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– Tusss madresss aún no han vueltosss del médicosss…

– ¡Chissst! -hace David parando la oreja en dirección al torrente-. Calla un momento. He oído algo…

– Yess tontuuu o faisteee, guapínnn -entona Paulino acompañándose con las maracas.

– ¡Cállate y escucha!

El corcho gime otra vez en el cuello de la botella, es como el chillido de un pájaro. Papá sonriente y seductor en el recibidor-comedor está mirando la barriga de mamá y suelta una sonora carcajada, luego se inclina ceremonioso, burlón y seductor, la botella de vino sujeta entre los muslos y la cara congestionada, tirando del sacacorchos, y, en pleno esfuerzo, eructa.

Perdón, Rosa, cariño.

Un día te vas a herniar descorchando botellas, Víctor. Ella está sentada en el sillón y tiene los pies hinchados dentro del agua de la palangana. Harías mejor empleando tus energías en educar a tu hijo y traer algún dinero a casa.

No os faltará de nada, te lo prometo, dice papá. ¿Sabes cuál es mi único problema, pelirroja intrépida? No es la botella, no son los ideales ni el mujerío ni el gusto por la aventura. Mi problema es que solamente he perdido una guerra. Con una sola guerra perdida, un hombre está muy lejos de alcanzar su dignidad… ¡Toc! Aquí tienes el tapón.

– ¡¿Has oído eso?! -dice David.

– Pesado te pones, hostia -dice Paulino-. Tú y tus orejines que todo lo oyen.

– Hasta Chispa ha pegado un brinco del susto. Ha sido como un disparo -insiste David, y el eco se lo devuelve dos veces enredado en la fronda del bosquecillo, al otro lado del torrente.

Por un instante ha taponado sus oídos anulando el habitual y obstinado zumbido, como en otras fantamagorías parecidas: la detonación y su eco le han llegalo antes incluso que el dedo apretara el gatillo, porque él tiene ese disparo metido en la cabeza desde hace ya lucho tiempo. Mi hermano David esgrime temerariamente la memoria de otros como propia, y esa memoria punzante y vicaria, legado de papá y de un abuelo difunto que nunca hemos conocido, contiene las aguas fangosas y violentas de otro tiempo, las aguas que socavaron el lecho del barranco. Cualquiera que se acerque a la casa remontando la suave loma desde la Avenida puede ver, en el fondo del barranco, el hilo de agua que parece muerta, la arcilla cuarteada, los desperdicios, alguna lagartija sin rabo y las raíces secas y retorcidas como culebras; pero sólo David ve las aguas turbulentas que habían atronado y descarnado los flancos del tajo, sólo él conserva aquella resonancia espumosa que inunda sus oídos enfermos y le mantiene de pie y aterido sobre el abismo, soñando historias de huracanes y borrascas, nieblas espesas y tempestades y naufragios.

– Un tiro, seguro. Alguien ha disparado un tiro por allá arriba, donde las huertas.

– Lo que tú digas -gruñe Paulino, bizqueando hipnotizado por el ritmo de las maracas.

Con mucho esfuerzo, el hocico entre las patas y el lomo hundido, Chispa se dirige al borde del torrente y se para allí cabizbajo y trémulo, resignado a su ruina, pensando tal vez aprovechar el último sol de la tarde. Paulino Bardolet se levanta y dice:

– Oreja Sentada, escucha, Nube Roja se las pira. Tiene que llevarle a su tío un frasco de masaje Floid y limpiarle el salacot. Así que abur.

– Tu tío lo que tiene que hacer es meterse por el culo su mierda de salacot de guardia urbano. Díselo, atrévete de una vez.

