía haberse pasado el día en un salón de belleza. La casa misma era un edificio alto, de tres plantas, con un tejado abuhardillado. Dejando de lado su brillante colorido, había una cierta austeridad de detalles en la fachada, que prestaba a la casa un aspecto institucional. Parecía una especie bastante opulenta de ayuntamiento.

Seguí a König a través de la verja y por un sendero con unos bordes inmaculados hasta una pesada puerta de roble tachonada del tipo que parece esperar que enarboles un hacha de guerra al llamar. Entramos directamente en la casa y pisamos un suelo de madera que crujía tanto que habría provocado un infarto a un bibliotecario.

König me condujo hasta una salita, me dijo que esperara allí y se fue, cerrando la puerta. Eché una mirada alrededor, pero no había mucho que ver, salvo el hecho de que el propietario tenía un gusto bucólico en lo referente al mobiliario. Una mesa toscamente labrada bloqueaba la puerta cristalera y un par de sillas rústicas de media luna estaban dispuestas frente a una chimenea vacía más grande que el pozo de una mina. Me senté en una otomana algo más cómoda, volví a atarme los cordones de los zapatos y luego me limpié las puntas con el borde de la gastada alfombra. Debí de esperar una media hora hasta que volvió König a buscarme. Me llevó por un laberinto de pasillos y por unas escaleras hasta la parte trasera de la casa, con los modales de alguien cuya chaqueta lleva un forro de paneles de roble. Sin importarme si se sentía ofendido o no ahora que iba a conocer a alguien más importante, dije:

– Si se cambiara ese traje, resultaría un maravilloso mayordomo.

König no se volvió, pero le oí mostrar la dentadura postiza y soltar una risa corta y seca.

– Me alegro de que lo crea. ¿Sabe?, aunque me gusta el sentido del humor, no le aconsejaría que lo ejercitara con general. Francamente, tiene un carácter muy severo.

Abrió la puerta y entramos en una sala luminosa y aireada, con fuego en la chimenea y hectáreas de librerías vacías. Al lado de la gran ventana, detrás de una larga mesa de biblioteca, había una figura vestida de gris, con el pelo muy corto, que me pareció reconocer. El hombre se volvió y sonrió, y no me cupo ninguna duda de que su nariz aguileña pertenecía a una cara de mi pasado.

– Hola, Gunther -dijo.

König me miró burlonamente mientras yo parpadeaba, sin palabras, ante la sonriente figura.