– Esperemos que esté allí mañana.
– Será mejor que me digas cómo llegar a ese sitio.
Le di unas indicaciones claras y le pedí que no llegara tarde.
– Tengo miedo de esos cabrones -le expliqué.
– ¿Quieres saber una cosa? A mí me dais miedo todos vosotros, los boches, pero no tanto como los ivanes. -Soltó aquella risita que casi había empezado a gustarme-. Adiós, boche -dijo-, y buena suerte.
Y luego colgó, dejándome mirando fijamente el ronroneante auricular con la curiosa sensación de que la voz incorpórea con la que había estado hablando procedía de mi propia imaginación.
32
El humo se desplazaba hacia el techo abovedado del club nocturno como si fuera la más espesa niebla del averno. Envolvía la solitaria figura de Belinsky, que, como un Bela Lugosi surgiendo de un cementerio, se acercó a la mesa donde yo estaba. La banda que estaba escuchando mantenía el ritmo casi tan bien como un bailarín de claqué con una sola pierna, pero de alguna manera él se las arregló para andar siguiendo la melodía que sonaba. Sabía que seguía enfadado conmigo por haber dudado de él y que era muy consciente, incluso ahora, de que seguía tratando de averiguar por qué no había pensado en enseñarle la foto de Müller a Becker. Así que no me sorprendió cuando me agarró por el pelo y me golpeó la cabeza contra la mesa dos veces, diciéndome que era un boche suspicaz. Me levanté y me encaminé hacia la puerta tambaleándome para encontrarme con que Arthur Nebe me bloqueaba la salida. Su presencia allí era tan inesperada que por un momento no pude resistirme cuando Nebe me agarró por las dos orejas y me golpeó el cráneo contra la puerta una vez y luego otra vez, por si acaso, diciendo que si no había matado a Traudl Braunsteiner, entonces quizá tendría que averiguar quién lo había hecho. Liberé la cabeza de sus manos y le dije que igual podría adivinar que Rumpelstiltskin se llamaba Rumpelstiltskin.
Volví a sacudir la cabeza, sin querer, y parpadeé en la oscuridad. Sonó otro golpe en la puerta y oí una voz que hablaba casi susurrando.
– ¿Quién es? -dije alargando el brazo para encender la luz de la mesita de noche y luego para coger el reloj. El nombre no me hizo ninguna impresión mientras saltaba de la cama e iba a la sala.
Todavía iba soltando tacos cuando abrí la puerta un poco más de lo aconsejable. Lotte Hartmann estaba en el pasillo, con el rutilante vestido de noche negro y la chaqueta de astracán con que recordaba haberla visto la última noche que estuvimos juntos. Tenía una mirada impertinente e interrogadora.
– ¿Sí? -dije-. ¿Qué pasa? ¿Qué quieres?
Resopló con un frío desprecio y empujó la puerta ligeramente con la mano enguantada, de modo que retrocedí al interior de la habitación. Ella entró, cerró la puerta y, apoyándose en ella, miró lentamente alrededor mientras mi nariz hacía un poco de ejercicio gracias al olor a tabaco, alcohol y perfume que llevaba en su cuerpo venal.
– Siento haberte despertado -dijo.
No me miraba tanto a mí como a la habitación.
– No, no lo sientes -dije.
Ahora hizo una pequeña excursión por el piso, examinando el dormitorio y luego el baño. Se movía con una suave elegancia y con la confianza de cualquier mujer que está acostumbrada a la sensación de tener los ojos de un hombre fijos en su trasero.
– Tienes razón -dijo con una sonrisa-, no lo siento en absoluto. ¿Sabes?, este sitio no está tan mal como esperaba.
– ¿Sabes qué hora es?
– Muy tarde -dijo, y soltó una risita-. No le causé la más mínima impresión a tu casera, así que tuve que decirle que era tu hermana y que había venido desde Berlín para darte una mala noticia.
Volvió a reírse.
– ¿Y tú eres la mala noticia?
Hizo un mohín de enfado. Pero era solo una actuación. Seguía demasiado divertida consigo misma para ofenderse.
