Saqué el revólver, abrí el barrilete de seis cartuchos y comprobé que estuviera totalmente cargado antes de dirigirme escaleras abajo. Afuera, cogí un taxi en la parada de la Kärtnerstrasse y le dije al conductor que fuera a Grinzing.
– ¿Adónde de Grinzing? -preguntó, separándose rápidamente del bordillo.
– Se lo diré cuando lleguemos allí.
– Usted manda -dijo, acelerando al entrar en el Ring-. Solo lo preguntaba porque allí todo estará cerrado a estas horas de la mañana. Y no parece que vaya usted a dar una caminata por las colinas, al menos con ese abrigo. -El coche traqueteó cuando pasamos por un par de baches enormes-. Y además no es austríaco. Lo sé por el acento. Parece un pifke. ¿Estoy en lo cierto?
– Sáltese la clase de la universidad de la vida, ¿quiere? No estoy de humor.
– Está bien. Solo lo preguntaba por si estaba buscando un poco de diversión. Verá, a unos minutos de Grinzing, en la carretera a Cobenzl, hay un hotel, el Schloss-Hotel Cobenzl. -Luchó por hacerse con el volante cuando el coche se metió en otro bache-. Ahora lo usan como campo para personas desplazadas. Hay chicas allí que puede tener a cambio de unos cigarrillos. Incluso a estas horas de la mañana, si le apetece. Alguien con un abrigo como el suyo podría tener dos o tres a la vez. Hacer que representen una bonita actuación entre ellas, si sabe a qué me refiero. – Soltó una risotada vulgar-. Algunas de esas chicas han crecido en los campos de personas desplazadas. Tienen la moral de los conejos, se lo digo yo. Harán cualquier cosa; créame señor, sé de lo que hablo, yo crío conejos. -Rió con entusiasmo al pensar en ello-. Podría arreglarle algo; en la parte de atrás del coche. A cambio de una pequeña comisión, claro.
Me incliné hacia adelante en el asiento. No sé por qué me tomé la molestia. Quizá porque no me gustan los chulos. Quizá porque no me gustaba mucho su cara, clavada a la de Trotski.
– Eso sería espléndido -dije en tono muy duro-. Si no fuera por una mesa-trampa rusa con la que me tropecé en Ucrania. Los partisanos habían puesto una granada con detonador de tensión detrás de un cajón que dejaron medio abierto con una botella de vodka dentro, solo para llamar la atención. Yo llegué, tiré del cajón, liberé la presión y la granada detonó. Me arrancó limpiamente la carne y dos legumbres del vientre. Estuve a punto de morir del shock y luego de la pérdida de sangre. Y cuando por fin salí del coma, estuve a punto de morir de amargura. Le aseguro que si veo un poco de almeja, es probable que me vuelva loco de frustración. Es probable que mate al que tenga más cerca, de pura envidia.
El taxista miró hacia atrás por encima del hombro.
– Lo siento -dijo nerviosamente-, no quería…
– Olvídelo -dije casi sonriendo.
Cuando pasamos por delante de la casa amarilla le dije al taxista que siguiera hacia lo alto de la colina. Había decidido que me acercaría a la casa de Nebe desde atrás, cruzando los viñedos.
Como los contadores de los taxis de Viena eran viejos y desfasados, era costumbre multiplicar la tarifa que mostraban por cinco para llegar a la suma total que había que pagar. En el contador aparecían seis schillings cuando le dije que parara y eso fue lo único que el taxista me pidió, y le temblaba la mano cuando cogió el dinero. El coche ya se había marchado con el motor rugiendo cuando me di cuenta de que el hombre se había olvidado de sus matemáticas.
Me quedé allí, en un sendero barroso al lado de la carretera, preguntándome por qué no habría tenido la boca cerrada, ya que había pensado en pedirle al taxista que esperara un rato. Ahora, si encontraba a Veronika, tendría el problema de cómo escapar de allí. «Yo y mi labia -pensé-. El pobre imbécil solo me ofrecía un servicio.» Pero se equivocaba en una cosa. Había algo abierto: un café algo más arriba en la Cobenzlgasse, el Rudelshof. Decidí que si me iban a matar, prefería recibir el tiro con algo en el estómago.
El café era un lugar acogedor, si no te molesta la taxidermia. Me senté debajo del ojo, redondo y brillante como una cuenta, de una comadreja con aspecto de tener ántrax y esperé que el propietario, de cara congestionada, llegara arrastrando los pies hasta mi mesa.
