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– ¿Quieres decir que no te lo había dicho? Mira, ese trabajo en el Oriental es solo algo temporal.

– Pareces hacerlo muy bien.

– Bueno, siempre he sido buena con los números y el dinero. Antes trabajaba en el Departamento de Hacienda de la ciudad. -Se inclinó hacia mí y adoptó una expresión un poco demasiado burlona, como si me fuera a interrogar sobre mis gastos profesionales del año-. Hace tiempo que quería preguntártelo -dijo-: aquella noche que tiraste toda aquella pasta, ¿qué querías demostrar?

– ¿Demostrar? Me parece que no te comprendo.

– ¿No? -Acentuó un poco más la sonrisa para lanzarme una mirada de conspiración, cómplice-. Veo muchos tipos raros, caballero. Y acabo por reconocerlos. Un día de estos incluso voy a escribir un libro sobre esto. Como Franz Josef Gall. ¿Has oído hablar de M?

– Me parece que no.

– Era un médico austríaco que fundó la ciencia de la frenología. De eso sí que has oído hablar, ¿no?

– Claro -dije-. ¿Y qué puedes decirme de las protuberancias que exhibo en la cabeza?

– Puedo decirte que no eres de la clase de tipo que tira tanto dinero sin una buena razón. -Enarcó una ceja digna de un ajedrecista hacia lo alto de su lisa frente-. También tengo una idea sobre eso.

– Oigámosla -dije animándola, y me serví otro vaso-. Puede que tengas más suerte al leerme la mente que al leerme el cráneo.

– No te hagas el escéptico -me dijo-. Los dos sabemos que eres la clase de hombre al que le gusta impresionar.

– ¿Y lo conseguí? ¿Te impresioné?

– Estoy aquí, ¿no? ¿Qué quieres… Tristán e Isolda?

Así que era eso. Pensaba que había perdido el dinero por ella. Para parecer un pez gordo.

Vació el vaso, se levantó y me lo devolvió.

– Sírveme un poco más de esa poción de amor tuya mientras me empolvo la nariz.

Mientras estaba en el baño, volví a llenar los vasos con un pulso no demasiado firme. No me gustaba especialmente la mujer, pero no tenía nada en contra de su cuerpo; era magnífico. Tenía la impresión de que mi cabeza iba a objetar contra aquella cana al aire cuando mi libido hubiera perdido el control, pero en aquel momento no podía hacer nada más que sentarme cómodamente y disfrutar del momento. Incluso así, no estaba preparado para lo que sucedió a continuación.

Oí que abría la puerta del baño y decía algo vulgar sobre el perfume que llevaba, pero cuando me di la vuelta con las bebidas, vi que el perfume era lo único que llevaba puesto. En realidad, no se había quitado los zapatos, pero a mis ojos les costó un rato abrirse camino más allá de sus pechos y de su equilatero púbico. Salvo por aquellos tacones altos, Lotte Hartmann estaba tan desnuda como la hoja del cuchillo de un asesino, y probablemente era igual de mortífera.

Se quedó de pie en el umbral del dormitorio, con las manos colgando sobre los desnudos muslos, radiante deplacer al ver cómo me pasaba la lengua por los labios de una manera que dejaba claro que no pensaba utilizarla en ningún otro sitio que en ella. Quizá habría podido echarle un sermón. En mis tiempos, había visto suficientes mujeres desnudas, y algunas de ellas en muy buena forma, además. Tendría que haberla rechazado como a un pez demasiado pequeño, pero el sudor que empezaba a brotarme de las manos, la agitación de las ventanas de la nariz, el nudo en la garganta y el dolor sordo e insistente en la entrepierna me decían que la machina tenía unas ideas diferentes en cuanto al rumbo a seguir que el deus que se alojaba en ella.

Encantada con el efecto que provocaba en mí, Lotte sonrió, feliz, y me quitó el vaso de la mano.

– Espero que no te importe que me haya desnudado -dijo-, es que el traje es muy caro y tenía la extraña impresión de que me lo ibas a arrancar.

– ¿Por qué tendría que importarme? No es como si no hubiera acabado de leer el periódico de la tarde. De todos modos, me gusta tener una mujer desnuda en casa.

