Pronto vi a Kirsten y al oficial norteamericano que la acompañaba, rodeándole los hombros con el brazo. Los seguí a distancia; la luna llena me proporcionaba una visión clara de su lento avance, hasta que llegaron a un bloque de pisos bombardeado, con seis niveles de pisos desplomados uno encima de otro como capas de hojaldre. Desaparecieron en el interior. Me pregunté si debía seguirlos. ¿Era necesario que lo viera todo?
Una amarga bilis se filtró desde el hígado para disolver la grasienta duda que me pesaba en los intestinos.
Al igual que con los mosquitos, los oí antes de verlos. Su inglés era más fluido que mi comprensión, pero parecía que ella le estaba explicando que no podía llegar tarde a casa dos noches seguidas. Una nube pasó por delante de la luna, oscureciendo el paisaje, y me deslicé hasta detrás de un enorme montón de piedras, donde pensaba que tendría una vista mejor. Cuando la nube desapareció y la luz de la luna brilló en todo su esplendor a través de las vigas desnudas del techo, pude verlos claramente, callados ahora. Durante un momento fueron una reproducción de la inocencia, con ella arrodillada delante de él, mientras él le ponía las manos sobre la cabeza como si le otorgara su santa bendición. Me intrigó que la cabeza de Kirsten se balanceara, pero cuando él soltó un gemido mi comprensión de lo que pasaba fue tan rápida como veloz la sensación de vacío que la acompañó.
Me marché sigilosamente y me emborraché hasta perder el sentido.
4
Pasé la noche en el sofá, algo que Kirsten, dormida en la cama cuando finalmente conseguí arrastrarme hasta casa, habría atribuido erróneamente a la bebida que perfumaba mi aliento. Fingí estar dormido hasta que la oí salir del piso, aunque no pude evitar que me besara en la frente antes de irse. Iba silbando mientras bajaba las escaleras y salía a la calle. Me levanté y la miré desde la ventana mientras se dirigía hacia el norte por la Fasanenstrasse, hacia la estación del Zoo, a coger su tren para Zehlendorf.
Cuando la perdí de vista puse manos a la obra para rescatar algún residuo de mí mismo con el que pudiera enfrentarme al día. La cabeza me latía de dolor, igual que si fuera un dobermann en celo, pero después de lavarme con una esponja helada, de tomarme un par de tazas del café del capitán y de fumarme un cigarrillo, empecé a sentirme un poco mejor. En cualquier caso, seguía demasiado obsesionado por el recuerdo de Kirsten haciéndole un francés al capitán norteamericano y por las ideas del daño que me gustaría hacerle a éste para recordar siquiera el daño que ya había causado a un soldado del Ejército Rojo; así que no tuve tanto cuidado como hubiera debido cuando llamaron a la puerta y fui a abrir.
El ruso era bajo, pero parecía más alto que el soldado más alto del Ejército Rojo gracias a las tres estrellas de oro y a los galones trenzados de color azul pálido que llevaba en las hombreras plateadas del abrigo y que lo identificaban como palkovnik, coronel del MVD.
– ¿Herr Gunther? -preguntó cortésmente.
Asentí, hosco, furioso conmigo mismo por no haber tenido más cuidado. Me pregunté dónde habría dejado la pistola del iván y si podía atreverme a intentar. ¿O quizá había hombres esperando al pie de las escaleras por si se producía esa eventualidad?
El oficial se quitó la gorra, saludó golpeando los talones como un prusiano y dio un cabezazo al aire.
– Palkovnik Poroshin, a su servicio. ¿Puedo entrar?
No esperó la respuesta. No era el tipo de persona acostumbrada a esperar por nada que no fuera su propio capricho.
Con no más de treinta años, el coronel llevaba el pelo largo para un militar. Apartándoselo de los ojos azul pálido y llevándolo hacia atrás de su pequeña cabeza, me ofreció la sombra de una sonrisa al volverse para mirarme, ya en la sala. Estaba disfrutando con mi incomodidad.
– Es Herr Bernard Gunther, ¿verdad? Tengo que estar seguro.
