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– ¿Cree usted en fantasmas, Herr König? -pregunté.

– No, ¿y usted?

– Ahora sí. Si no me equivoco, al caballero de la ventana lo colgaron en 1945 por su participación en el complot para matar a Hitler.

– Puedes dejarnos, Helmut -sugirió el hombre de la ventana.

König asintió concisamente, se dio media vuelta y se marchó.

Arthur Nebe señaló una silla frente a la mesa en la cual estaban desplegados los documentos de Belinsky al lado de unas gafas y una pluma.

– Siéntate -dijo-. ¿Una copa? -Se echó a reír-. Tienes aspecto de necesitarla.

– No pasa todos los días que te encuentres a un resucitado -dije lentamente-. Mejor que sea larga.

Nebe abrió un enorme mueble-bar de madera tallada, desvelando un interior de mármol lleno de botellas. Sacó una botella de vodka y dos vasos pequeños, que llenó hasta el borde.

– Por los viejos camaradas -dijo, levantando el vaso.

Sonreí, vacilante.

– Bébetelo, no hará que vuelva a desaparecer.

Me bebí el vodka de un trago y respiré profundamente cuando me llegó al estómago.

– La muerte te sienta bien, Arthur. Tienes muy buen aspecto.

– Gracias. Nunca me había sentido mejor.

Encendí un cigarrillo y lo dejé entre los labios un rato.

– ¿Fue en Minsk, verdad? -dijo-. En 1941. La última vez que nos vimos.

– Exacto. Hiciste que me trasladaran a la Oficina de Crímenes de Guerra.

– Tendría que haberte llevado a juicio por lo que me pediste. Incluso hacerte fusilar.

– Por lo que sé, eras muy aficionado a fusilar a la gente aquel verano. -Nebe hizo caso omiso de mis palabras-. ¿Por qué no lo hiciste?

– Porque eras muy buen policía. Por eso.

– Tú también lo eras; por lo menos antes de la guerra. -Di una intensa calada al cigarrillo-. ¿Qué te hizo cambiar, Arthur?

Nebe saboreó la bebida durante un momento y luego se la acabó de un trago.

– Es un buen vodka -comentó en voz baja, casi para sí mismo-. Bernie, no esperes que te dé una explicación. Tenía unas órdenes que ejecutar, y era ellos o yo. Mata o déjate matar. Así fue siempre en las SS. Diez, veinte, treinta mil… después de calcular que para salvar la vida tienes que matar a otros, entonces el número carece de importancia. Esa fue mi solución final, Bernie, la solución final al acuciante problema de mi propia supervivencia. Tuviste suerte de que nunca te exigieran que hicieras ese cálculo.

– Gracias a ti.

Nebe se encogió de hombros modestamente, antes de señalar los papeles extendidos delante de él.

– Me alegro de no haberte hecho fusilar, ahora que he visto esto. Naturalmente, este material tendrá que ser evaluado por un experto, pero a primera vista parece que te ha tocado la lotería. De todos modos, me gustaría que me dijeras algo más de tu fuente.

Le repetí mi historia, después de lo cual Nebe dijo:

– ¿Crees que es de fiar, ese ruso tuyo?

– Nunca me ha fallado -dije-. Claro que entonces solo me arreglaba papeles.

Nebe volvió a llenar los vasos y frunció el ceño.

– ¿Hay algún problema? -pregunté.

– Es solo que en los diez años que hace que te conozco, Bernie, no puedo encontrar nada que me convenza de que ahora eres un vulgar estraperlista.

– Eso no tendría que resultar más difícil de lo que me resulta a mí convencerme de que eres un criminal de guerra, Arthur. O, si a eso vamos, aceptar que no estés muerto.

Nebe sonrió.

– Ahí tienes razón. Pero con tantas oportunidades ofrecidas a ese enorme número de personas desplazadas, me sorprende que no volvieras a tu antiguo oficio, a hacer de investigador privado.

– La investigación privada y el mercado negro no son mutuamente excluyentes -dije-. La buena información como la penicilina o los cigarrillos: tiene su precio. Y cuanto mejor, cuanto más ilícita es la información, más alto es su precio. Siempre ha sido así. Por cierto, mi ruso quiere cobrar.

