No habría dado tres pasos cuando oí el ruido rasposo del seguro de una automática y, casi al mismo tiempo, noté el frío acero del cañón de una pistola contra la nuca.
– Pon las manos detrás de la cabeza -dijo una voz no muy clara.
Hice lo que me decían. La pistola presionándome debajo de la oreja se notaba lo bastante pesada como para ser una 45. Suficiente como para dar cuenta de una gran parte de mi cráneo. Me estremecí cuando me encajó el arma entre la mandíbula y la yugular.
– Muévete y mañana te echamos a los cerdos como pienso -dijo golpeándome los bolsillos y quitándome el revólver.
– Descubrirás que Herr Nebe me está esperando -dije.
– No conozco a ningún Herr Nebe -dijo con voz pastosa, casi como si la boca no le funcionara bien.
Naturalmente no tenía muchas ganas de volverme y echarle una buena mirada para estar seguro.
– Sí, es verdad que se cambió de nombre.
Traté de recordar el nuevo apellido de Nebe. Mientras, oí cómo el hombre se apartaba un par de pasos.
– Ahora ve hacia la derecha -me dijo-, hacia los árboles. Y no tropieces con los cordones de los zapatos ni nada por el estilo.
Parecía enorme y no muy listo. Y hablaba un alemán con un acento extraño, como prusiano, pero diferente; más parecido al viejo prusiano que había oído hablar a mi abuelo, casi como el alemán que había oído en Polonia.
– Mira, estás cometiendo un error -dije-. ¿Por qué no lo compruebas con tu jefe? Me llamo Bernhard Gunther. Hay una reunión aquí esta mañana a las diez. Tengo que tomar parte en ella.
– Todavía no son ni las ocho -gruñó mi captor-. Si vienes a una reunión, ¿por qué llegas tan temprano? ¿Y por qué no has venido por la puerta principal, como las visitas normales? ¿Cómo es que has venido a través de los campos? ¿Y por qué husmeabas por las otras construcciones?
– Llego temprano porque tengo un par de tiendas de vinos en Berlín -dije-. Pensé que sería interesante echar un vistazo por la finca.
– Desde luego que estabas echando un vistazo. Eres un fisgón. -Soltó una risita de cretino-. Y yo tengo órdenes de matar a los fisgones.
– A ver, espera un minuto…
Me volví para encontrarme con un demoledor golpe de la pistola y, mientras caía, vi por un momento a un hombre enorme con la cabeza afeitada y una especie de mandíbula asimétrica. Me agarró por el pescuezo, tiró de mí para volver a ponerme de pie y yo me pregunté por qué nunca se me habría ocurrido coser una hoja de afeitar debajo de esa parte del cuello. Me llevó a empujones a través de la hilera de árboles y bajando una pendiente hasta un pequeño claro donde había varios cubos de basura. Una columna de humo y un olor nauseabundo y dulzón salían del tejado de una pequeña cabaña de ladrillo: allí era donde incineraban los residuos. Al lado de varias bolsas de lo que parecía cemento y encima de algunos ladrillos había una chapa de hierro oxidado. El hombre me ordenó que la apartara.
Ya lo tenía. Era letón. Un enorme y estúpido letón. Decidí que si estaba trabajando para Arthur Nebe debía de ser de una división de las SS letonas, que sirvieron en uno de los campos de exterminio polacos. Se utilizaron muchos letones en lugares como Auschwitz. Los letones ya eran antisemitas entusiastas cuando Moses Mendelssohn era uno de los hijos favoritos de Alemania.
Tiré de la chapa, apartándola de lo que se reveló como una especie de viejo desagüe o pozo negro. Y no había duda de que olía igual de mal. Fue entonces cuando volví a ver al gato. Surgió de entre dos sacos etiquetados como óxido de calcio al lado del pozo. Maulló con desdén, como si dijera: «Te advertí de que había algo en el patio, pero no quisiste escucharme». Un olor acre, terroso, surgió del pozo y se me puso la carne de gallina. «Tienes razón -maulló el gato, como salido de un cuento de Edgar Allan Poe-, el óxido de calcio es un álcali barato para tratar los suelos ácidos. Justo lo que esperarías encontrar en un viñedo, pero también se llama cal viva y es un compuesto muy, muy eficaz para acelerar la descomposición humana.»
Horrorizado, comprendí que el letón sí que tenía intención de matarme. Y ahí estaba yo tratando de situar suacento como si fuera una especie de filólogo y de recordar las fórmulas químicas que había aprendido en la escuela.
Fue entonces cuando lo vi bien por primera vez. Era grande y musculoso como un caballo de circo, pero apenas te fijabas en eso al mirarle la cara; toda la parte derecha estaba torcida, como si tuviera una enorme bola de tabaco de mascar en la boca; el ojo derecho miraba fijamente y muy abierto, como si fuera de cristal. Seguramente habría podido besarse su propia oreja. Y con tanta sed de cariño como debía de tener con aquella cara, probablemente tenía que hacerlo.
– Arrodíllate al lado del pozo -gruñó, como un neanderthal al que le faltaran un par de cromosomas vitales.
– No irás a matar a un viejo camarada, ¿verdad? -dije, tratando desesperadamente de recordar el nuevo nombre de Nebe o incluso el de uno de los regimientos letones. Pensé en gritar pidiendo ayuda, salvo que sabía que si lo hacía me mataría sin vacilar.
– ¿Tú, un viejo camarada? -dijo despectivo, sin que pareciera costarle mucho.
– Obersturmführer en el Primer Regimiento Letón -dije tratando, sin lograrlo, de parecer despreocupado.
El letón escupió entre los arbustos y me miró sin expresión con su ojo saltón. La pistola, un enorme Colt automático de acero azul, siguió apuntándome directamente al pecho.
– El Primero Letón, ¿eh? No pareces letón.
– Soy prusiano -dije-. Mi familia vivía en Riga. Mi padre trabajaba en los astilleros en Dantzig. Se casó con una rusa.
Le ofrecí unas palabras en ruso para confirmar mis palabras, aunque no podía recordar si en Riga se hablaba principalmente ruso o alemán.
Entornó los ojos, uno más que el otro.
– A ver, ¿en qué año se fundó el Primero Letón?
Tragué saliva y escarbé en mi memoria. El gato maulló dándome ánimos. Razonando que la formación de un regimiento letón debía haber seguido a la Operación Barbarroja de 1941, dije:
– 1942.
Desplegó una sonrisa horrible y cabeceó negando con un lento sadismo.
– 1943 -dijo, avanzando un par de pasos-. Fue en 1943. Ahora arrodíllate o te dispararé en la barriga.
Lentamente me dejé caer de rodillas al borde el pozo, sintiendo la humedad del suelo a través de la tela del pantalón. Había visto demasiados asesinatos de las SS para no saber qué iba a hacer: un tiro en la nuca, mi cuerpo cayendo limpiamente dentro de una tumba ya preparada y unas cuantas paletadas de cal viva por encima. Se me acercó por detrás dando un amplio rodeo. El gato se sentó para observar, con la cola envolviéndole pulcramente el trasero. Cerré los ojos y esperé.
– Rainis -dijo una voz, y pasaron varios segundos. Apenas me atrevía a levantar la mirada para ver si me había salvado.
– Está bien, Bernie. Puedes levantarte.
Expulsé el aliento en un único y enorme erupto de terror. Débil, con las rodillas temblequeantes, me levanté del borde del pozo y me volví para ver a Arthur Nebe, de pie a unos pocos metros detrás de la bestia letona. Me irritó mucho ver que estaba sonriendo.