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En cuando al propio Müller, el mayor Breen y el capitán Medlinkas se mostraron categóricos sobre que debía de haberme confundido. El antiguo jefe de la Gestapo llevaba mucho tiempo muerto, me aseguraron. Belinsky, insistieron, por las razones que él sabría, me había enseñado la foto de otra persona. La policía militar había registrado muy a fondo la finca vinícola de Nebe en Grinzing y había descubierto que el propietario, un tal Alfred Nolde, estaba en el extranjero, en viaje de negocios. No se encontró ningún cuerpo ni prueba alguna de que se hubiera asesinado a nadie. Y aunque era verdad que existía una organización de antiguos militares alemanes que trabajaba junto a Estados Unidos para impedir que el comunismo internacional siguiera difundiéndose, era, insistieron, del todo inconcebible que esa organización incluyera criminales de guerra nazis fugitivos.

Yo escuchaba impasible todas esas tonterías, demasiado exhausto por todo aquel asunto para importarme mucho que creyeran o, si a eso vamos, lo que querían hacerme creer. Reprimiendo mi primera reacción ante su indiferencia hacia la verdad, que fue mandarlos al infierno, me limitaba a asentir con educación, con unos modales cada vez más auténticamente vieneses. Mostrarme de acuerdo con ellos me parecía el mejor medio para acelerar mi libertad.

Shields, sin embargo, se mostraba menos complaciente. Su ayuda en la traducción se volvía más hosca y poco cooperadora conforme pasaban los días y era evidente que no estaba contento con el hecho de que los dos oficiales parecieran más interesados en ocultar que en revelar las implicaciones de lo que yo le había contado y que él, sin duda, había creído. Con gran irritación por parte de Shields, Breen declaró que estaba satisfecho de que el caso del capitán Linden hubiera llegado a una conclusión satisfactoria. La única satisfacción de Shields solo podía venir de saber que el 796 de la policía militar, todavía escocido como resultado del escándalo de los soviéticos que se habían hecho pasar por PM estadounidenses, ahora tenía algo que echarle en cara al 430 del CIC: un espía ruso que se hacía pasar por miembro del CIC, que disponía de los documentos de identidad apropiados, que se alojaba en un hotel requisado por los militares, que conducía un vehículo registrado a nombre de un oficial estadounidense y entraba y salía a sus anchas por zonas restringidas al personal estadounidense. Yo sabía que eso solo podía ser un pequeño consuelo para un hombre como Roy Shields, un policía con la obsesión bastante corriente de la pulcritud. Me resultaba fácil comprenderlo. Con frecuencia había sentido lo mismo.

En los dos últimos interrogatorios, Shields fue sustituido por otro hombre, un austríaco, y ya no lo volví a ver.

Ni Breen ni Medlinskas me dijeron que habían concluido sus indagaciones. Tampoco me dieron ningún indicio de estar satisfechos con mis respuestas. Dejaron la cuestión en suspenso. Pero así es como actúan los servicios deseguridad.

Durante las siguientes dos o tres semanas me recuperé por completo de mis heridas. Me divirtió y me chocó al mismo tiempo descubrir por medio del médico de la prisión que cuando me ingresaron en el hospital después del accidente tenía gonorrea.

– Para empezar, tuvo una suerte de todos los diablos de que lo trajeran aquí -dijo-, donde tenemos penicilina. Si lo hubieran llevado a cualquier otro sitio que no fuera un hospital militar estadounidense, habrían utilizado Salvarsan, y eso quema como un esputo de Lucifer. Y, además, tuvo suerte de que fuera solo gonorrea y no sífilis rusa. Las putas locales están llenas de eso. ¿Es que ustedes los tudescos no han oído hablar del impermeable inglés?

– ¿Se refiere al capote inglés? Claro que sí, pero no los usamos. Se los damos a los quintacolumnistas nazis, que les hacen agujeros y se los venden a los GI para que se contagien cuando se tiran a nuestras mujeres.

