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Me dolía tanto el cuello y el hombro que se me puso la piel de gallina en cuanto me cogieron por debajo de los brazos, que ahora me daba cuenta que estaban esposados delante de mí. Me retorcí con desesperación y traté de volver al suelo, donde me había sentido cómodo en comparación. Pero siguieron cogiéndome y resistirme sólo hacía que el dolor fuera más intenso, así que los dejé que me arrastraran por un pasillo corto y húmedo, por delante de un par de toneles rotos, y me subieran unos cuantos peldaños hasta una enorme cuba de roble. Los dos hombres me sentaron bruscamente en una silla.

Una voz, la voz de Müller, les ordenó que me dieran un poco de vino.

– Quiero que esté totalmente consciente cuando lo interroguemos.

Alguien me llevó un vaso a los labios y me inclinó la cabeza. Cuando el vaso estuvo vacío noté sabor de sangre en la boca. Escupí hacia adelante, sin importarme dónde.

– Material barato -me oí graznar-. Vino para cocinar.

Müller se rió y yo volví la cabeza hacia el sonido. Las bombillas desnudas solo daban una luz tenue, pero incluso así me hicieron daño en los ojos. Apreté los párpados con fuerza y luego los volví a abrir.

– Bien -dijo Müller-, todavía le queda algo dentro. Lo necesitará para contestar a mis preguntas, Herr Gunther, selo aseguro.

Müller estaba sentado en una silla con las piernas y los brazos cruzados. Parecía alguien a punto de presenciar una audición. Sentado a su lado, y con un aspecto bastante menos relajado que el del antiguo jefe de la Gestapo, estaba Nebe. Y a su lado se sentaba König, con una camisa limpia y sosteniendo un pañuelo contra la nariz y la boca, como si tuviera un fuerte ataque de fiebre del heno. En el suelo, a sus pies, estaba Veronika. Estaba inconsciente y, salvo por el vendaje de la rodilla, completamente desnuda. Igual que yo, también estaba esposada, aunque su palidez indicaba que eso era una precaución completamente innecesaria.

Volví la cabeza a la izquierda. A unos pocos metros estaba el letón y otro matón a quien no había visto antes. El letón sonreía, entusiasmado sin duda ante la expectativa de mi mayor humillación posterior.

Estábamos en el más grande de los edificios anexos. A través de las ventanas, la noche contemplaba lo que sucedía con oscura indiferencia. Desde algún lugar me llegaba el lento latido de un generador. Me dolía mover la cabeza o el cuello y, en realidad, era más cómodo volver a mirar a Müller.

– Pregunte todo lo que quiera -dije-, no me sacará nada.

Pero incluso en el momento de hablar, sabía que entre las expertas manos de Müller tenía tantas posibilidades de no decírselo todo como de nombrar al próximo papa.

Encontró mi bravata lo bastante absurda como para reírse y negar con la cabeza.

– Hace ya unos cuantos años que no me encargo de un interrogatorio -dijo con un tono que sonaba a nostalgia-. No obstante, creo que descubrirá que no he perdido mi toque.

Müller miró a Nebe y a König como buscando su aprobación y ambos asintieron sombríamente.

– Apuesto a que ganó premios por ese toque, bastardo de medio pelo.

Al oírme, el letón se animó a pegarme fuerte en la cara. La súbita sacudida de la cabeza me envió un dolor atroz hasta las uñas de los pies y me hizo chillar.

– No, no, Rainis -dijo Müller como si hablara con un niño-, tenemos que dejar hablar a Herr Gunther. Puede queahora nos insulte, pero finalmente nos dirá todo lo que queremos saber. Por favor, no le pegues si yo no te lo ordeno.

Nebe habló.

– No sirve de nada, Bernie. Fräulein Zartl nos lo ha contado todo sobre cómo tú y ese norteamericano os deshicisteis del cuerpo del pobre Heim. Me preguntaba el porqué de tu curiosidad por ella. Ahora lo sabemos.

– De hecho, ahora sabemos mucho -dijo Müller-. Mientras estaba durmiendo la siesta, Arthur se hizo pasar por policía a fin de tener acceso a sus habitaciones. -Sonrió con petulancia-. No le resultó muy difícil. ¡Los austríacos son una gente tan dócil, tan respetuosa de la ley! Arthur, cuéntale a Herr Gunther lo que has descubierto.

