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Sonriendo a pesar de sus gritos y silbidos de burla -«¿Dónde tenía las manos ahora que había que reconstruir la ciudad?»- y blandiendo mi bastón como si fuera una baja por enfermedad, seguí andando hasta llegar a la Pestalozzistrasse, donde Friedrich Korsch (un viejo amigo de los tiempos de la Kripo y ahora Kommissar de la policía de Berlín, dominada por los comunistas) me había dicho que podía encontrar a la mujer de Emil Becker.

El número 212 era un edificio bombardeado, de cinco plantas de pisos como pañuelos, con ventanas de papel. Al otro lado de la puerta principal, donde había un fuerte olor a pan quemado, se podía ver un letrero que advertía: «¡Escalera peligrosa! Utilizar bajo la responsabilidad del usuario». Por suerte para mí, los nombres y números de los pisos, escritos con tiza al lado de la puerta, me informaron de que Frau Becker vivía en la planta baja.

Bajé por un oscuro y húmedo pasillo hasta su puerta. Entre esta y el lavabo del rellano, una anciana iba recogiendo grandes fragmentos mohosos de la pared chorreante y metiéndolos en una caja de cartón.

– ¿Es usted de la Cruz Roja? -preguntó.

Le dije que no, llamé a la puerta y esperé.

Sonrió.

– Todo va bien, ¿sabe? En realidad, aquí tenemos bastante de todo.

En su voz había un tono de resignada locura.

– No pasamos hambre -dijo la anciana-. El Señor provee. -Señaló los fragmentos mohosos de su caja-. Mire. Incluso crecen hongos frescos.

Y al decirlo, arrancó un trozo de la pared y se lo comió.

Cuando por fin se abrió la puerta, durante un momento no conseguí hablar debido al asco. Frau Becker, al ver a la anciana, me hizo a un lado y salió decidida al pasillo, donde, insultándola a voz en grito, la ahuyentó.

– Vieja bruja asquerosa -murmuró-. No para de meterse en el edificio para comerse ese moho. Está loca. Como una regadera.

– Sin duda por algo que ha comido -dije medio mareado.

Frau Becker fijó en mí la mirada penetrante de sus ojos tras las gafas.

– Bueno, ¿quién es usted y qué quiere? -preguntó con brusquedad.

– Me llamó Bernhard Gunther -empecé a decir.

– He oído hablar de usted -soltó-. Está en la Kripo.

– Lo estuve.

– Será mejor que entre.

Entró detrás de mí en la helada sala, cerró la puerta de golpe y corrió los cerrojos como si tuviera un miedo mortal de algo. Al ver mi desconcierto, añadió a guisa de explicación:

– Todo cuidado es poco en estos tiempos.

Miré las repugnantes paredes, la desgastada alfombra y los viejos muebles. No había mucho, pero estaba bien cuidado. Contra la humedad no se podía hacer gran cosa.

– Charlottenburg no está tan mal -dije a guisa de atenuante-, en comparación con otras zonas.

– Puede que no -dijo-, pero puedo decirle que si hubiera venido después de anochecer, aunque hubiera estado llamando hasta el día del juicio final, yo no le habría abierto. De noche, por aquí, hay todo tipo de ratas.

Diciendo esto, cogió una tabla grande de contrachapado del sofá y, por un momento, en la penumbra de la habitación, pensé que estaba haciendo un puzzle. Luego vi los numerosos paquetes de papel de fumar Olleschau, las bolsas de colillas, los montoncitos de tabaco recuperado y las apretadas filas de los nuevos cigarrillos.

Me senté en el sofá, saqué mis Winston y le ofrecí uno.

– Gracias -dijo a regañadientes, y se puso el cigarrillo detrás de la oreja-, me lo fumaré más tarde.

Pero yo no dudé ni por un momento de que lo vendería con los demás.

– ¿Qué precio se paga ahora por uno de esos pitillos reciclados?

– Unos cinco marcos -dijo-. Yo les pago a mis colilleros cinco dólares por ciento cincuenta colillas. De ahí salen unos veinte cigarrillos. Los vendo por unos diez dólares. ¿Qué pasa, que está escribiendo un artículo sobre el tema para el Tagesspiegel? Ahórreme el habitual «Salvad Berlín», deVictor Gollancz. Usted está aquí a causa de esa mierda de marido mío, ¿no? Mire, no lo he visto desde hace mucho tiempo. Y espero no ponerle los ojos encima nunca más. Supongo que sabe que está en una cárcel de Viena, ¿verdad?