– Siempre quieren cobrar. A veces creo que los ivanes tienen más confianza en el dólar que los mismos norteamericanos. -Nebe entrelazó las manos y puso los índices a lo largo de su nariz, de aspecto astuto. Luego me señaló con ellos como si llevara una pistola-. Lo has hecho muy bien, Bernie. Muy bien de verdad. Pero tengo que confesar que sigo intrigado.

– ¿Por qué me dedique al mercado negro?

– Puedo aceptar esa idea más fácilmente que la de que mataras a Traudl Braunsteiner. El asesinato no fue nunca tu especialidad.

– Yo no la maté -dije-. König me dijo que lo hiciera y pensé que podría, porque era comunista. Aprendí a odiar a los comunistas cuando estuve en un campo de prisioneros soviético. Incluso lo bastante para matar. Pero cuando lo pensé bien, me di cuenta de que no podría hacerlo. No a sangre fría. Quizá habría podido hacerlo si hubiera sido un hombre, pero no una chica. Iba a decírselo esta mañana, pero cuando me felicitó por haberlo hecho, decidí mantener la boca cerrada y quedarme con el mérito. Calculé que podría sacar algo de dinero.

– Así que alguien la mató. Qué interesante. No tienes idea de quién fue, supongo.

Negué con la cabeza.

– Un misterio, entonces.

– Igual que tu resurrección, Arthur. ¿Cómo te las arreglaste?

– Me temo que no fue obra mía -dijo-. Fue algo que idearon los de Inteligencia. En los últimos meses de la guerra, amañaron los historiales de servicio del personal de alto rango de las SS y del partido para que pareciera que habíamos muerto. A la mayoría nos ejecutaron por nuestra participación en el complot del conde Stauffenberg para matar al Führer. Bueno, ¿qué eran otras cien ejecuciones en una lista que ya tenía miles de nombres? A otros nos pusieron en las listas de víctimas de los bombardeos o de la batalla de Berlín. Luego lo único que quedaba por hacer era asegurarse de que esos historiales caían en manos de los estadounidenses. Así que las SS transportaron losficheros a un molino de papel cerca de Munich y se le dieron instrucciones al propietario, un buen nazi, para que esperara hasta que los estadounidenses estuvieran en el umbral de su puerta antes de empezar a destruirlos. -Nebe se echó a reír-. Me acuerdo de haber leído en el periódico lo satisfechos consigo mismos que estaban los norteamericanos. ¡Qué golpe maestro creían haber dado! Por supuesto, la mayor parte de lo que encontraron era auténtico. Pero para aquellos de entre nosotros que corríamos un mayor riesgo por sus ridículas investigaciones sobre los crímenes de guerra, los documentos falsos nos proporcionaron espacio para respirar y suficiente tiempo para establecer una nueva identidad. No hay nada como estar muerto para conseguir un poco de espacio. -Se rió de nuevo-. En cualquier caso, ese Centro de Documentación de Estados Unidos en Berlín sigue trabajando para nosotros.

– ¿Qué quieres decir? -dije, preguntándome si estaría a punto de averiguar algo que arrojara luz sobre por qué habían matado a Linden. ¿O es que había descubierto que los historiales habían sido amañados antes de caer en manos de los Aliados? ¿No habría sido eso suficiente para justificar su muerte?

– No, ya te he dicho bastante por ahora. -Nebe bebió un poco más de vodka y se lamió los labios con satisfacción-. Estamos viviendo una época interesante, Bernie. Un hombre puede ser quien quiera ser. Mírame a mí, mi nuevo nombre es Nolde, Arthur Nolde, y elaboro vino en esta finca. Resucitado, has dicho. Bueno, aquí no estamos tan lejos de eso. Solo nuestros nazis muertos se levantan incorruptos. Hemos cambiado, amigo mío. Son los rusos los que llevan los gorros negros y tratan de dominar la ciudad. Ahora que trabajamos para los estadounidenses, somos los buenos de la película. El doctor Schneider, el hombre que montó la Org con ayuda de su CIC, se reúne regularmente con ellos en nuestro cuartel general de Pullach. Incluso ha estado en Estados Unidos para conocer a su secretario de Estado. ¿Puedes imaginártelo? ¡Un oficial alemán de alto rango trabajando con el segundo del presidente! No sepuede llegar a ser más incorruptible que eso, no en estos tiempos.