Que conociera mi nombre completo fue toda una sorpresa. Y también lo fue la elegante pitillera de oro que abrió con un gesto de invitación. Las manchas marrones que tenía en la punta de los cadavéricos dedos indicaba que no se ocupaba tanto de vender cigarrillos como de filmárselos. Y en el MVD no solían molestarse en compartir un cigarrillo con un hombre que estaban a punto de arrestar. Así que cogí uno y reconocí que ése era mi nombre.
Insertó un cigarrillo entre sus maxilares y sacó un Dunhill a juego para darnos fuego a los dos.
– ¿Es usted -hizo una mueca cuando se le metió el humo en los ojos-… sh'pek? ¿Cómo se dice en alemán?
– Detective privado -dije traduciendo automáticamente y lamentando mi presteza casi en el mismo momento.
Las cejas de Poroshin se elevaron en su amplia frente.
– Vaya, vaya -dijo con una ligera sorpresa que se convirtió enseguida primero en interés y luego en un placer sádico-, habla ruso.
Me encogí de hombros.
– Un poco.
– Ah, pero no era una palabra corriente. No para alguien que solo habla un poco de ruso. Sh'pek es también la palabra rusa para grasa de cerdo salada. ¿También lo sabía?
– No -dije. Pero como prisionero de guerra soviético había comido bastante de esa grasa, untada encima de pan negro, como para no conocer, y demasiado bien, el término. ¿Lo habría adivinado?
– Nye shooti?, ¿en serio? -dijo con una sonrisa-. Apuesto a que sí. Igual que apuesto a que sabe que soy del MVD ¿verdad? No llevo ni cinco minutos hablando con usted y ya puedo decir que tiene interés en ocultar el hecho de que habla un buen ruso. Pero ¿por qué?
– ¿Por qué no me dice qué quiere, coronel?
– Vamos, vamos -dijo-. En tanto que oficial de Inteligencia es natural que sienta curiosidad. Usted, precisamente, debería comprender esa clase de curiosidad, ¿no es cierto?
El humo le fluía de la nariz, fina como una aleta de tiburón, al fruncir los labios en un rictus de disculpa.
– A los alemanes no les conviene ser demasiado curiosos -dije-. Al menos en estos tiempos.
Se encogió de hombros, fue hasta mi escritorio y miró los dos relojes que había encima de él.
– Quizá -murmuró, pensativo.
Confiaba que no tuviera intención de abrir el cajón donde ahora recordaba que había guardado la automática del iván. Tratando de llevarlo de nuevo a lo que fuera que lo hubiera traído a verme, pregunté:
– ¿No es verdad que todos los detectives privados y las agencias de información están prohibidos en su zona?
– Vyerno, exacto, Herr Gunther. Y es así porque esas instituciones no sirven para nada en una democracia…
Poroshin chasqueó la lengua cuando yo empecé a interrumpirle.
– No, por favor, no lo diga, Herr Gunther. Iba a decir que no puede decirse que la Unión Soviética sea una democracia. Pero si lo dijera, el camarada presidente podría oírlo y enviar a unos hombres horribles que le secuestrarían a usted y a su esposa. Por supuesto, los dos sabemos que los únicos que ahora se ganan la vida en esta ciudad son las prostitutas, los estraperlistas y los espías. Siempre habrá prostitutas, y los estraperlistas solo durarán mientras no se reforme la moneda alemana. Queda el espionaje. Esa es la nueva profesión que hay que tener, Herr Gunther. Tendría que olvidarse de ser detective privado cuando hay tantas nuevas oportunidades para las personascomo usted.
– Eso suena casi como si me estuviera ofreciendo un empleo, coronel.
Sonrió irónicamente.
– Bien mirado, no es mala idea. Pero no he venido por eso. -Volvió la cabeza y miró el sillón-. ¿Puedo sentarme?
– No faltaría más. Me temo que no puedo ofrecerle nada más que café.
– Gracias, pero no. Encuentro que es demasiado excitante.
Me acomodé en el sofá y esperé que empezara.
– Tenemos un amigo común, Emil Becker, que se ha metido en la boca del lobo, como dicen ustedes.
– ¿Becker? -Pensé un momento y recordé una cara de la ofensiva rusa de 1941 y, antes de eso, de la policía Reichskriminal, la Kripo-. No lo he visto desde hace mucho tiempo. No diría que es exactamente un amigo mío, pero ¿qué ha hecho? ¿Por qué lo han detenido?