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Poroshin negó con la cabeza.

– Lo ha entendido mal. No tiene problemas con nosotros, sino con los estadounidenses. Para ser preciso, con su policía militar en Viena.

– O sea que, si ustedes no lo han cogido y los estadounidenses sí, es que, de verdad, ha cometido un delito.

Poroshin dejó pasar mi sarcasmo.

– Lo han acusado del asesinato de un oficial estadounidense, un capitán del ejército.

– Bueno, todos hemos sentido ganas de hacer algo así en algún momento. -Hice un gesto de negación ante la mirada interrogadora de Poroshin-. No importa.

– Lo que importa es que Becker no lo mató -dijo con firmeza-. Es inocente. Sin embargo, los estadounidenses tienen pruebas sólidas y, sin ninguna duda, lo colgarán si alguien no hace algo para ayudarlo.

– No veo qué puedo hacer yo.

– Quiere contratarlo, en calidad de detective privado, naturalmente. Para probar su inocencia. Y le pagará generosamente; tanto si pierde como si gana, una suma de cinco mil dólares.

Se me escapó un silbido.

– Eso es un montón de dinero.

– La mitad a pagar ahora, en oro. El resto se le pagará a su llegada a Viena.

– ¿Y cuál es su interés en esto, coronel?

Tensó los músculos dentro del apretado cuello de su inmaculada guerrera.

– Como le he dicho, Becker es un amigo.

– ¿Le importa explicarme por qué?

– Me salvó la vida, Herr Gunther. Tengo que hacer todo lo que pueda por ayudarlo. Pero, como comprenderá, me resultaría políticamente difícil hacerlo de un modo oficial.

– ¿Cómo es que conoce tan bien los deseos de Becker en este asunto? Me cuesta imaginar que le telefonea desde una prisión estadounidense.

– Tiene un abogado, por supuesto. Fue el abogado de Becker quien me pidió que tratara de encontrarlo a usted para pedirle que ayudara a su viejo camarada.

– Nunca fue mi camarada. Es cierto que en una ocasión trabajamos juntos. Pero no somos «viejos camaradas».

Poroshin se encogió de hombros.

– Como quiera.

– Cinco mil dólares. ¿De dónde saca Becker cinco mil dólares?

– Es un hombre de recursos.

– Es una forma de decirlo. ¿Qué hace ahora?

– Dirige una empresa de importación y exportación aquí y en Viena.

– Un eufemismo muy elegante. Mercado negro, supongo.

Poroshin asintió, excusándose, y me ofreció otro cigarrillo de su pitillera de oro. Lo fumé con parsimonia, pensando qué pequeño porcentaje de todo esto sería trigo limpio.

– Bien, ¿qué me dice?

– No puedo hacerlo -dije finalmente-. Primero le daré la razón cortés.

Me puse en pie y fui hasta la ventana. En la calle había un BMW nuevo y reluciente con un banderín de la Unión Soviética en el capó; apoyado en él había un soldado del Ejército Rojo, grande y con aspecto duro.

– Coronel Poroshin, no habrá escapado a su atención que cada vez es más difícil entrar y salir de esta ciudad. Después de todo, ustedes tienen Berlín rodeado por medio Ejército Rojo. Pero al margen de las restriccionescorrientes para viajar que afectan a los alemanes, las cosas parecen haber empeorado bastante en estas últimas semanas, incluso para sus llamados aliados. Y con tantas personas desplazadas tratando de entrar en Austria ¿legalmente, a los austríacos no les molesta en absoluto que no se fomenten los viajes. Bueno, esa es la razón cortés.

– Pero todo eso no es un problema -dijo Poroshin tranquilamente-. Por un viejo amigo como Emil, tiraré de unos cuantos hilos con mucho gusto. Vales de ferrocarril, pases rosa, billetes… todo eso puede arreglarse fácilmente. Puede confiar en mí para hacer todos los arreglos necesarios.