Contemplé el ligero bamboleo de su trasero mientras caminaba perezosamente hasta el otro lado de la sala, donde se bebió de un trago su bebida y dejó caer el vaso vacío en el sofá.

De repente quise ver cómo su trasero se agitaba como gelatina contra mi abdomen en celo. Pareció darse cuenta y, doblándose hacia adelante, agarró el radiador como un boxeador que tira de las tensas cuerdas de su rincón.

Luego se enderezó, con los pies un poco separados, y permaneció quieta, dándome la espalda, como esperando un registro corporal totalmente innecesario. Me miró por encima del hombro, flexionó las nalgas y volvió a mirar a la pared.

He tenido invitaciones más elocuentes, pero con la sangre zumbándome en los oídos y golpeando las escasas células cerebrales todavía no afectadas por el alcohol o la adrenalina, en realidad no recordaba cuándo. Probablemente ni siquiera me importaba. Me arranqué el pijama y me lancé, espada en ristre, sobre ella.

Ya no soy lo bastante joven, ni lo bastante delgado, para compartir una cama individual con otra cosa que no sea una resaca o un cigarrillo. Así que fue quizá una sensación de sorpresa lo que me despertó de un sueño inesperadamente cómodo hacia las seis. Lotte, que de otro modo podría haberme causado una noche agitada, ya no descansaba en el hueco de mi brazo, y durante un breve y feliz momento supuse que debía de haber vuelto a su casa. Fue entonces cuando oí, procedente de la sala, un pequeño sollozo sofocado. De mala gana, me deslicé fuera de las mantas, me puse el abrigo y fui a ver qué le pasaba.

Todavía desnuda, Lotte se había ovillado en el suelo, al lado del radiador, donde se estaba caliente. Me acuclillé a su lado y le pregunté por qué lloraba. Una gruesa lágrima rodó por su sucia mejilla y quedó detenida en su labio superior como una verruga translúcida. Se la lamió y la sorbió cuando le di mi pañuelo.

– ¿A ti qué te importa? -dijo con amargura-. Ahora ya te has divertido.

Tenía razón, pero igualmente protesté, lo suficiente como para ser educado. Lotte me escuchó hasta el final y cuando su vanidad quedó satisfecha, ensayó una especie de sonrisa atrofiada que me recordó la forma en que un niño triste se anima cuando le regalas cincuenta pfennings o un chicle.

– Eres muy amable -admitió finalmente, y se secó los ojos enrojecidos-. Ya estoy bien, gracias.

– ¿Quieres contármelo?

Lotte me miró de reojo.

– ¿En esta ciudad? Será mejor que primero me diga cuánto cobra, doctor. -Se sonó y luego emitió una risa breve y vacía-. Podrías resultar un buen médico para locos.

– A mí me pareces bastante cuerda -dije ayudándola a sentarse en un sillón.

– Yo no apostaría por eso.

– ¿Es un consejo profesional?

Encendí un par de cigarrillos y le pasé uno. Empezó a fumar con desesperación y parecía que sin demasiado placer.

– Es mi consejo como mujer que está lo bastante loca como para tener un asunto con un hombre que acaba de darlemás bofetadas que a un payaso de circo.

– ¿König? Nunca he pensado que fuera del tipo violento.

– Si parece cortés es solo por la morfina.

– ¿Es adicto?

– No sé si «adicto» es la palabra adecuada. Pero hiciera lo que hiciera cuando estuvo en las SS, necesitó morfina para llegar al final de la guerra.

– ¿Y por qué te pegó?

Se mordió el labio con rabia.

– Bueno, no fue porque pensara que necesitaba un poco de color.

Me reí. Tenía que reconocérselo: era dura.

– No con ese bronceado -le dije.

Cogí la chaqueta de astracán del suelo donde la había dejado caer y se la puse por encima de los hombros. Lotte se la ajustó al cuello y sonrió amargamente.

– Nadie me pone la mano en la cara -dijo-, no si alguna vez quiere ponerla en algún otro sitio. Esta noche ha sido la primera y la última vez que me ha dado un par de bofetadas, como que hay Dios. -Sacó humo por la nariz con tanta fiereza como si fuera un dragón-. Eso es lo que recibes cuando tratas de ayudar a alguien, supongo.