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Algunas noches un viento que viene del lado del barranco bate furiosamente puertas y postigos que ya nunca se abren en casa del otorrino, despierta chirridos de goznes herrumbrosos y de maderas que han muerto, y trae rumores de árboles y frondas que fulminó el rayo o arrasó la expansión de la ciudad hace años; se oyen remolinos de hojarasca, sirenas de barco en la niebla y silbos en todas las esquinas heladas del mundo. Y las aguas insomnes y remotas que labraron el torrente vuelven a pasar lentas y silenciosas y llevan ojos muertos y manos cercenadas, brazos y piernas de celuloide y ropita de muñeca, zapatos viejos y aparatos de radio con las tripas fuera.

David se despierta en su camastro gritando, y en el acto ese grito se instala en sus oídos, alborotando, y ya no se va. La luz de la luna entra por el ventanuco y baña la oreja del doctor P. J. Rosón-Ansio. David se incorpora sobre un codo en el lecho, entorna los párpados y se encara a Joe Louis que le mira desde la pared, agazapado detrás de sus guantes de púgil y de sus gruesos labios negros.

Yo también tengo las orejas machacadas, también a mí me silban, dice Joe Louis. Aguanta, chaval.

Después David consulta la gran oreja sonrosada y los textos explicativos del entorno, cada cual con su bonita letra cursiva de color rojo y con su flechita indicando una zona del apéndice acústico, pero no hay la menor referencia a su extraña percepción, ninguna explicación a esa maldita y sensitiva dolencia.

Con los ojos aún semicerrados, ve entrar en el antiguo laboratorio al especialista cordobés con su bata blanca, la montera en la cabeza, el espejito en la frente y el capote doblado en el brazo, tapándose la cornada del vientre.

¿Por aquí le entró la tremenda cornada?, se oye preguntar David.

¿De qué tremenda cornada me hablas?, dice el otorrino con la voz afilada de los toreros.

La del toro.

¿Qué toro, muchacho?, inquiere el doctor mirándole ahora con expresión severa.

Cuál va a ser. El toro que lo cogió a usted en la plaza. Usted era un torero que llamaban «El Otorrino» de Córdoba, y una cornada limpia lo mató en la plaza de Badajoz.

El doctor P. J. Rosón-Ansio frunce el ceño y sus fúnebres cejones negros se despliegan en posición de vuelo.

¡Qué torero ni qué narices! ¡¿Serás idiota, niño?! ¡¿Tú crees que ningún matador en sus cabales se haría llamar «El Otorrino»?!. ¡Pues vaya, qué poco respeto! Has de saber que a mí no me mató ninguna cornada de ningún toro.

¿Ah no? Usted perdone…

Ocurre que yo serví en el ejército republicano y los nacionales me encerraron en la plaza de toros de Badajoz, y allí me pusieron este capote y esta montera y me cortaron las manos, y luego el 8 de agosto del 36 me ametralló un oficial del general García Valiño junto a varios cientos de desgraciados como yo. ¡Así que basta de bromas y más respeto!

Con gesto repentino y furioso el otorrinolaringólogo se desprende de montera y capote arrojándolos al suelo y enfoca el espejito frontal sobre la cara entre soñolienta y pasmada de David para preguntarle:

¿Has visto por aquí mis guantes de gamuza?

Se dispone David a contestar que los guantes todavía deben estar sobre el velador del salón, en la parte deshabitada, y que precisamente papá pensaba probárselos mientras bebía una copa de coñac sentado allí cuando la bofia lo fue a buscar y escapó por los pelos, añadiendo que el otro día al verlos el inspector Galván creyó que esos guantes eran de papá; pero observa que el doctor esconde apresuradamente en los bolsillos de su bata las manos cortadas, y se compadece y calla, prefiere no hablar de guantes. De pie junto al camastro, el otorrino hunde los muñones en los bolsillos hasta casi romper la tela, mirándole con una mezcla de afecto y curiosidad.

¿Por fin me va a auscultar, doctor?, dice David.

Vamos a ver, vamos a ver…

Por favor, auscúlteme bien. Me gustaría tener una buena salud, una salud de hierro, porque tengo muchas cosas que hacer en esta vida, y el puñetero zumbido…

Hum. Veamos. Intenta describir ese zumbido. ¿Cómo es?

No sé… Yo me lo imagino como un escape de gas en la espita abierta de una farola.

¿Has oído alguna vez el silbido de un escape de gas en una farola?

La verdad es que no, ahora que lo pienso…

Entonces ¿por qué te lo imaginas así?

Será por eso, porque nunca lo oí. A veces también me lo figuro como un rumor de lluvia muy fina, y otras veces como una moto que corre muy lejos muy lejos.

Humm. ¿Cuándo empezaste a hablar solo, muchacho?

Fue después que se me metió el grillo en la cabeza… Sabes muy bien que no es un grillo. Cuéntame exactamente qué te pasó.