– Bueno, supongo que esa es la segunda razón por la que no voy a hacerlo. La menos cortés. No confio en usted, coronel. ¿Por qué tendría que hacerlo? Habla de tirar de unos cuantos hilos para ayudar a Emil. Pero le sería igual de fácil tirar de ellos en sentido contrario. Las cosas son bastante inestables a su lado de la valla. Conozco a alguien que volvió de la guerra y se encontró a unos cargos del partido comunista viviendo en su casa, personas para las que nada era más fácil que tirar de unos cuantos hilos a fin de asegurarse de que lo encerraran en un manicomio y así poder quedarse con la casa.

»Y hace solo un mes o dos, dejé a un par de amigos bebiendo en un bar de su sector de Berlín, para enterarme más tarde de que unos minutos después de haberme marchado fuerzas soviéticas habían rodeado el lugar y obligado a todos los que estaban allí a cumplir un par de semanas de trabajos forzados.

»Así que, coronel, se lo repito: no me fio de usted y no veo razón alguna por la que debiera fiarme. Por lo que sé, podrían arrestarme en cuanto pusiera los pies en su sector.

Poroshin soltó una carcajada.

– Pero ¿por qué? ¿Por qué tendríamos que arrestarlo?

– Nunca he visto que necesitaran muchas razones -me encogí de hombros, exasperado-. Quizá porque soy detective privado. Para el MVD eso es casi tanto como ser un espía estadounidense. Se dice que el antiguo campo deconcentración de Sachsenhausen, en el que su gente sustituyó a los nazis, ahora está lleno de alemanes acusados de espiar para los estadounidenses.

– Si me permite una pequeña arrogancia, Herr Gunther, ¿piensa en serio que yo, un palkovnik del MVD, consideraría la cuestión de engañarlo y detenerlo más importante que los asuntos de la Junta Aliada de Control?

– ¿Es usted miembro de la Kommendatura? -dije sorprendido.

– Tengo el honor de ser oficial de Inteligencia del gobernador militar adjunto soviético. Puede preguntarlo en el cuartel general en la Elsholzstrasse si no me cree. -Hizo una pausa, esperando alguna reacción por mi parte-. Venga, ¿qué me contesta?

Cuando seguí sin decir nada, suspiró y meneó la cabeza.

– Nunca les entenderé a ustedes, los alemanes.

– Pues habla el alemán muy bien. No olvide que Marx era alemán.

– Sí, y también judío. Sus compatriotas dedicaron doce años a tratar de hacer que esas dos circunstancias fueran mutuamente excluyentes. Esa es una de las cosas que no comprendo. ¿Ha cambiado de opinión?

Negué con la cabeza.

– Muy bien.

El coronel no mostraba señales de que le irritara mi negativa. Miró el reloj y se puso en pie.

– Tengo que marcharme -dijo. Sacando un cuaderno de notas, empezó a escribir algo en un papel-. Si llega a cambiar de opinión me encontrará en este número de Karlshorst. Es el 55 16 44. Pregunte por la sección especial de Seguridad del general Kaverntsev. Y aquí tiene también el número de mi casa: 05 00 19.

Poroshin sonrió y señaló la nota con la cabeza cuando la cogí.

– Si llegaran a arrestarlo los estadounidenses, yo que usted no dejaría que vieran eso. Probablemente pensarían que era un espía.

Seguía riéndose de sus propias palabras mientras bajaba las escaleras.

5

Para los que habían creído en la Patria, no era la derrota lo que desmentía esa vision patriarcal de la sociedad, sino la reconstrucción. Y con el ejemplo de Berlín, arruinado por la vanidad de los hombres, se podía aprender la lección de que cuando se ha librado una guerra, cuando los soldados han muerto y los muros están destruidos, a una ciudad la constituyen sus mujeres.

Anduve hacia un cañón de granito gris que podría haber ocultado una mina muy explotada, desde donde un corto convoy de camiones cargados de ladrillos surgía, incluso en aquel mismo momento, bajo la supervisión de un grupo de mujeres desescombradoras. En el lateral de uno de sus camiones, alguien había escrito con tiza: «No hay tiempo para el amor». El recordatorio no era necesario, a juzgar por sus caras polvorientas y sus cuerpos de luchadoras. Pero tenían un ánimo tan grande como sus bíceps.