– Lleva allí ya quince minutos -dijo-. Será mejor que no la haga esperar mucho más. Una mujer tan atractiva como ella, sola en una ciudad como Viena… Hoy en día hay que tener mucho cuidado. Son tiempos difíciles.
– Está usted lleno de sorpresas, coronel -le dije-. Hace cinco minutos estaba dispuesto a matarme por nada más tangible que su indigestión y ahora me está diciendo que ha traído a mi mujer desde Berlín. ¿Por qué me ayuda de esta manera? Ya nye paneemayoo, no lo entiendo.
– Digamos que es parte de todo ese vano romanticismo del comunismo, vot i vsyo, eso es todo. -Entrechocó lostacones como un buen prusiano-. Adiós, Herr Gunther. ¿Quién sabe? Cuando acabe lo de Berlín, quizá volvamos a encontrarnos.
– Espero que no.
– Lo lamento. Un hombre de su talento…
Luego se dio media vuelta y se marchó.
Salí de la Cripta Imperial con tanto brío como Lázaro al salir de la tumba. En el exterior, en el Neuer Markt, había todavía más gente mirando la extraña terraza de cafetería que no tenía café. Entonces vi la cámara y los focos y, al mismo tiempo, distinguí a Willy Reichmann, el pequeño jefe de producción pelirrojo de los Estudios Sievering. Estaba hablando en inglés con otro hombre que llevaba un megáfono. Seguramente se trataba de la película inglesa de la que me había hablado Willy; aquella que tenía como requisito previo las ruinas cada vez más raras de Viena. La película en la que le habían dado un papel a Lotte Hartmann, la chica que me había contagiado una gonorrea bien merecida.
Me detuve a mirar un momento, preguntándome si vería a la chica de König, pero no había señales de ella. Pensé que no era probable que se hubiera ido de Viena con él, desperdiciando su primer papel en la pantalla.
Uno de los mirones dijo:
– ¿Qué diablos están haciendo?
Y otro respondió:
– Se supone que es un café, el Café Mozart.
Una cascada de risas surgió de la muchedumbre.
– ¿Aquí? -dijo otra voz.
– Por lo que parece, les gusta más la vista que hay aquí -replicó una cuarta-. Es lo que llaman licencia poética.
El hombre del megáfono pidió silencio, ordenó rodar a las cámaras y luego dijo «Acción». Dos hombres, uno de los cuales llevaba un libro como si se tratara de algún tipo de icono religioso, se estrecharon la mano y se sentaron a una de las mesas.
Dejando que la muchedumbre mirara lo que sucedía a continuación, me encaminé rápidamente hacia el sur, hacia el verdadero Café Mozart y hacia la esposa que me esperaba allí.
Nota del autor
En 1988 Ian Sayer y Douglas Botting, que estaban recopilando una historia del cuerpo de contraespionaje estadounidense titulada America's Secret Army: The untold story of the Counter-Intelligence Corps, fueron requeridos por un organismo investigador del gobierno de Estados Unidos para que verificaran un informe compuesto por documentos firmados por agentes del CIC en Berlín, hacia finales de 1948, relacionados con el empleo de Heinrich Müller como asesor del CIC. El informe señalaba que los agentes soviéticos habían llegado a la conclusión de que Müller no había muerto en 1945 y que probablemente estaba siendo utilizado por algún servicio de Inteligencia occidental. Sayer y Botting rechazaron el material como falso, «falsificado por una persona hábil, perobastante confusa». Esta opinión fue corroborada por el coronel E. Browning, que era jefe de operaciones del CIC en Frankfurt por las fechas en que se suponía que habían sido redactados los documentos. Browning señalaba que la idea de algo tan delicado como emplear a Müller como asesor del CIC era algo absurdo. «Lamentablemente -escribieron los dos autores-, tenemos que llegar a la conclusión de que el destino del jefe de la Gestapo del Tercer Reich sigue envuelto en el misterio y la especulación, como siempre lo ha estado y probablemente siempre lo estará.»
Hasta ahora, los intentos de un importante periódico británico y una revista estadounidense por investigar la historia en detalle se han quedado en nada.
Philip Kerr