La pelirroja intercambia con David una mirada que dice mírale, no hay más que ver su cara para saber lo que piensa: decididamente Víctor Bartra escapó por aquí, ésa es la puerta de la noche, el umbral del abismo y del olvido, el desagüe de un pasado criminal…
– De modo que escapó por aquí -dice el inspector.
– No sé, yo estaba durmiendo. -Mamá permanece en lo alto de los tres escalones, cruzada de brazos y con el hombro apoyado en el quicio de la puerta-. Como un tronco, créame.
– ¿Conoce usted a una tal señora Vergés, viuda de Monteys?
– No -se apresura a responder ella, y me llega el sobresalto de la sangre-. ¿Por qué lo pregunta?
La repentina palidez de su rostro no le pasa por alto al policía. También observa sus labios hinchados.
– ¿Se encuentra mal, señora?
– No es nada. Acércate, hijo -apoya la mano en el hombro de David y la espalda en la puerta, cerrando los ojos-. Una acaba por acostumbrarse a todo. Quién me lo hubiera dicho…
– No entiendo -dice el inspector.
– Que no es nada. ¿Ha terminado usted? He de salir.
Inmóvil frente a ella, las manos en los bolsillos de la americana, el inspector indaga en su expresión de fatiga.
– Creo que debería sentarse un rato.
– Puede usted creer lo que quiera, pero yo he de ponerme a trabajar.
– Está bien -su mano derecha palpa algo en el bolsillo, David habría jurado que es la petaca de coñac-. No la entretengo más. Pero quedan bastantes cosas por aclarar. Volveré otro día. Veamos, si bajo por ahí-añade indicando el sendero paralelo al torrente- supongo que saldré a la Avenida Virgen de Montserrat.
– Pasado el barranco, cruce al otro lado y enseguida verá la carretera que lleva a la plaza Sanllehy. Que usted lo pase bien -dice mamá antes de meterse en casa, cabizbaja y como aterida.
– Que se mejore.
David entorna la puerta sin quitarle ojo al poli, que está todavía parado en el jardín muerto pero ya de espaldas a la casa, consultando su bloc antes de emprender la retirada.
Diez minutos después, cuando David saca a mear a Chispa, el guripa está en el mismo sitio pero nuevamente encarado a la puerta. Acaba de echar un trago de la petaca y la desliza en el bolsillo trasero del pantalón. En el dorso de la mano frota sus labios finos y tensos como el acero, sin apartar los ojos de la puerta.
– ¿Tu madre se encuentra mejor? -dice con la voz ronca y sin la menor afectación.
David se queda mirando su trinchera doblada al hombro.
– Sí.
– He debido preguntarle por qué has tardado tanto en darle el libro. No sé qué pensar de ti, la verdad.
– Piense lo que quiera, bwana. Me la refanfinfla.
El inspector Galván se queda un rato más mirando el perro que jadea y apenas se tiene en pie, y después, repentinamente, palmea el hombro de David y le tiende la mano en un gesto rápido y sin mirarle, da media vuelta y se aleja con paso muelle siguiendo la franja de ceniza al borde del terraplén. David ya no puede o no quiere hacerse oír cuando masculla entre dientes:
– Es el mejor piloto de caza del mundo. ¡Y aún no está muerto! ¡Entérate bien, guripa!
Mientras le ve irse, acaricia en el fondo del bolsillo el rabo de una lagartija que guarda para Paulino, y recuerda: Mira, no tienen sangre, le dijo a su amigo la primera vez que cortó un rabo. En lugar de sangre, suelta un agüilla viscosa y fría, como el sudor de la mano del poli.
Nunca veré los ojos de mi madre, pero sé que bizquean un poco y que su mirada es risueña y clara, del mismo color del infinito, sobre todo cuando escucha una explicación más o menos fantasiosa de David o cuando sus pensamientos se pierden en pos de mi padre. Y sé también que su piel es muy blanca y que su hermosa cabellera roja es digna de verse. Por eso, en nuestra calle y en el mercadillo, en los puestos de venta de ropa infantil donde la conocen, la llaman la pelirroja.
El último sábado de este remoto mes de agosto que está resultando tan caluroso y que acabará siendo tan distinguido, tan desdichadamente memorable, a media mañana flota todavía en la atmósfera el azufre atomicio con su repelente olor y su desfile fantasmal de muertos como fundidos en plomo, tiesos y despellejados y sin nariz y sin ojos, pero más tarde vienen nubarrones negros atropellándose, el cielo se desploma y el tufo a pelo churruscado y a huesos calcinados se desvanece bajo la lluvia. Después ha diluviado un buen rato sin parar, y ahora vuelve el bochorno y la luz de la tarde parece un estropajo.
