Se encogió de hombros.
– No exactamente, no. Hay diversas opiniones en cuanto a la valía de nuestros aliados y a la maldad de nuestros enemigos. Pero todos estamos de acuerdo en una cosa, y es la nueva Alemania. No importa si tarda cinco años o cincuenta y cinco.
Absorto, Müller empezó a hurgarse la nariz. Eso lo tuvo ocupado durante unos segundos, después de los cuales se examinó el pulgar y el índice y luego se los limpió en las cortinas de Nebe. Era, pensé, un mal augurio de la nueva Alemania de la que había estado hablando.
– En cualquier caso, quería esta oportunidad para agradecerle personalmente su iniciativa. He estudiado a fondo los documentos que su amigo nos ha proporcionado y no me cabe ninguna duda: es un material de primera clase. Los estadounidenses se volverán locos de entusiasmo cuando lo vean.
– Me alegra saberlo.
Müller volvió a su sillón, al lado de mi sofá, y se sentó.
– ¿Hasta qué punto está usted seguro de que él pueda continuar entregándonos este tipo de material de alto nivel?
– Muy seguro, Herr Doktor.
– Excelente. ¿Sabe?, no podía habernos llegado en mejor momento. La Compañía de Utilización Industrial del Sur de Alemania está solicitando un aumento de fondos al Departamento de Estado estadounidense. La información de su hombre será un elemento trascendental en apoyo de nuestros argumentos. En la reunión de esta mañana recomendaré que a la explotación de esta nueva fuente se le conceda la máxima prioridad aquí en Viena.
Cogió el atizador de la chimenea y removió violentamente las ascuas refulgentes del fuego. No era demasiado difícil imaginarlo haciendo lo mismo con un ser humano. Con la mirada fija en las llamas, añadió:
– En un asunto por el que tengo un interés tan personal, tengo que pedirle un favor, Herr Gunther.
– Le escucho, Herr Doktor.
– Debo confesarle que confiaba en convencerlo para que me dejara ocuparme de este informador yo mismo.
Reflexioné durante un minuto.
– Como es natural, tendría que preguntarle a él qué opina. Confía en mí. Podría llevar algo de tiempo.
– Por supuesto.
– Como le dije a Nebe, querrá dinero. Mucho dinero.
– Puede decirle que lo organizaré todo. Una cuenta en un banco suizo… lo que quiera.
– En este momento lo que quiere es un reloj suizo -dije, improvisando-, un Doxas.
– No hay ningún problema -Müller sonrió-. ¿Ve lo que quiero decir sobre los rusos? Saben exactamente lo que quieren. Un bonito reloj. Está bien, déjelo de mi cuenta. -Müller volvió a colocar el atizador en el soporte y se recostó en el sillón, satisfecho-. Entonces, entiendo que no tiene ninguna objeción a mi propuesta. Como es natural, usted será bien recompensado por traernos a un informador tan importante.
– Ya que lo menciona, sí que tengo una cifra en mente -dije.
Müller levantó las manos y me rogó que la dijera.
– Puede que sepa que hace muy poco he sufrido una importante pérdida jugando a las cartas. Perdí la mayoría de mi dinero, unos cuatro mil schillings. Pensaba que podría redondear esa cifra hasta cinco mil.
Frunció los labios y empezó a asentir lentamente.
– No lo considero poco razonable, dadas las circunstancias.
Sonreí. Me divertía que a Müller le importara tanto proteger su ámbito de especialización dentro de la Org como para estar dispuesto a comprarme mi relación con el ruso de Belinsky. Era fácil ver que de este modo se vería garantizada la fama de Müller, el de la Gestapo, como autoridad en todas las cuestiones relativas al MVD. Se palmeó las rodillas con decisión.
– Bien. Me alegra que esto esté arreglado. He disfrutado de nuestra pequeña charla. Volveremos a hablar después de la reunión de esta mañana.
«Claro que hablaremos», me dije. Solo que probablemente sería en el Stiftskaserne, o dondequiera que los del Crowcass fueran a interrogar a Müller.
– Desde luego, tendremos que hablar del procedimiento para establecer contacto con su fuente. Arthur me dice que tienen un acuerdo de buzón secreto.
– Todo está anotado -le dije-. Estoy seguro de que lo encontrará todo en orden.
Miré la hora y vi que eran más de las diez. Me levanté y me ajusté la corbata.