Primero fue igual que si me entrara el mar en los oídos, dice David excitándose al poder contarlo. Como cuando acercas una caracola a la oreja y oyes el mar de verdad. No pensé que era nada malo, doctor, no me asusté ni nada. ¡El mar en mis oídos! Pero lo segundo que sentí fue peor. Le cuento. Estaba yo ese día agachado en el fondo del barranco, donde los desperdicios, en compañía de Paulino, y tenía en cada mano la mitad de un disco roto que acababa de encontrar, Arrullos de amor por Rina Celi, y me lamentaba de que no tuviera arreglo la voz rota, esa que dice cuando escucho tu voz que parece un arrullo de amor etcétera, encajaban bien las dos mitades del disco, pero ni modo de pegarlas, joder, ¿ni con sinteticón?, dijo Paulino, ¿ni con pegamil?, ni con pegamillones, gordi, le dije yo, y fue una lástima porque quería regalárselo a mi madre, que siempre está cantando esta canción tan boba y además el disco parecía nuevo de trinca…

Me estabas hablando del zumbido en los oídos, dice el doctor P. J. Rosón-Ansio con la barbilla sobre el pecho y la expresión ceñuda.

Ah, sí. No es como el de Juan Centella, se apresura a aclarar David. Ojalá fuera como el suyo, que le avisa de los peligros…

Al grano. Qué pasó con el disco.

¡Pues que tuve que soltarlo porque de pronto me dio como un calambre! Tenía una mitad del disco en cada mano y sentí la voz estrangulada de esa cantante que me subía por dentro de los brazos y se metía en mis orejas, en algún rincón del caracol auditivo, como el de esta oreja que tiene usted pintada ahí de color rosa. Solté los trozos del maldito disco y me tapé los oídos con las manos, ¡hostia puta, qué es esto!, grité, ¡qué cosas más raras pasan dentro de mis pobres orejas! ¿Se me habrá metido una abeja, o un grillo? ¿Será la sirena que anuncia otro bombardeo? ¿Un caza Spitfire cayendo en picado? ¿El silbido atomicio sobre Hiroshima? Pero mucho antes de oír todo eso, me entró el silbido de otra clase de bomba. Cuando era pequeño. Fue el silbido de aquella bomba al caer lo primero que se me metió en los oídos, doctor, y ya nunca se fue. Desde aquel día, los ruidos no han cesado. A ratos es como si rasgaran una seda dentro de mis orejas, o como hace una ola cuando se retira suavemente de la arena y vuelve al mar. O el zumbido de un ventilador. Ahora ya conozco todos los ruidos. Y luego tiempo después un día se me metió un grillo en cada oreja, o mejor, un enjambre de abejas. Hay días que tengo una pajarería en el coco, doctor. Eso en el mejor de los casos, cuando esa puñeta se hace más o menos soportable, porque a veces se produce bruscamente un cambio, una subida de tono, llega de forma imprevisible y entonces lo que tengo en la cabeza es un estruendo, una pesadilla. Nunca sufro nada de eso en medio del griterío del Campo de la Calva, por ejemplo, cuando estoy con la pandilla de la calle Verdi, o en el cine con Paulino dándome la tabarra, o escuchando sus maracas o la música de la radio; rara vez la subida de tono me sobreviene cuando más la temo y la espero, por ejemplo con los petardos de la verbena de San Juan o yendo en tranvía o en el metro, y no sabía por qué hasta que un día lo comprendí, fue el día que mi jefe, el fotógrafo de bodas y bautizos, me estuvo gritando un buen rato porque le había extraviado unas fotos y acto seguido yo me encerré en el silencio rojo del cuartito del revelado, y allí dentro me di cuenta: no es que el cabrón del grillo se calle a ratos, ocurre simplemente que un ruido más fuerte anula su chirrido, lo ahoga. Por eso el silencio de la noche me aterra, doctor. Ahora por ejemplo, estoy fatal. Y por eso empecé a hablar solo.

Humm. Tú crees que hablas solo, pero en la mayoría de los casos no es así, dictamina el otorrino. Estas patologías de oído engañan al más pintado. La causa podría estar en las cervicales, aunque yo no creo en los diagnósticos demasiado complacientes con la realidad. Hay en esta dolencia un componente misterioso que debemos respetar. Te enseñaré unos ejercicios muy sencillos de cuello y hombros. ¿Es grave, doctor?

No es hereditario. También podríamos considerar una terapia de silencio bajo control en la cavidad timpánica, pero éstas son sutilezas que ya han sido estudiadas con resultados poco satisfactorios… ¿Qué es lo que tengo, doctor? Una flor venenosa crece en tus oídos, muchacho. No hay remedio conocido para esos ruidos y zumbidos, debes aprender a convivir con ellos y a domeñarlos, a manejarlos, a trampearlos. Debes engañarles y confundirles, o ellos acabarán contigo. Haz como que no oyes. Atiende a otras voces y llamadas, recoge otros vientos, otros ecos. Ahoga el silbido de la serpiente con otro ruido más soportable. Porque ya para siempre, hasta que mueras y el plomo de la nada se funda en tus oídos y te regale una eternidad de silencio, esos ruidos irán contigo y perforarán tus días y tus noches como los gusanos barrenan la tierra bajo el verde césped. Habrás de defenderte con uñas y dientes, muchacho. Recuérdalo siempre que mires mi oreja colgada en esta pared. Buenas noches.