El doctor se echó a reír. Pero yo sabía que en una remota parte de su alma me creía. Era solo uno más entre muchos incidentes similares con que me encontré durante mi recuperación, conforme mi inglés iba mejorando y me permitía hablar con los dos estadounidenses, enfermeros del hospital de la prisión. Porque mientras reíamos y bromeábamos, siempre me parecía que había algo extraño en sus ojos, algo que nunca conseguí identificar.

Y luego, unos días antes de que me dieran el alta, lo comprendí, y al comprenderlo sentí náuseas. Como era alemán, a esos estadounidenses les producía escalofríos. Era como si, cuando me miraban, les pasaran un documental de Belsen y Buchenwald dentro de la cabeza. Y lo que aparecía en sus ojos era una pregunta: «¿Cómo pudisteis permitir que pasara? ¿Cómo pudisteis dejar que una cosa así continuara?».

Quizá, al menos durante varias generaciones, cuando otras naciones nos miren a los ojos será siempre con esa misma pregunta silenciosa en el corazón.

38

Era una agradable mañana de septiembre cuando, vestido con un traje que me venía grande, prestado por los enfermeros del hospital militar, volví a mi pensión en la Skodagasse. La propietaria, Frau Blum-Weiss, me recibió calurosamente, me informó de que mi equipaje estaba guardado en el sótano, me dio una nota que había llegado no hacía ni media hora y me preguntó si quería tomar algo de desayuno. Le dije que sí, y después de agradecerle que hubiera cuidado de mis cosas, le pregunté si le debía algo.

– El doctor Liebl se ha encargado de todo, Herr Gunther -dijo-, pero si quisiera volver a ocupar sus antiguas habitaciones, no hay problema. Están libres.

Como no tenía ni idea de cuándo podría volver a Berlín, le dije que sí.

– ¿El doctor Liebl dejó algún mensaje para mí? -pregunté, aunque ya sabía la respuesta, porque no había hecho ningún intento de ponerse en contacto conmigo durante mi estancia en el hospital militar.

– No -dijo-, ningún mensaje.

Luego me acompañó a mis viejas habitaciones e hizo que su hijo me subiera el equipaje. Volví a darle las gracias y le dije que tomaría el desayuno en cuanto me hubiera puesto mi propia ropa.

– Está todo ahí -dijo mientras su hijo colocaba las maletas en la mesa para equipajes-. Tengo un recibo por las pocas cosas que se llevó la policía, papeles y esa clase de cosas.

Luego sonrió amablemente, me deseó de nuevo una estancia agradable y cerró la puerta al salir. Con una actitud típicamente vienesa, no había mostrado ningún deseo de saber qué me había ocurrido desde el último día que estuve en su casa.

En cuando salió de la habitación, abrí las maletas y encontré, casi con estupefacción y con mucho alivio, que seguía en posesión de mis dos mil quinientos dólares en metálico y mis varios cartones de cigarrillos. Me tumbé en la cama y me fumé un Memphis con algo que se acercaba al deleite.

Abrí la nota mientras tomaba el desayuno. Contenía solo una corta frase y estaba escrita en cirílico: «Reúnase conmigo en la Kaisergruft hoy a las once de la mañana». La nota no llevaba firma, pero apenas era necesario. CuandoFrau Blum-Weiss volvió a mi mesa para recoger las cosas del desayuno, le pregunté quién la había entregado.

– Era un escolar, Herr Gunther -dijo recogiendo los cubiertos en una bandeja-, un escolar corriente.

– Tengo que reunirme con alguien -expliqué- en la Kaisergruft. ¿Dónde está?

– ¿La Cripta Imperial? -Se secó la mano en un delantal bien almidonado como si estuviera a punto de conocer al propio káiser y se persignó. La mención de la realeza siempre parecía hacer que los vieneses se mostraran doblemente respetuosos-. Está en la iglesia de los capuchinos, en el lado oeste del Neuer Markt. Pero vaya temprano, Herr Gunther. Solo abren por la mañana, de las diez a las doce. Estoy segura de que la encontrará muy interesante.