Paulino se aleja arrullado por sus maracas y David llama inútilmente a Chispa. Sordo como una tapia o acaso vislumbrando un salto que acabe con sus males, el perro permanece asomado al vacío con la cabeza gacha y el rabo entre las piernas, mirando el cauce seco en cuyo centro discurre la culebra yerta del agua sucia. Quizás él también, a su modo, percibe ahí abajo, piensa David, el eco del furor que socavó el tajo, el rugido cavernoso y las sombrías espumas que un día mordieron con saña esta tierra arcillosa y encrestada. No es que sea muy profundo ni muy tenebroso este barranco, no es gran cosa, no implica ningún peligro y no sugiere arrebatos románticos ni memoria de suicidas ni nada de eso, no impresiona a nadie salvo a mi hermano David. Tiempo atrás hubo aquí una pasarela de tablas, un puentecillo improvisado del que aún quedan exangües hendiduras en los flancos y alguna astilla podrida apuntando al cielo. Como heridas mal cerradas, sus grietas rojizas muestran una flora agreste y virulenta, zarzas y cardos y pitas de afiladas púas. El flanco oriental, del lado de nuestra casa, es una suave pendiente de apenas ocho metros, con raíces y matojos donde uno puede agarrarse. De aquella torrentera que añora David, de aquel antiguo descalabro de la tierra, hoy sólo resta al otro lado una pared escarpada y con grietas, que se desmorona día tras día, y el casi invisible estiaje del lecho, que cobija, entre desperdicios diversos, una muñeca de celuloide decapitada y vidrios rotos centelleando al sol del mediodía. Ahora el cauce desprende un olor pútrido a causa de las basuras, pero en invierno ese hedor se trueca en un suave perfume a sandía partida y a algas marinas, como el de las redes de pesca alfombrando la arena frente a la casita de la abuela Tecla en Mataró. Algunas tardes, al ponerse el sol, se eleva desde el fondo una efusión rojiza de polvo, como el resplandor de un incendio; podrían ser niños o ratas asustadas. El tajo se ensancha y pierde altura unos metros más abajo, y se corta bruscamente en la ladera rocosa y cuajada de ginesta sobre la Avenida Virgen de Montserrat, cuyo sinuoso trazado cuelga a su vez sobre el Parc de Les Aigües y el Guinardó. Al atardecer, la brisa emboca el angosto cañón trayendo consigo los timbrazos alegres de las bicicletas que se deslizan sobre el asfalto de la Avenida y las voces de hombres y mujeres que saliendo del trabajo se dejan ir cuesta abajo sin pedalear, desde los altos del barrio hasta Horta, ellas soltando el manillar para atarse con ambas manos el pañuelo a la cabeza o sujetarse el vuelo de la falda, riéndose, y ellos piropeándolas con una mano en la cintura.

– ¿Tú tampoco has oído nada? -dice David rodilla en tierra junto a su perro-. Ha sonado más arriba. Échate en el portal y avísame cuando llegue la pelirroja.

Pero Chispa prefiere seguirle torrente arriba, trastabillando por el cauce pedregoso que poco a poco se va elevando y ensanchando hasta desaparecer confundido con las riberas cubiertas de helechos resecos y matojos. Delgadas lenguas de arena finísima y blanquecina, mórbidas dunas como panzas de pescado, yacen inmaculadas junto al estiaje que circula por el centro, un hilo de agua de regadío que proviene del cañaveral y de las huertas de más arriba. David camina mascullando entre dientes: Ratas, escorpiones, escarabajos, arañas, lagartos, saltamontes, sapos y culebras, un día vendrá una gran inundación de aguas torrenciales y se lo llevará todo…

En este momento oye a su espalda el clinc de la botella al chocar con las piedras, y enseguida la voz de vidrios rotos.

Necesito un pañuelo limpio, hijo. Y un cinturón. Y un buen remiendo. Nuestra costurera está tardando en volver a casa más de la cuenta.

De su boca sale un vaho que huele fuertemente a cloroformo. La penetrante mirada de David, pugnando a contraluz entre los párpados semicerrados, sólo capta una cara jocosa cuyas facciones abotagadas y grisáceas parecen confundirse con las mismas piedras pulidas y uniformes del lecho del torrente. Con barba de varios días y ojos amarillos, la colilla de Chester apagada en la comisura sonriente y la botella de coñac en el sobaco, papá se agacha sobre el turbio estiaje desplegando un pañuelo manchado de sangre. Se le cae la botella casi vacía y rebota otra vez en las piedras.

También a ésta se le ve ya el culo, qué lástima, añade haciéndose rápidamente con la botella. En torno a él, semienterradas en el lecho del torrente, asoman algunas ramas y troncos pelados, calcinados por el sol. Arqueando el lomo, Chispa suelta una tifa líquida, como un puré verde. David se sienta en una roca ladeando la cabeza sobre el hombro y se oye decir: Te veo borroso, padre.

Tendrás que conformarte con eso. Es más de lo que mereces ver.

En mis sueños te veía de otra manera…

Pues esto es lo que hay, muchacho. O lo tomas o lo dejas. Así que abre bien los ojos. No eres tú quien me sueña.

No te entiendo.

No importa. Yo veo muchos huevos fritos en mis sueños, pero los únicos que me comería a gusto son los huevos de Velázquez.

Y pensando también en el inspector Galván, el cual probablemente ahora mismo estaría plantado en alguna esquina o detrás de los cristales de una taberna acechando el paso de mamá, pero que igualmente podía andar husmeando por aquí cerca, David se agacha y escoge cinco guijarros puntiagudos y se los guarda en el bolsillo. Los ojos amarillos del tigre nos miran fijamente, pero saldremos de ésta, padre, ya verás.

No escapé por temor a eso. Ni por salvarme yo, ni por salvar a unos compañeros o algunos papeles comprometedores. No me rajé el trasero como un cerdo por miedo a que me pillaran, añade con la voz fugitiva. Sin incorporarse todavía, se desplaza de lado dando saltitos como los monos, buscando algún arroyo de aguas no estancadas en el estiaje del torrente, descalzo y despeinado, con la camisa fuera del pantalón y apretando el pañuelo ensangrentado en la raja escalofriante de su nalga izquierda. No abandoné a tu madre por nada de eso. Lo hice porque la quería mucho. Y aún la quiero.