Volvamos un poco atrás, hermano. Este recorte de una revista que has clavado en la pared de tu cuarto, esa foto del piloto de combate junto a su avión estrellado, ¿de dónde salió, y qué tiene que ver con mamá?
Deberías saberlo, ranita asquerosilla. ¿No dices que siempre vas con ella a todas partes, no presumes de estar siempre tan cerquita de su corazón y sus secretos, de sus ansias y temores? ¿Lo ves como te pasas el día chupándole la sangre a la pelirroja y no te enteras de nada? ¿Lo ves como eres un chulito y un pardillo, y acabarás igual de cenizo y mentiroso que ese poli que nos persigue?
Lo que veo ahora son pequeñas fogatas en la noche. David quemando papeles en el lecho pedregoso del torrente, al atardecer. ¿Por orden de mamá? Ocurrió la víspera de ese día que dejamos que el inspector se nos colara en el chalé hasta el fondo y viera la foto del aviador y dijera oiga, señora, no debería usted permitirle a su hijo adornar las paredes de su cuarto con escenas de guerra y con muertos, algo así dijo. La hoguera fue por orden de mamá, en efecto.
El día anterior, después de hacer limpieza en el armario ropero de su cuarto, al caer la tarde, la pelirroja está sentada al borde de la cama con tres cajas de zapatos rebosantes de fajos de cartas y postales, viejos cuadernos escolares y recortes de diarios y de revistas junto con algunas fotografías ovaladas y amarillentas de abuelos y bisabuelos y parientes que nunca vamos a conocer. Durante más de dos horas se dedica a remirar y a releer y a romper fotos y papeles pacientemente, con gesto cansado y melancólico, a ratos obstinadamente crispado: algunos papeles los deja en cachitos. Después remete todo en las cajas, apretujándolo con el puño. Queda una tercera caja, pero ya se ha cansado y no llega siquiera a abrirla, y llama a David.
– Toma, hijo, llévate todo esto y quémalo ahí afuera.
– ¿Qué es? ¿Temes que el guripa lo encuentre? ¿Crees que puede comprometer a papá?
– Creo que en esta casa hace falta una limpieza a fondo. Eso es lo que creo.
Fuego devorando papeles: una imagen recurrente en la memoria familiar. La abuela Tecla quemando documentos y libretas y billetes de banco en la casa de Mataró, frente al mar, papá quemando libros y revistas en el barranco, carpetas y carnets y folletos, y también la tía Lola y el tío Pau en el patio de su casa en Vallcarca… Fogatas en la noche, fogatas y caras serias reflejando una luz diabólica. David se agacha de espaldas al flanco oriental del barranco, la caja de cerillas en la mano y sobre su cabeza las raíces al descubierto, resecas y enrevesadas, de una higuera muerta. Acaba de amontonar el contenido troceado de las dos cajas, y encima arroja el de la tercera que mamá no ha tocado. Antes de raspar el fósforo recoge algunos cachitos de papel rayado que se habían esparcido y por curiosidad descifra restos casi ilegibles de palabras, coletillas de afanes y sentimientos tronchados por los desgarros del papel y con dos caligrafías distintas, una en tinta azul y otra en tinta violeta: volver a verte… noche sin fin… el espigado y simpático aviador… aquellos besos… the invisible worm… única esperanza… a la mierda con las banderas y a la mierda con el país del alma… That flies in the night… Imposible leer una línea entera y David abandona.
En el instante de acercar la cerilla encendida a los papeles, el habitual zumbido en los oídos se convierte en el ronquido de un avión de caza cayendo en barrena. Brota el fuego y David advierte en el acto la mirada displicente del piloto antes de ser alcanzado y devorado por las llamas; está el hombre incorporándose en lo que parece la portada de una revista gráfica cuidadosamente plegada que ahora se despliega por efecto del calor, mientras un fuerte olor a gasolina se esparce en el aire. Con riesgo de quemarse la mano, David rescata la imagen del incendio y sopla rápidamente los bordes chamuscados de un cielo de plomo donde se alza una columna de humo negro. Ante él se convierte en cenizas el montón de palabras, mientras observa al piloto aliado ya puesto en pie delante del fuselaje de su Spitfire en llamas: ni la menor señal de sentirse a punto de morir, ni herido ni amedrentado, ni de que vaya a encogerse para esquivar las balas. La cazadora de cuero es formidable. En las comisuras de la boca sostiene una corta boquilla de marfil, y las manos, chulescamente apoyadas en la cintura, lucen la piel negruzca y humean un poco; aún sujeta los guantes de piel que acaba de quitarse. El gesto relajado y la mirada insumisa y tranquila que dirige al objetivo parecen querer desentenderse del mundo arrasado de aquí abajo, del sombrío entorno sembrado de ruinas y de la crispada violencia contenida en la escena misma de su apresamiento, esas metralletas a punto de vomitar fuego sobre su pecho. La impresión gráfica de la foto, con sus colores tiernos, no revela un excesivo paso del tiempo. Presumiblemente derribado en suelo francés -se lee en un poste roto: Roubaix 12 Km.- y enfocado por un fotógrafo de guerra en el instante de ser apresado, permanece junto a su maltrecho avión, detrás de una alambrada, con su flamante cazadora de cuero abrochada y las gafas en lo alto de la frente, y mira al que le mira con ojos burlones y la cara tiznada y una sonrisa que es la sonrisa de alguien que todavía está volando, piensa David al guardarse la foto entre el pecho y la camisa, alguien cuyo avión ha sido abatido, pero no su ánimo ni su confianza en la victoria, no su espíritu combativo que sigue volando en lo más alto, por encima de las nubes y más allá de las tormentas con relámpagos y la artillería, donde siempre brilla el sol…
– Así fue como encontré al piloto de combate.
