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No había tiempo para preocuparme por no tener un arma, y fue una suerte que König se distrajera momentáneamente con la llegada del perro.

– Lingo -dijo mirando al animal-, ¿cómo has llegado hasta aquí? Pensaba que te había encerrado.

Se inclinó para coger al perro, y en aquel mismo momento salí rápidamente de detrás de las estanterías y corrí hacia adelante.

El hombre de la silla seguía en su asiento cuando le golpeé las dos orejas con las manos enlazadas y tan fuerte como pude. Chilló y cayó al suelo, agarrándose los dos lados de la cabeza y retorciéndose desesperadamente mientras trataba de dominar el dolor de unos tímpanos que, casi con toda certeza, le había roto. Fue entonces cuando vi lo que le había estado haciendo a Veronika. Saliendo de la rótula, en ángulo recto, había un descorchador de botellas.

La pistola de König solo asomaba a medias de la pistolera. Salté sobre él, le golpeé con fuerza en la axila y luego con el borde de la mano contra el labio superior. La combinación de los dos golpes fue suficiente para dejarlo fuera de combate. Retrocedió vacilando, apartándose de la silla de Veronika, con la sangre brotándole de la nariz. No habría sido necesario que lo volviera a golpear, pero ahora que la mano de König ya no le tapaba la boca, los fuertes gritos de insoportable dolor de Veronika me convencieron para darle un tercer golpe, más salvaje, con el antebrazo, dirigido al centro del esternón. Se había desmayado antes de golpear el suelo. Inmediatamente, el perro dejó de ladrar y se dedicó a lamerlo para tratar de reanimarlo.

Cogí la pistola de König del suelo, me la metí en el bolsillo del pantalón y empecé rápidamente a desatar a Veronika.

– Ya ha pasado todo -dije-, vamos a salir de aquí. Belinsky llegará en cualquier momento con la policía.

Procuré no mirar lo que le habían hecho en la rodilla. Ella emitía un gemido lastimero mientras le quitaba la última cuerda de las piernas manchadas de sangre. Tenía la piel fría y temblaba de los pies a la cabeza, claramente a punto de entrar en estado de shock. Pero cuando me quité la chaqueta y se la puse alrededor de los hombros, me cogió la mano con fuerza y me dijo a través de los dientes apretados.

– Sácalo, por amor de Dios, sácamelo de la rodilla.

Con un ojo en las escaleras por si aparecía alguno de los hombres de Nebe buscándome, porque hacía ya rato quedebía haber estado arriba, me arrodillé delante de ella y miré la herida que el instrumento había causado. Era un descorchador de aspecto corriente, con un mango de madera ahora pegajoso de sangre. Le habían atornillado el afilado instrumento en un lado de la rótula hasta una profundidad de varios milímetros y no parecía haber medio de sacarlo sin causarle casi tanto dolor como le habían causado al introducírselo. Incluso el más ligero contacto con el mango hacía que chillara.

– Por favor, sácalo -insistió, notando cómo vacilaba.

– Está bien -dije-, pero agárrate al asiento. Te va a doler. Acerqué la otra silla lo bastante para evitar que me diera una patada en la entrepierna y me senté.

– ¿Lista?

Cerró los ojos y asintió.

La primera vuelta en sentido contrario a las agujas del reloj le cubrió la cara de un brillante tono escarlata. Luego chilló con cada partícula de aire de sus pulmones. Gracias a Dios, a la segunda vuelta se desmayó. Observé un momento la cosa que tenía entre las manos y luego la lancé contra el hombre cuyas orejas había golpeado. Tendido en un rincón, con una respiración entrecortada entre gemidos, el torturador de Veronika parecía estar muy mal. El golpe había sido brutal, y aunque nunca lo había usado antes, sabía por mi entrenamiento militar que a veces llegaba a provocar una hemorragia cerebral mortal.