– Buenos días nos dé Dios -dijo-, hace una hermosa mañana.
Me aparté de su aliento a destilado.
– No hay duda de que usted ya está disfrutando de ella -dije, volviendo a utilizar mi bocaza una vez más.
Se encogió de hombros y anotó lo que quería.
El desayuno vienes de cinco schillings que engullí sabía como si el taxidermista lo hubiera preparado durante su tiempo libre entre disecado y disecado; el café tenía posos, el panecillo era tan fresco como una talla de marfil y huevo estaba tan duro que podía haber salido de una cantera. Pero me lo comí. Tenía tantas cosas en la cabeza que, probablemente, me habría comido la comadreja si alguien se hubiera tomado la molestia de ponerla encima de una tostada.
Al salir del café, anduve calle abajo un trecho y luego salté por encima de un muro a lo que pensé que debía de ser el viñedo de Arthur Nebe.
No había mucho que ver. Las viñas, plantadas en pulcras hileras, eran todavía jóvenes, apenas más altas que mi rodilla. Aquí y allí, en una especie de vagonetas altas, había lo que parecían motores a reacción abandonados pero que eran, en realidad, los quemadores que utilizaban por la noche para calentar el aire alrededor de los brotes y protegerlos de las últimas heladas. Todavía estaban calientes al tacto. El campo tendría unos cien metros cuadrados y no ofrecía muchas posibilidades para ocultarse. Me pregunté cómo desplegaría Belinsky a sus hombres. Aparte de arrastrarte sobre la barriga a lo largo del campo, lo único que podías hacer era permanecer cerca del muro mientras te dirigías hacia los árboles que había justo detrás de la casa amarilla y los edificios anexos.
Cuando llegué a los árboles, miré si veía algún signo de vida, y al no ver ninguno avancé cautelosamente, hasta que oí voces. Al lado del mayor de los anexos, una construcción larga y con entramado de madera que parecía un granero, había dos hombres, a ninguno de los cuales reconocí, de pie, charlando. Cada uno acarreaba un bidón de metal a la espalda, conectado por una manguera de goma a un tubo de metal, largo y delgado, que llevaba en la mano y que supuse que sería algún tipo de artefacto para rociar las cosechas.
Por fin acabaron la conversación y se dirigieron al lado opuesto del viñedo, como si fueran a iniciar su ataque contra las bacterias, los hongos y los insectos que les amargaban la vida. Esperé hasta que estuvieron lejos, al otro lado del campo, antes de salir del cobijo de los árboles y entrar en el edificio.
Un olor afrutado y mohoso me dio en la nariz. Grandes cubas y barriles de madera de roble estaban alineados debajo de las vigas del techo como si fueran enormes quesos. Recorrí toda la longitud del piso de piedra y salí al otro extremo del primer edificio para encontrarme con otro, construido en ángulo recto con respecto a la casa.
Esta segunda edificación contenía cientos de barriles de roble, que descansaban de lado como si esperaran que aparecieran unos perros San Bernardo gigantes a recogerlos. Había unas escaleras que se internaban en la oscuridad. Parecía un buen lugar para encerrar a alguien, así que encendí la luz y bajé a echar una mirada. Pero solo había miles de botellas de vino, cada estante señalado por una pequeña pizarra en la cual había, escritos con tiza, unos números que debían de significar algo para alguien. Regresé arriba, apagué la luz y me quedé de pie al lado de la ventana. Empezaba a parecerme que Veronika podría estar en la casa después de todo.
Desde donde estaba tenía la vista despejada a través de un corto patio empedrado y hasta la parte oeste de la casa. Delante de una puerta abierta, un gato, sentado, me contemplaba fijamente. Al lado de la puerta vi la ventana de lo que parecía una cocina. Había una forma grande y brillante en la repisa que pensé que sería un cazo o una tetera. Al cabo de un rato, el gato se dirigió, andando lentamente, hacia el edificio donde yo me escondía y le maulló a algo que estaba al lado de la ventana donde yo me encontraba. Durante un segundo o dos me miró fijamente con sus ojos verdes y luego, sin razón aparente, echó a correr alejándose. Volví a mirar hacia la casa y continué vigilando la puerta y la ventana de la cocina. Al cabo de unos minutos, decidí que no había peligro en dejar la nave de los barriles y empecé a cruzar el patio.