– Cuando me preguntó si llevaba equipaje, le dije que los rusos me lo habían robado en el tren. Se mostró muy comprensiva y encantadora de verdad. Espero que tú no vayas a ser diferente.
– Vaya, yo pensaba que esa era la razón de que estuvieras aquí. ¿O es que la brigada Antivicio te está causando problemas otra vez?
No hizo caso del insulto, suponiendo que se hubiera molestado en darse cuenta.
– Bueno, iba de camino a casa desde el Flottenbar, el que está en la Mariahilferstrasse, ¿lo conoces? No dije nada. Encendí un cigarrillo y me lo puse en la comisura de los labios para evitar soltarle un gruñido. -En cualquier caso, no está lejos de aquí. Y pensé que podía dejarme caer por aquí. ¿Sabes? -su tono se suavizó se volvió más seductor-, no he tenido oportunidad de darte las gracias como es debido -dejó que la sugerencia flotara en el aire durante un segundo y yo empecé a desear llevar puesta una bata- por sacarme de aquel pequeño embrollo con los ivanes. -Se soltó el cinturón de la chaqueta y lo dejó resbalar al suelo-. ¿Es que ni siquiera vas a ofrecerme algo de beber?
– Diría que ya has bebido bastante.
Pero, de todos modos, fui a buscar un par de vasos.
– ¿No crees que te gustaría averiguarlo por ti mismo?
Se echó a reír sin esfuerzo y se sentó sin ninguna señal de inestabilidad. Parecía del tipo que puede chutarse el alcohol directamente en la vena y seguir siendo capaz de andar por una línea recta sin hipar ni una vez.
– ¿Quieres algo dentro? -Levanté un vaso con vodka al hacer la pregunta.
– Quizá -contestó pensativa-, después de tomarme mi bebida.
Le di el vaso y me eché uno rápidamente al fondo del estómago para que defendiera el fuerte. Di otra calada al cigarrillo y confié en que me diera la energía suficiente para echarla de una patada.
– ¿Qué te pasa? -dijo casi triunfalmente-. ¿Es que te pongo nervioso o qué?
Supuse que probablemente era el qué.
– No a mí -dije-, solo a mi pijama. No está acostumbrado a la mezcla de sexos.
– Por el aspecto que tiene, yo diría que está más acostumbrado a mezclar cemento.
Cogió uno de mis cigarrillos y me lanzó una bocanada de humo directamente a la entrepierna.
– Puedo quitármelo si te molesta -dije estúpidamente. Cuando di otra calada al cigarrillo, tenía los labios resecos. ¿Quería que se fuera o no? No estaba haciéndolo demasiado bien si lo que quería era cogerla por su perfecta orejita y ponerla de patitas en la calle.
– Hablemos un poco primero. ¿Por qué no te sientas?
Me senté, aliviado de que todavía pudiera doblarme por la mitad.
– De acuerdo -dije-, ¿por qué no me cuentas dónde está hoy tu amiguito?
Hizo una mueca.
– No es un buen tema, Perseo. Escoge otro.
– ¿Tenéis guerra?
– ¿Hemos de tenerla?
Me encogí de hombros.
– A mí tanto me da.
– Ese tipo es un cabrón -dijo-, pero no quiero hablar de ello. Especialmente hoy.
– ¿Qué tiene hoy de especial?
– He conseguido un papel en una película.
– Enhorabuena. ¿Qué papel haces?
– Es una película inglesa. No es un papel muy importante, ¿comprendes? Pero habrá algunas grandes estrellas en la película. Yo hago el papel de chica de un club nocturno.
– Bueno, eso parece bastante sencillo.
– ¿No es apasionante? -dijo con voz chillona-. Yo actuando con Orson Welles.
– ¿El de La guerra de los mundos?
Se encogió de hombros sin comprender.
– No he visto esa película.
– Olvídalo.
– Claro que no están seguros de Welles. Pero creen que hay una buena posibilidad de que lo convenzan para que venga a Viena.
– Todo eso me suena a conocido.
– ¿Qué quieres decir?
– Ni siquiera sabía que eras actriz.