– Sí.

– Vale más que sepa que cuando los PM estadounidenses vinieron a decirme que lo habían detenido, me alegré. Podría perdonarle que me hubiera abandonado a mí, pero no a nuestro hijo.

No era posible saber si Frau Becker se había vuelto una arpía después de que el marido hubiera huido de ella o ya lo era antes. Pero, a primera vista, no era el tipo como para convencerme de que el fugado marido hubiera hecho la elección equivocada. Tenía un rictus de amargura en la boca, la mandíbula inferior prominente y pequeños dientes afilados. En cuanto le expliqué el motivo de mi visita, empezó a despotricar como una descosida. Me costó el resto de mis cigarrillos aplacarla lo suficiente para que contestara a mis preguntas.

– ¿Qué pasó exactamente? ¿Puede contármelo?

– Los PM dijeron que había disparado contra un capitán del ejército estadounidense en Viena y lo había matado. Parece que lo cogieron con las manos en la masa. Eso es todo lo que me dijeron.

– ¿Qué hay de ese coronel Poroshin? ¿Sabe algo de él?

– Usted quiere saber si puede fiarse de él o no. Eso es lo que quiere saber. Bueno, es un iván -dijo con desprecio-. Eso es lo único que necesita saber.

Meneó la cabeza y añadió con impaciencia:

– Se conocieron aquí en Berlín a raíz de uno de los asuntos de Emil. Penicilina, me parece que era. Emil dijo que Poroshin había cogido sífilis de una chica que le gustaba. Yo pensé que era más probable que fuera al revés. De cualquier modo, era sífilis de la peor; de la que hace que te hinches. El Salvarsan no parecía hacer efecto. Emil le llevó penicilina. Bueno, ya sabe lo escasa que es, la buena, quiero decir. Puede que esa sea una de las razones por las que Poroshin trata de ayudar a Emil. Son todos iguales, esos rusos. No es solo el cerebro lo que tienen en los huevos, el corazón también. La gratitud de Poroshin le sale directamente de los testículos.

– ¿Y la otra razón?

La cara se le ensombreció.

– Ha dicho que era una de las razones -insistí.

– Está claro. No puede ser solo por haberle salvado el pellejo, ¿verdad? No me sorprendería nada que Emil hubiera hecho de espía para él.

– ¿Tiene alguna prueba de eso? ¿Se veía mucho con Poroshin cuando estaba todavía aquí, en Berlín?

– No puedo decir que lo hiciera ni que no lo hiciera.

– Pero no lo acusan de nada más que de asesinato. No lo acusan de espionaje.

– ¿Para qué? Ya tienen bastante para colgarlo.

– No es así como funciona. Si hubiera estado espiando, habrían querido saberlo todo. Esos PM le habrían preguntado a usted muchas cosas sobre los socios de su marido. ¿Lo hicieron?

– No, que yo recuerde -dijo encogiéndose de hombros.

– Si hubiera habido la más leve sospecha de espionaje, lo habrían investigado, aunque solo fuera para averiguar qué clase de información podía haber conseguido. ¿Registraron el piso?

Frau Becker negó con la cabeza.

– En cualquier caso, espero que lo cuelguen -dijo implacable-. Puede decírselo si lo ve. Seguro que yo no lo veré.

– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

– Hace un año. Volvió de un campo de concentración soviético en julio y se largó a los tres meses.

– ¿Y cuándo lo capturaron?

– En febrero de 1943, en Briansk. -Se le torció la boca-. Pensar que esperé tres años a ese hombre… Con todos los otros a quienes rechacé. Me reservé para él, y mire lo que pasó. -Pareció ocurrírsele una idea-. Ahí tiene sus pruebas del espionaje, si necesita alguna. ¿Cómo se las arregló para que lo soltaran, eh? Contésteme a eso. ¿Cómo volvió a casa cuando tantos otros siguen todavía allí?

Me levanté para marcharme. Puede que la situación con mi propia esposa me inclinara a tomar partido por Becker. Pero había oído lo suficiente para comprender que él necesitaría toda la ayuda que pudiera conseguir, y posiblemente más, si dependía de aquella mujer.