La rodilla de Veronika sangraba abundantemente. Miré a ver si encontraba algo con que vendarle la herida y decidí hacerlo con la camisa del hombre al que había dejado sordo. Fui hasta él y se la arranqué.

Después de plegar la camisa, la apreté fuerte contra la rodilla y luego utilicé las mangas para atarla fuertemente. Cuando el vendaje estuvo acabado, era un bonito ejemplo de práctica de primeros auxilios. Pero la respiración de Veronika se había vuelto superficial y no tenía ninguna duda de que iba a necesitar una camilla para sacarla de allí.

Para entonces, ya habían pasado casi quince minutos desde mi señal a Belinsky y seguía sin oírse nada que indicara que hubiera pasado algo. ¿Cuánto tiempo podían necesitar para entrar? No había oído ni un grito que indicaraque quizá habían encontrado alguna resistencia. Con gente como el letón por allí, me parecía que era demasiado esperar que Müller y Nebe hubieran sido arrestados sin lucha.

König gimió y movió la pierna débilmente, como un insecto al que le han dado con el matamoscas. Aparté al perro de una patada y me incliné para echarle una mirada. La piel de debajo del bigote se había vuelto de un color oscuro y lívido y, a juzgar por la cantidad de sangre que tenía en las mejillas, supuse que le habría desprendido el cartílago nasal de la parte superior de la mandíbula.

– Supongo que pasará bastante tiempo antes de que disfrutes de otro puro -dije sombrío.

Me saqué la Mauser de König del bolsillo y comprobé la recámara. A través del agujero de inspección vi el brillo familiar de un cartucho de ignición central. Uno en la recámara. Saqué el cargador y vi otros seis pulcramente alineados como si fueran cigarrillos. Volví a colocar el cargador en su sitio golpeándolo con la palma de la mano y luego hice lo mismo con el percutor. Era hora de averiguar qué había pasado con Belinsky.

Subí las escaleras del sótano, me detuve detrás de la puerta un momento y escuché. Por un momento pensé que oía una respiración entrecortada, y luego comprendí que era la mía. Levanté la pistola a la altura de la cabeza, deslicé el seguro con la uña del pulgar y crucé la puerta.

Durante una décima de segundo vi al gato negro del letón y luego sentí lo que parecía ser todo el techo que se me desplomaba encima. Oí un pequeño ruido, como el «pop» de una botella de champán al abrirse, y casi me eché a reír al darme cuenta de que lo único que mi conmocionada mente era capaz de descodificar era el sonido de la pistola al dispararse involuntariamente en mi mano. Atontado como un salmón en tierra, yacía en el suelo. El cuerpo me zumbaba como si fuera un cable telefónico. Demasiado tarde recordé que, a pesar de su tamaño, el letón se movía con una notable ligereza. Se arrodilló a mi lado y me sonrió a la cara antes de blandir la cachiporra de nuevo.

Y entonces se hizo la oscuridad.

35

Había un mensaje esperándome. Estaba escrito en letras mayúsculas, como para subrayar su importancia. Me esforcé en enfocar la mirada, pero el mensaje no paraba de moverse. Borrosamente, fui descifrando las letras una a una. Era laborioso, pero no tenía otra opción. Finalmente, uní las letras. El mensaje decía: «CARE USA». De alguna manera, me parecía importante, aunque no acertaba a comprender por qué. Pero luego vi que esta era solo una parte del mensaje, la segunda parte, además. Controlé las náuseas y me esforcé por leer la primera parte, que estaba codificada: «GR.WT 26 lbs.CU.FT.O'IO». ¿Qué querría decir? Seguía tratando de descifrar el código cuando oí pasos y luego el sonido de la llave girando en la cerradura.

La cabeza se me aclaró dolorosamente cuando me levantaron dos pares de fuertes manos. Uno de los hombres le dio una patada al paquete vacío de CARE para quitarlo de en medio cuando me sacaron casi en volandas por la puerta.