– ¡Ondia, qué emocionante! -exclama Paulino al serle mostrada la foto-. Hay que ver las cosas que te pasan desde que tienes averiada la trompa de Eustaquio. ¿Me dejas que te la examine?
No sabría hablar de ti sin hablar contigo, hermano. Me cuesta mucho desenredar tu voz de la mía, y solamente lo consigo a ratos, cuando tu verbo golpea imprevisible y airado y se impone veraz y urgente, testimonial y único, por ser la resonancia cabal de un tiempo que ya para siempre será un refugio imaginario para los dos.
Ya le tenemos aquí otra vez. Ahí viene.
Le tengo mucha tirria a ese guripa, dice David. ¡Se hace el longuis, pero es un fullero!
¿Y qué dice mamá? Juraría que ella no opina lo mismo, hermano. ¿Cómo crees tú que lo ve?
Ella lo que ve es un policía cuarentón y bastante bien parecido que a veces se comporta como si andará despistado y que no parece muy contento con sus obligaciones, un hombre alto y de hablar pausado, que a ratos intenta ser amable. Así es como ella ve al guripa, según David. Un tipo malcarado, tristón y solitario, seco en el trato y cargante y a saber si con muertes en la conciencia, pero no se le ve un animalote como tantos otros, me dijo ella un día, no debes tenerle ningún miedo.
– ¿De veras dijo eso tu santa madre? -entona Paulino Bardolet agitando las maracas.
– Sí. Entonces le comenté lo del tranvía, pero dijo que eso fue una desgracia, y que lo había olvidado.
– La pelirroja hace buenas migas con todo el mundo.
– ¡Que lo había olvidado, fíjate! ¡Grrrr…!
Hay caras que, si no las quieres olvidar, conviene mirarlas con mal ojo -responde quién y dónde? La voz de humo de nuestro padre en el barranco? La voz de la abuela Tecla aconsejando a mamá desde su lecho de muerte? La voz de rana de Chester Morris o de Paul Muni en la penumbra del Delicias? La del propio David previniendo males mayores?
En cualquier caso, la jeta del inspector Galván no merece tal vez esa percepción tan aviesa y cautelosa. Pero mi hermano lo había sentido así desde la primera vez que, plantado en la puerta de la noche, se había enfrentado al hielo azul de su mirada y a la espuma de su voz, una salivación del habla que atenuaba una persistente ronquera. Y ahora otra vez, en mitad de la calle:
– Tú, chaval. Tú, sí. El de las melenas. Atiende un momento.
Envarado y parsimonioso, con una lastimera condescendencia en la mirada, con largas pausas antes de cada pregunta, un silencio negligente que puede resultar más temible que las preguntas, así es como el inspector indaga en las caras medrosas de la gente buscando señales del pasado, la marca de los desafectos; pero tanto si capta esas señales como si no, no deja entrever ningún sentimiento que altere su talante aplomado. Siempre con su traje marrón bastante sobado, sus gastados zapatos de dos colores y el nudo de la corbata negra flojo bajo la nuez prominente, a veces con el sombrero en la mano y abanicándose, su perfil aguileño husmea en las tabernas el rastro etílico y verboso de Víctor Bartra, ciertamente facilísimo de detectar, vaya, cómo negarlo, quién no vio alguna vez al cantamañanas de Bartra en este mismo mostrador soltando carcajadas y trasegando coñac y blasfemando más de la cuenta, quién no le oyó despotricar temerariamente contra todo, no sabría decirle, oiga, contra esto y aquello y lo de más allá, pero ya hace tiempo de eso, sí señor inspector adiós que usted lo pase bien. Era el verano de la bomba de Hiroshima y toda la mañana una llovizna pringada iba calando las azoteas grises y los solares yermos y poniendo marrón la blancura de la colada sobre las matas de ginesta al otro lado del barranco, las vecinas comentan verás tú cómo se va a trastornar el tiempo y la atmósfera y las frutas y verduras, dicen que afectará a las embarazadas y a la menstruación de las niñas, mira tu perro, muchacho, esta lluvia pequeña y caliente y erizada de luz lo está matando al pobre, le está royendo el alma y los huesos, mira cómo se arrastra debajo de la mesa.