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Veronika desapareció de la vista cuando la prensa se cerró sobre el borde de la cuba. Solo le quedaban dos o tres metros de vida.

– Maldito sea, no sabíamos por qué.

La voz de Müller era lenta y tranquila, como la de un cirujano.

– Tenemos que estar seguros, Herr Gunther. Déjeme que le repita la pregunta…

– No lo sé…

– ¿Por qué era necesario que matáramos a Linden?

Negué con la cabeza, desesperado.

– Dígame la verdad. ¿Qué sabe usted? No está siendo justo con esta joven. Díganos qué averiguó.

El agudo chirrido de la máquina aumentó de intensidad. Me recordó el sonido del ascensor de mi vieja oficina de Berlín. El sitio donde debía haberme quedado.

– Herr Gunther -la voz de Müller tenía un gramo de urgencia-, por el bien de esa pobre chica, se lo ruego.

– Por el amor de Dios…

Miró al matón del panel de control y negó con aquella cabeza suya con un corte de pelo tan perfecto.

– No puedo decirle nada -grité.

La prensa se estremeció al encontrar el obstáculo vivo. El quejido mecánico se elevó brevemente un par de octavas mientras se deshacía la resistencia a la fuerza hidráulica y luego volvió a su tono anterior hasta que, por fin, la prensa llegó al final de su cruel viaje. El ruido se apagó después de otro ademán de Müller.

– ¿No puede o no quiere, Herr Müller?

– Hijo de puta -dije, sintiéndome de repente enfermo de asco-, hijo de puta cruel y sanguinario.

– No creo que haya sentido gran cosa -dijo con estudiada indiferencia-. Estaba drogada. Que es más de lo que usted estará cuando repitamos este pequeño ejercicio dentro de… -miró el reloj- digamos doce horas. Tiene hasta entonces para reflexionar. -Miró por encima del borde de la cuba-. No puedo prometer que lo mataré directamente, claro. No como a la chica. Quizá quiera estrujarlo dos o tres veces antes de esparcirlo por los campos. Justo igual que las uvas. En cambio, si me dice lo que quiero saber, puedo prometerle una muerte menos dolorosa. Una píldora sería mucho menos angustiosa para usted, ¿no cree?

Sentí que en mis labios se formaba una mueca de desprecio. A Müller se le crispó el rostro con irritación cuando empecé a jurar insultándolo.

– Rainis -dijo-, puedes pegar a Herr Gunther solo una vez antes de devolverlo a sus habitaciones.

36

De vuelta en la celda, me froté la costilla flotante por encima del hígado que el letón de Nebe había escogido para un puñetazo horriblemente doloroso. Al mismo tiempo, traté de atenuar las luces del recuerdo de lo que acababa de pasarle a Veronika, pero sin éxito.

Había conocido a hombres torturados por los rusos durante la guerra. Recordaba que decían que lo más horrible era la incertidumbre; pensar en si ibas a morir o si podrías soportar el dolor. No había duda de que eso era absolutamente cierto. Uno de ellos me había descrito una forma de reducir el dolor. Respirar profundamente y tragar podía provocar un aturdimiento que era en parte anestésico. El único problema era que también le había dejado a mi amigo una propensión a sufrir unos ataques de hiperventilación que finalmente le provocaron un fatal ataque al corazón.

Me maldije por mi egoísmo. Una chica inocente, que ya había sido víctima de los nazis, había sido asesinada por haber tenido algo que ver conmigo. En algún lugar de mi interior una voz me replicó que había sido ella quien me había pedido ayuda y que también la habrían torturado y matado sin mi participación. Pero no estaba de humor para tratarme con suavidad. ¿No había nada más que pudiera haberle dicho a Müller sobre la muerte de Linden que quizá le habría satisfecho? ¿Y qué le diría cuando me llegara el turno? De nuevo el egoísmo. Pero no había forma de evitar los ojos de serpiente de mi egocentrismo. No quería morir. Y lo más importante, no quería morir de rodillas rogando piedad como si fuera un héroe de guerra italiano.