En la cocina llena de humo la pelirroja sufre un mareo y se escalda la mano al derramar agua hirviendo, poco después Chispa vomita en el pasillo aquejado de interminables espasmos, y acto seguido, mientras mamá fregotea el vómito con la bayeta, arrodillada sobre las baldosas y canturreando duerme duerme mi niño querido, una tonadilla que se pega al oído más que el sindeticón, sufre de repente otro de sus fortísimos dolores de cabeza y se le nubla la vista, y encima en este momento a David se le ocurre comentar algo acerca del desconocido que se ahorcó debajo de una glorieta en una azotea de la calle Legalidad, asegura que de noche a veces se le aparece el ahorcado con la lengua fuera, con su pijama y sus zapatillas de fieltro, un suicida tan señor de su casa, tan pulcro y aseado, hace ya dos meses de aquello pero a David le obsesiona aquel muerto que sigue girando en el aire con la cuerda al cuello y sacando una lengua como un zapato, hasta que mamá lo manda callar.
– Ahora no, hijo, por favor, olvida a ese desdichado y ayuda a levantarme.
– Aupa, madre.
– Eso es, buen chico.
Más tarde David le quita las légañas a Chispa con una gasa húmeda y le susurra tontas promesas de juegos y correrías. Sentada a la mesa, mientras expurga un plato de lentejas con los dedos escaldados, ella siente el mareo que arrecia de nuevo y los insectos de luz que vuelven, y se levanta, entra en el dormitorio y se recuesta en la cama. Esperando que se le pase, habla un rato con la foto de su marido enmarcada en plata sobre la mesilla, una fotografía de estudio retocada y pulcra, nuestro borrachito y simpático padre siempre de medio perfil, siempre con su aire pistonudo y sus negros cabellos planchados de brillantina y su sonrisa debajo del bigote bien recortado; una sonrisa ladeada y guapa, con su rabillo de chunga en la comisura. No tendré ocasión de verla nunca al natural y de cerca, pero sé que es una sonrisa aparente y falaz, o mejor dicho, sé que no es exactamente suya, que su blancura y perfección no le corresponden; porque esa sonrisa, al igual que la más viril y seductora sonrisa que triunfa en las películas, la que precisamente más gusta a la pelirroja, la de Clark Gable, resulta que no es otra cosa que una prótesis dental.
– ¡No puede ser!
– Lo he leído en una revista.
No pasa nada, señor Bartra, le está diciendo ahora desde la cama, he tenido otro mareo y han vuelto esas moscas de luz revoloteando ante mis ojos, pero tú tranquilo que no es nada, dondequiera que estés puedes seguir empinando el codo y ojalá tus penas se ahoguen en la botella que te llevaste, puñetero amor mío, junto con tu dentadura y tus queridos ideales, si te quedan, por mí no debes inquietarte, que ahora mismo se me pasa y me pongo guapa, me secaré las lágrimas, me peinaré, me daré colorete en las mejillas y carmín en los labios y hala, a la calle. También hay, en la mesilla de noche, una pequeña foto coloreada de nuestro hermano Juan en la escuela, está sentado detrás de un pupitre y empuña una pluma de afiligranado mango de marfil sobre un cuaderno abierto, con el mapa de España colgado a su espalda. Sonríe y nos mira, pero la pelirroja no le dice nada esta vez.
Después que David se ha ido a pasear a Chispa, ella se peina y se pinta los labios, con algún esfuerzo se calza las botas katiuskas, aunque sabe que ha dejado de llover -es que las katiuskas tienen mejor aspecto que sus zapatos, ya para tirar de viejos-, y coge el paraguas. Sale a la calle y la sorprende un sol intermitente y picajoso, radiante en medio del tumulto de nubes, y animosamente echa a caminar hacia la Avenida, y entonces yo, que no soy más que un oscuro designio en su conciencia y en la de mi hermano David, y probablemente ni eso en la desolación postrera del pobre Chispa, recibo a través del cordón umbilical el coletazo alegre de su indomable voluntad de vivir, de superar penas y añagazas y desdenes vengan de donde vengan, fortaleciendo día tras día su firme propósito de no dejarse vencer por la soledad y el miedo, la enfermedad y un embarazo no deseado, la pobreza y el desamor y lo que el destino le depare.
Juraría que esta tarde, si hubiese podido, al salir para que la viera el médico, de buena gana me habría dejado en casa. Pero cómo saberlo. Yo estaba por aquel entonces balanceándome al borde de la vida y a un paso de la muerte, de espaldas al mundo y seguramente cabeza abajo. El renacuajo ya presentía la vida en torno, pero solamente como una llamarada fugaz, como zarpazos de luz.