– Este es el mayor Breen -dijo señalando al de más edad de los dos hombres-, y este el capitán Medlinskas.
Así pues, investigadores; pero ¿de qué organización?
– ¿Qué son ustedes, estudiantes de medicina?
Shields sonrió, vacilante.
– Les gustaría hacerle algunas preguntas. Les ayudaré en la traducción.
– Dígales que me encuentro mucho mejor y agradézcales las uvas. ¿Uno de ellos podría traerme el orinal?
Shields no me hizo caso. Acercaron tres sillas y se sentaron, como los jueces en una exhibición de perros, con Shields más cerca de mí. Abrieron los portafolios y sacaron sus blocs.
– Quizá debería llamar a mi picapleitos.
– ¿Es necesario? -dijo Shields.
– Dígamelo usted. Observando a esos dos, no me parecen un par de turistas estadounidenses que quieren saber cuáles son los mejores sitios de Viena para codearse con chicas guapas.
Shields tradujo mi preocupación a los otros dos, y el de más edad gruñó y dijo algo sobre los criminales.
– El mayor dice que no se trata de un asunto criminal -informó Shields-, pero que si quiere un abogado, podemos llamarlo.
– Si no es un asunto criminal, ¿por qué estoy en un hospital militar?
– Cuando lo sacaron del coche llevaba puestas unas esposas -suspiró Shields-, había una pistola en el suelo y una metralleta en el maletero. No iban a llevarlo a una maternidad.
– En cualquier caso, no me gusta. No crea que este vendaje que llevo en la cabeza les da derecho a tratarme como a un idiota. Y además, ¿quién es esta gente? A mí me parecen espías. Reconozco el perfil; puedo oler la tinta invisible de sus dedos. Dígaselo. Dígales que la gente del CIC y del Crowcass me producen acidez de estómago porque confié en uno de los suyos y me pillé los dedos. Dígales que no estaría echado aquí si no hubiera sido por un agenteestadounidense llamado Belinsky.
– Es de eso de lo que quieren hablarle.
– ¿Ah, sí? Bueno, puede que me sintiese mejor si dejaran esos blocs de notas.
Parecieron comprender lo que decía. Se encogieron de hombros los dos a la vez y devolvieron los blocs a los portafolios.
– Una cosa más -dije-. Tengo mucha experiencia en interrogatorios. Recuérdenlo. Si empiezo a tener la impresión de que me están manipulando para luego presentar cargos criminales contra mí, entonces la entrevista se habrá acabado.
El hombre de más edad, Breen, se removió en la silla y se cogió una rodilla con las manos, lo cual no le hizo parecer más guapo. Cuando habló, su alemán no era tan malo como yo había imaginado.
– No hay ninguna objeción -dijo tranquilamente.
Y entonces empezó. El mayor me hizo casi todas las preguntas, mientras que el otro asentía y nos interrumpía ocasionalmente, en su mal alemán, para pedirme que le aclarara un comentario. Durante dos horas respondí a sus preguntas o las eludí, negándome solo a contestar directamente en un par de ocasiones, cuando me pareció que habían traspasado la raya de nuestro acuerdo. Poco a poco, sin embargo, empecé a percibir que lo que más les interesaba de mí era el hecho de que ni el CIC 970 en Alemania ni el 430 en Austria sabían nada de un tal John Belinsky. Tampoco había ningún John Belinsky relacionado, aunque fuera remotamente, con el registro central de crímenes de guerra y sospechosos de espionaje del ejército de Estados Unidos. La policía militar no tenía a nadie con ese nombre y el ejército tampoco. Sí que había un John Belinsky en las fuerzas aéreas, pero tenía casi cincuenta años, y la armada tenía tres John Belinsky, todos los cuales estaban navegando, igual que yo navegaba en un mar de dudas.
Sobre la marcha los dos estadounidenses me sermonearon sobre la importancia de tener la boca cerrada respecto a lo que había averiguado sobre la Org y su relación con el CIC. Nada podía convenirme más y lo interpreté como unaseñal clara de que en cuanto estuviera bien me permitirían marcharme. Pero mi alivio se vio atemperado por mi intensa curiosidad sobre quién era en realidad John Belinsky y qué había esperado conseguir. Ninguno de mis interrogadores me hizo partícipe de sus opiniones. Pero, naturalmente, yo tenía mis propias ideas.
En las semanas que siguieron, Shields y los dos estadounidenses vinieron al hospital varias veces más para continuar con sus indagaciones. Siempre eran exquisitamente educados, hasta llegar a ser casi cómicos; y sus preguntas siempre eran sobre Belinsky. ¿Qué aspecto tenía? ¿De qué parte de NuevaYork había dicho que procedía? ¿Podía acordarme de la matrícula de su coche?
Les conté todo lo que recordaba de él. Registraron su habitación en el Sacher y no encontraron nada; había desaparecido el mismo día en que se suponía que tenía que acudir con la caballería a Grinzing. Vigilaron un par de los bares que, según había dicho, eran sus preferidos. Me parece que incluso les preguntaron a los rusos por él. Cuando trataron de hablar con el oficial georgiano de la PI, el capitán Rustaveli, que nos había arrestado a Lotte Hartmann y a mí siguiendo las instrucciones de Belinsky, resultó que lo habían llamado urgentemente a Moscú.
Por supuesto, era demasiado tarde. El gato ya no estaba encerrado, y lo que ahora estaba claro era que Belinsky había trabajado para los rusos todo el tiempo. No era de extrañar que hubiera exagerado la rivalidad entre el CIC y la policía militar, les dije a mis nuevos amigos estadounidenses. Me consideraba un tío muy listo por haberlo descubierto tan pronto. Era de suponer que, a esas alturas, ya le habría contado a su jefe del MVD todo sobre el reclutamiento de Heinrich Müller y Arthur Nebe por los estadounidenses.
Pero había unos cuantos asuntos sobre los que guardé silencio. El coronel Poroshin era uno de esos asuntos; no quería pensar en lo que sucedería si descubrieran que un oficial de alto rango del MVD había organizado mi viaje Viena. Su curiosidad sobre mis documentos de viaje y mi licencia para la venta de cigarrillos ya fue lo bastante embarazosa. Les dije que había tenido que pagar mucho dinero para sobornar a un oficial ruso y parecieron satisfechos con esa explicación.
Para mis adentros me preguntaba si mi encuentro con Belinsky siempre habría formado parte del plan de Poroshin. Y las circunstancias de que decidiéramos trabajar juntos… ¿sería posible que Belinsky hubiera matado a aquellos dos desertores rusos como una exhibición en mi beneficio, como un modo de convencerme de su absoluto desagrado hacia todo lo soviético?
Había otra cosa sobre la que guardé un absoluto silencio: la explicación de Arthur Nebe sobre cómo la Org había saboteado el Centro de Documentación de Estados Unidos en Berlín con la ayuda del capitán Linden. Eso, decidí, era problema suyo. No tenía ningún interés en ayudar a un gobierno preparado para colgar a los nazis los lunes, martes y miércoles, y reclutarlos para sus propios servicios de seguridad los jueves, viernes y sábados. En eso, por lo menos, Heinrich Müller acertaba.