Dicen que la inminencia del dolor proporciona al cerebro la más pura ayuda para concentrarse. Sin duda, Müller debía de haberlo sabido. Pensar en la píldora letal que me había prometido si le decía lo que quería saber me ayudó a recordar algo vital. Retorciendo las manos esposadas, busqué al fondo del bolsillo de los pantalones y saqué el forro con el meñique, dejando que las dos píldoras que me había llevado de la consulta de Heim me rodaran a la palma de la mano.

Ni siquiera estaba seguro de por qué las había cogido. Quizá fue la curiosidad. O quizá un impulso subconscienteque me dijo que yo mismo podría necesitar un mutis indoloro. Durante un largo rato me limité a contemplar fijamente las diminutas cápsulas de cianuro con una mezcla de alivio y horrible fascinación. Al cabo de un tiempo escondí una de las píldoras dentro del dobladillo del pantalón, lo cual me dejaba la que había decidido guardarme en la boca… la que con toda probabilidad me mataría. Con una apreciación de la ironía que se veía muy exagerada por mi situación, me dije que tenía que estarle agradecido a Arthur Nebe por haber desviado aquellas píldoras mortales desde los agentes secretos para las que habían sido creadas hasta los altos rangos de las SS y de ellos a mí. Quizá la píldora que tenía en la mano había sido la del propio Nebe. Es de ese tipo de especulaciones, por improbables que sean, de las que está formada la filosofía de un hombre en las últimas horas que le quedan.

Me deslicé la píldora en la boca y la sujeté con cautela entre las muelas traseras. Cuando llegara el momento, ¿tendría las agallas de morderla? Con la lengua empujé la píldora por encima de los dientes y al fondo de la mejilla. Me froté la cara con los dedos y pude notarla a través de la carne. ¿La vería alguien? La única luz de la celda procedía de una bombilla desnuda fijada a una de las estanterías de madera que, por lo que parecía, no tenían nada más que telarañas. De todos modos, no podía dejar de pensar que el contorno de la píldora dentro de la boca era muy visible.

Cuando oí el roce de una llave en la cerradura, comprendí que pronto lo averiguaría.

El letón entró sujetando su enorme Colt con una mano y una pequeña bandeja en la otra.

– Apártate de la puerta -dijo con voz pastosa.

– ¿Qué es esto? -dije deslizándome hacia atrás sobre la espalda-. ¿Una comida? Quizá podrías decirle a la dirección que lo que más me gustaría sería un cigarrillo.

– Tienes suerte de que te den algo -gruñó. Con cuidado se puso en cuclillas y dejó la bandeja en el polvoriento suelo. Había una jarra con café y un trozo grande de strudel-. El café está recién hecho. Y el strudel está hecho en casa.

Durante un breve y estúpido segundo pensé en lanzarme contra él, pero recordé enseguida que un hombre en miscondiciones de debilidad podía lanzarse con tanta velocidad como una cascada helada. Y no hubiera tenido más posibilidades de dominar al enorme letón que de convencerle para que tuviéramos un diálogo socrático. No obstante, él pareció percibir algún ramalazo de esperanza en mi cara, aunque la píldora que descansaba en la mejilla seguía sin ser descubierta.

– Adelante -dijo-, inténtalo. Me gustaría que lo hicieras. Me gustaría volarte el hueso de la rodilla.

Riendo como un oso pardo retrasado, retrocedió de espaldas, saliendo de la celda y cerrando de un fuerte portazo.

Por su tamaño, me parecía que Rainis era de los que disfrutan comiendo. Cuando no estuviera matando o haciendo daño a alguien, probablemente ese sería su único placer verdadero. Puede que incluso fuera algo glotón. Se me ocurrió que si dejaba el strudel sin tocarlo, quizá Rainis fuera incapaz de resistirse a comérselo, que si pusiera una de mis cápsulas de cianuro dentro del relleno entonces, más tarde, quizá mucho después de que yo hubiera muerto, el estúpido letón se comería mi pastel y moriría. Me dije que quizá fuera un pensamiento reconfortante en el momento de dejar este mundo, la idea de que él me seguiría rápidamente.