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– ¿Ayudar a quién?

– König vino al Oriental a eso de las diez anoche -explicó-. Estaba de un humor de todos los diablos y cuando le pregunté por qué, quiso saber si recordaba a un dentista que solía venir por el club a jugar un poco. -Se encogió de hombros-. Bueno, sí que lo recordaba. Un mal jugador, pero seguro que ni la mitad de malo de lo que tú finges ser.

Me lanzó una mirada de soslayo, llena de dudas. Asentí, apremiante.

– Sigue.

– Helmut quería saber si el doctor Heim, el dentista, había estado por allí en los dos últimos días. Le dije que me parecía que sí. Luego quiso que preguntara a algunas de las chicas si recordaban haberlo visto. Bueno, había una chica en concreto con la que le dije que hablara. Un caso de mala suerte, pero bonita. Los médicos siempre la buscaban. Supongo que era porque parecía un poco más vulnerable y hay hombres a los que les gusta ese tipo dechicas. Dio la casualidad de que estaba en el bar y se la indiqué.

Noté como si el estómago se me llenara de arenas movedizas.

– ¿Cómo se llama esa chica? -pregunté.

– Veronika no sé qué -dijo-. ¿Por qué? ¿La conoces? -añadió al notar mi preocupación.

– Un poco. ¿Y qué pasó?

– Helmut y uno de sus amigos se la llevaron a la casa de al lado.

– ¿A la sombrerería?

– Sí. -Ahora hablaba en voz baja y como si estuviera avergonzada-. Con el genio de Helmut… -se estremeció al recordarlo-… estaba preocupada. Veronika es una buena chica. Un poco tonta, pero buena chica, ya sabes. Ha tenido una vida bastante dura, pero tiene agallas. Quizá demasiadas para su propio bien. Pensé que tal y como es Helmut y del humor que estaba, sería mejor que ella le dijera si sabía algo o no y que se lo dijera rápido. No es un hombre con mucha paciencia. Para evitar que se pusiera desagradable. -Hizo una mueca-. Es mejor no dar muchos rodeos, cuando conoces a Helmut. Así que fui detrás de ellos. Veronika estaba llorando cuando los encontré. Ya le habían pegado y fuerte. Había recibido bastante y les dije que pararan. Fue entonces cuando me golpeó a mí. Dos veces. -Se llevó las manos a las mejillas como si el dolor siguiera vivo-. Luego me echó al pasillo y me dijo que me ocupara de mis propios asuntos y no me metiera en los suyos.

– ¿Y qué pasó después?

– Me fui al lavabo, a un par de bares y vine aquí, en ese orden.

– ¿Viste lo que pasó con Veronika?

– Se fueron con ella, Helmut y el otro hombre.

– ¿Quieres decir que se la llevaron a algún sitio?

Lotte se encogió de hombros con desánimo.

– Supongo que sí.

– ¿Dónde pueden haberla llevado? -Me levanté y me fui al dormitorio.

– No lo sé.

– Intenta pensar.

– ¿Vas a ir a buscarla?

– Como tú has dicho, ya ha pasado bastante. -Empecé a vestirme-. Y además, yo la metí en esto.

– ¿Tú? ¿Cómo?

Mientras acababa de vestirme le describí cómo, cuándo volvíamos de Grinzing con König, le había explicado qué haría yo para tratar de encontrar a alguien desaparecido, en este caso el doctor Heim.

– Le dije que podríamos mirar en los sitios habituales de Heim, si me decía cuáles eran -le expliqué.

Pero me callé que pensaba que nunca llegarían a hacerlo; que supuse que con Müller, y posiblemente Nebe y König también, arrestados por Belinsky y la gente del Crowcass, la necesidad de buscar a Heim no llegaría a producirse; que pensaba que, hasta que terminara la reunión en Grinzing, había dejado a König a la espera y que no empezaría a buscar a su dentista muerto.

– ¿Por qué pensarían que tú podrías encontrarla?

– Antes de la guerra era detective en la policía de Berlín.

– Tendría que haberlo sabido -gruñó.

– En realidad no -dije enderezándome la corbata y poniéndome un cigarrillo en la boca, un cigarrillo que tenía un sabor amargo-, pero yo sí que tendría que haber sabido que tu amigo era lo bastante arrogante como para empezar a buscar a Heim por sí mismo. Fui un estúpido al creer que esperaría. -Me puse el abrigo y cogí el sombrero-. ¿Crees que pueden haberla llevado a Grinzing? -le pregunté.