– Tus fotografías, Heinrich. Supongo que el norteamericano se las debió de dar. ¿Qué me dices, Bernie?

– Vete al diablo.

Nebe continuó, impertérrito.

– También había un boceto de la lápida de la tumba de Martin Albers. ¿Recuerda aquel desgraciado asunto, Herr Doktor?

– Sí -dijo Müller-, fue un descuido imperdonable por parte de Max.

– Me atrevería a decir que ya habrás adivinado que Max Abs y Martín Albers eran una y la misma persona, Bernie. Era un hombre anticuado y muy sentimental. No podía fingir que estaba muerto, como el resto de nosotros. No, tenía que tener una lápida para conmemorar su fallecimiento, para hacer que pareciera respetable. Realmente, muy vienés, ¿no te parece? Supongo que fuiste tú quien les diste el aviso a los PM de que Max iba a llegar a Munich. Por supuesto, tú no podías saber que Max llevaba varios juegos de papeles y permisos de viaje. Verás, los documentos eran la especialidad de Max. Era un maestro falsificador. Como antiguo jefe de la sección clandestina de Budapest, era uno de los mejores en su especialidad.

– Supongo que fue otro de los conspiradores fallidos contra Hitler -dije-. Otra anotación falsa en la lista de los que fueron ejecutados. Igual que tú, Arthur. Tengo que reconocértelo, has sido muy listo.

– Eso fue idea de Max -dijo Nebe-. Ingenioso, sí, pero con la ayuda de König no muy difícil de organizar. Verás, König mandaba el escuadrón de ejecuciones de Plotzensee y colgaba a conspiradores a cientos. Él nos proporcionótodos los detalles.

– Así como los ganchos de carnicero y los cables de piano, sin duda.

– Herr Gunther -dijo de forma ininteligible a través del pañuelo apretado contra la nariz-, espero poder hacer lo mismo por usted.

Müller frunció el ceño.

– Estamos malgastando el tiempo -dijo con tono de eficiencia-. Nebe le dijo a su casera que la policía austríaca creía que lo habían raptado los rusos. Después de eso, fue de la máxima ayuda. Por lo que parece, sus habitaciones las paga Ernst Liebl. Ahora sabemos que ese hombre es el abogado de Emil Becker. Nebe es de la opinión de que lo contrataron a usted para que viniera a Viena y tratara de exculpar a Becker del asesinato del capitán Linden. Yo también comparto esa opinión. Todo encaja, por así decir.

Müller asintió con la cabeza en dirección a uno de los dos matones, que avanzó y cogió a Veronika entre sus brazos, del tamaño de torres eléctricas. Ella no hizo ningún movimiento y, salvo porque su respiración se volvió más ruidosa y más difícil cuando la cabeza se le inclinó hacia atrás, uno podría haber pensado que estaba muerta. Parecía como si la hubieran drogado.

– ¿Por qué no la deja fuera de esto, Müller? -dije-. Le diré todo lo que quiere saber.

Müller fingió estar desconcertado.

– Eso, seguramente, es lo que está por ver. -Se levantó, al igual que Nebe y König-. Trae aquí a Herr Gunther, Rainis.

El letón me puso de pie de un tirón. El esfuerzo de verme obligado a ponerme de pie hizo que me sintiera mareado. Me arrastró unos metros hasta colocarme al lado de una gran cuba circular de roble, con las dimensiones de un estanque para peces de grandes dimensiones, que estaba hundida en el suelo. La cuba estaba unida a una placa rectangular de acero que tenía dos alas semicirculares de madera, como las alas de una gran mesa de comedor, por una gruesa columna de acero que se alzaba hacia el techo. El matón que llevaba a Veronika bajó al fondo de la cuba y la depositó allí. Luego salió y tiró de las dos hojas de roble de la placa hasta hacer que formaran un perfecto círculo mortal.

– Es una prensa para vino -dijo Müller con total naturalidad.

Me debatí débilmente entre los enormes brazos del letón, pero no podía hacer nada. Me pareció que tenía el hombro o la clavícula rotos. Les dediqué varios insultos y Müller asintió, aprobador.