– Oh, no se preocupe -dijo Müller palmeándome la espalda. Parecía casi jovial ahora que había conseguido lo quequería-. Nos esperarán, se lo aseguro.
Pero casi en aquel mismo momento se abrió la puerta de la biblioteca y la cara ligeramente contrariada del barón Von Bolschwing miró dentro de la sala. Alzó su reloj de pulsera de forma significativa y dijo:
– Herr Doktor, ya es hora de que empecemos.
– De acuerdo -dijo Müller con voz tonante-, ya hemos acabado. Puede decirle a todo el mundo que entre.
– Muchas gracias -dijo el barón, pero su voz sonó malhumorada.
– Reuniones -comentó Müller, burlón-. Una detrás de otra en esta organización. No hay forma de acabar con ese incordio. Es como limpiarte el culo con un neumático de coche. Es como si Himmler no hubiera muerto.
Sonreí.
– Eso me recuerda que tengo una cita ineludible.
– Está al final del pasillo -dijo.
Me dirigí a la puerta, disculpándome primero con el barón y luego con Arthur Nebe mientras me abría paso entre los hombres que entraban en la biblioteca. Eran viejos camaradas, sin ninguna duda. Hombres de mirada dura, sonrisa floja, barriga bien alimentada y una cierta arrogancia, como si ninguno de ellos hubiera perdido nunca una guerra ni hecho nada de lo que tuviera que sentirse avergonzado. Este era el rostro colectivo de la nueva Alemania que Müller había ensalzado.
Pero de König seguía sin haber señal alguna.
En el lavabo, que olía a agrio, tuve buen cuidado de cerrar la puerta con el cerrojo, comprobé la hora en mi reloj y fui hasta la ventana para tratar de ver la carretera, más allá de los árboles de al lado de la casa. Con el viento moviendo las hojas era difícil distinguir nada con mucha claridad, pero me pareció que vislumbraba a lo lejos el guardabarros de un coche negro y grande.
Cogí el cordón de la persiana y, confiando en que estuviera sujeta a la pared mejor que la de mi propio cuarto de baño de Berlín, tiré de ella suavemente durante cinco segundos, luego la dejé que volviera a enrollarse otros cinco segundos. Cuando lo hube hecho tres veces como habíamos acordado, esperé la señal de Belinsky y me sentí muy aliviado cuando oí tres bocinazos no muy lejos. Entonces tiré de la cadena y abrí la puerta.
A medio camino de regreso a la biblioteca, vi al perro de König. Estaba de pie en mitad del pasillo, husmeando el aire y mirándome con algo parecido al reconocimiento. Luego se dio media vuelta y trotó escaleras abajo. No se me ocurrió un medio más rápido de encontrar a König que dejar que aquella birria de perro lo hiciera por mí. Así que lo seguí.
Delante de una puerta de la planta baja, el perro se detuvo y soltó una mezcla de ladrido y gemido. En cuanto la abrí salió disparado de nuevo, trotando por un pasillo que llevaba hacia la parte trasera de la casa. Se detuvo una vez más e hizo como si tratara de excavar por debajo de otra puerta que parecía que conducía al sótano. Durante varios segundos vacilé antes de abrirla, pero cuando el perro ladró, decidí que era más sensato dejarlo entrar que arriesgarme a que el ruido atrajera a König. Giré la manija, empujé y, al ver que la puerta no se movía, tiré de ella hacia mí. Se abrió con un ligerísimo crujido, que quedó disimulado en gran parte por lo que, al principio, me sonó como un gato maullando en algún lugar del sótano. El aire frío y la terrible revelación de que aquello no era ningún gato me golpearon en la cara y sentí un escalofrío involuntario. Entonces el perro se introdujo por la rendija de la puerta y desapareció por los desnudos peldaños de madera.
Incluso antes de alcanzar de puntillas el final de las escaleras, donde unos grandes botelleros me ocultaban de la vista, ya había reconocido que la dolorida voz pertenecía a Veronika. La escena exigía muy poco análisis. Estaba sentada en una silla, desnuda hasta la cintura, y tenía la cara mortalmente pálida. Un hombre, sentado justo enfrente de ella, con la camisa arremangada, estaba torturándole la rodilla con un objeto de metal manchado de sangre. König estaba de pie detrás de ella, sujetando la silla y ahogando de vez en cuando sus gritos con un trapo.