– Ahora que lo pienso, me pareció que iban a la habitación de Veronika, donde sea que esté. Pero si no está allí, Grinzing es un sitio tan bueno como cualquier otro.

– Bueno, confiemos en que esté en casa.

Pero incluso mientras hablaba, mi instinto me decía que no era nada probable.

Lotte se levantó. La chaqueta le cubría el pecho y la parte superior del cuerpo, pero dejaba al descubierto la mata ardiente que hacía poco me había hablado tan convincentemente y me había dejado tan irritado como un conejo despellejado.

– ¿Y qué pasa conmigo? -dijo en voz baja-. ¿Qué voy a hacer?

– ¿Tú? -Con un gesto señalé su desnudez-. Guarda la magia y vete a casa.

33

La mañana era brillante, clara y fría. De camino al centro, al cruzar el parque de delante del nuevo ayuntamiento, una pareja de ardillas aparecieron de un salto para decirme hola y ver si llevaba algo para desayunar. Pero antes de acercarse captaron la angustia que me nublaba el rostro y el olor a miedo que emitía. Es probable que incluso tomaran nota mental del pesado bulto que tenía en el bolsillo de la chaqueta y se lo pensaran mejor. Eran unas criaturitas muy listas. Bien mirado, no hacía tanto que en Viena se disparaba contra los pequeños mamíferos para comérselos. Así que se apresuraron a desaparecer, como peluches de piel vivos.

En el agujero donde vivía Veronika estaban acostumbrados a que la gente, en su mayoría hombres, entraran y salieran a cualquier hora del día o de la noche, y aun si la casera hubiera sido la más misántropa de las lesbianas, dudo que me hubiera prestado mucha atención de haberme encontrado en las escaleras. Pero dio la casualidad de que no había nadie por allí y subí hasta la habitación de Veronika sin que nadie me preguntara nada.

No necesité reventar la puerta para entrar. Estaba abierta de par en par, igual que todos los cajones y armarios. Me pregunté por qué se habían tomado la molestia cuando todas las pruebas que necesitaban colgaban todavía del respaldo de la silla donde el doctor Heim las había dejado.

– Esa zorra estúpida -murmuré con ira-. ¿De qué sirve deshacerse del cuerpo de alguien si dejas su traje en la habitación?

Cerré un cajón de golpe. El impacto desprendió uno de los patéticos bocetos de Veronika de la cómoda y lo hizo caer flotando hasta el suelo como una enorme hoja muerta. König había puesto la habitación patas arriba por pura maldad. Y luego se la había llevado a Grinzing. Con una importante reunión allí durante la mañana, no se me ocurría que hubieran ido a ningún otro sitio. Eso suponiendo que no la mataran directamente. Por otro lado, si Veronika les había dicho la verdad de lo sucedido, que una pareja de amigos la habían ayudado a librarse del cuerpo de Heimdespués de que sufriera un ataque al corazón, entonces (si había omitido mencionar el nombre de Belinsky y el mío propio) quizá la dejarían marchar. Pero había una posibilidad muy real de que la maltrataran igualmente, solo para asegurarse de que les había contado todo lo que sabía, y que para cuando yo llegara para tratar de ayudarla, ya supiesen que yo era el hombre que se había deshecho del cuerpo de Heim.

Me acordé de lo que Veronika me había contado de su vida de judía en los Sudetes durante la guerra, cómo se había ocultado en los retretes, en sótanos sucios, en armarios y en desvanes. Y luego los seis meses que había pasado en un campo para personas desplazadas. «Un poco de mala suerte», era como lo había descrito Lotte Hartmann. Cuanto más lo pensaba, más me parecía que Veronika había disfrutado muy poco de lo que se pudiera llamar una vida de verdad.

Miré la hora en mi reloj de pulsera y vi que eran las siete. Todavía faltaban tres horas para la reunión; y más tiempo aún antes de que llegara Belinsky con «la caballería», como él decía. Y como los hombres que se habían llevado a Veronika eran quienes eran, había una posibilidad muy real de que no viviera tanto. Parecía que no me quedaba otra alternativa que ir a buscarla yo mismo.