– Sal de aquí y defiéndete, Chispa.
Resoplando, el perro deja caer la cabeza entre las patas.
– Pierdes el tiempo, hijo. No le quedan fuerzas ni para morirse -dice mamá-. Con el favor que me haría. Hay que ver cómo me está poniendo la casa, cómo me hace la santísima el pobre animal.
– ¡Te va a oír! ¿No tenías que ir al mercadillo a por ropa? Si para de llover te acompañamos, madre. ¿Verdad que sí, Chispa?
Diariamente David le lava los ojos al perro con agua de tomillo hervida, le da una cucharada de leche condensada, le cepilla el pelo y le susurra a la oreja dulces mentiras, qué bien hueles, qué buena cara tienes hoy, perrito valiente, mañana iremos al mercadillo y a correr al parque Güell, y mientras estés conmigo no tengas miedo que no te vas a morir, aquí estamos seguros, aquí nunca llegará el hongo venenoso de la bomba atomicia ni su onda expansiva y achicharrante, nuestro barranco es un buen refugio.
– ¡Que te crees tú eso, guapín! -dice Paulino-. ¡Millones de megarratones vienen ya por el aire y lo arrasan todo! ¡Ni la sombra de tu perro quedará! A mí no puede pasarme nada porque soy un niño superheterodino…
– Cierra el pico, gordi. ¿No ves que te puede oír?
– Ostras, chaval, tienes un corazón de oro.
– Y tú un culo de porcelana y te lo van a romper cualquier día.
– Calla, calla, no digas eso, que mañana me toca afeitar al tío Ramón.
– No pensarás ir. No serás tan capullo.
– Qué remedio. ¡Jolín, me mata si no voy!
– Tienes que escapar de esta ratonera, Pauli.
– Sí, pero cómo. Dime qué debo hacer.
– ¡Córtale una oreja con la navaja! ¡Métele el salacot por el culo!
– Qué cosas tienes. ¿Sabes qué te digo, niño? -canturrea Paulino al son de las maracas-: Tú sigue el camino de las baldosas amarillas, que yo seguiré el mío…
– Estás hecho un buen capullo.
Mi hermano David. La cara pequeña, los ojos grandes y redondos color miel, el mentón suave, los cabellos de trigo y el corazón de oro. Está parado en la esquina frente al mercadillo de Camelias y sujeta la correa de Chispa con más delicadeza que sujetaría su propio cordón umbilical, y no digamos el mío si mamá se lo pidiera en una emergencia, Dios no lo quiera. Paulino se guarda las maracas entre el pecho y la camisa, a modo de tetas. El perro se echa jadeando a sus pies, sobre la acera mojada. Un poco más lejos, erguido en el bordillo, con la trinchera sobre los hombros y las manos en los bolsillos del pantalón, el inspector Galván observa a distancia el trajín de las mujeres, la pelirroja entre ellas, en torno a los tenderetes de ropa barata para niños. Ha dejado de lloviznar, pero el aire de la tarde está impregnado de humedad y aumenta el bochorno.
– Mírale -gruñe David-. Es él.
– Está mirando a tu madre con ojos de besugo…
– Fíjate en su cara. Tiene una cara como si acabara de recibir alguna hostia.
– Parece un vendedor de plumas estilográficas y relojes falsos -dice Paulino, primera vez que le ve.
– Y un huevo. Se dedica a espiar a mi madre de noche y de día. La sigue como un perro. Y mató a un hombre por ella, yo lo vi.
– ¡Córcholis!
Sólo acierto a ver a Paulino Bardolet como una especie de barrilito con patas y cabeza pelona, cachazudo y afectuoso, un poco bizco y de manos blancas y jabonosas.
– Lo lleva escrito en la cara -dice David.
– ¡Cuidado, que ahí viene!
Su trinchera verde llena de cintas y hebillas y botones, que tanto gusta a David, huele suavemente a ceregumil.
– Tú, chaval. Tú, sí, el de las melenas. Atiende un momento.
– Qué quiere. No hemos hecho nada malo, sahib.
El poli enciende un cigarrillo con su mechero.
– No empieces con tus gansadas. A ver, dime una cosa.
– ¿Por qué no invita, sahib?
– Si te portas bien.
– Gracias, sahib.
– No he dicho que te lo dé.
– No, sahib. A sus órdenes, sahib.
– Basta de bobadas. -Mira el cigarrillo entre sus dedos fijamente, como si por un instante no reconociera sus propios dedos ni el cigarrillo-. Dime una cosa…
– El capitán Vickers cabalga al frente de sus lanceros hacia las colinas de Balaklava -dice David-. Media legua, media legua, media legua. Qué más quiere saber.
– Su alteza real Surat Khan -añade Paulino sin recochineo, sin énfasis alguno-, poderoso Emir de todas las tribus del Suristán, es salvado de las garras de un tigre gracias a un certero disparo del capitán Vickers.
– La ponen en el cine Delicias esta semana -aclara David.
– Ya está bien de chunga. Quiero preguntarte algo -dice el inspector apartando la vista para fijarla de nuevo en la pelirroja y seguir sus movimientos al otro lado de la calle-. ¿A tu madre le gusta el café?
– ¿Cómo dice el sahib?
– Si toma café. Si puede tomarlo, vaya.
– Ya me preguntó eso, ¿no se acuerda?
– Pues te lo vuelvo a preguntar.
David lo mira sin saber qué responder. Sin duda el guripa sabe que la pelirroja está delicada de salud, que ha tenido problemas con la presión sanguínea y quizás había pensado invitarla a un café-café. Sigue mirando al otro lado y calla, pero David observa que sus labios se mueven aún sin hablar, y que la punta de la lengua asoma en ellos con frecuencia, como si buscara o eliminara restos de algún sabor. Tiene el labio superior musculoso y bien dibujado, con una diminuta cicatriz vertical, un pliegue oscuro que le da un aire desdeñoso a la boca. Permanece David sin responder cuando Chispa, despatarrado sobre la acera, suelta todo el aire retenido en la barriga, o quién sabe dónde, y parece que se ríe. El aire sale por la boca y suena como el pitido de una cafetera, debilitándose poco a poco hasta acabar en una especie de maullido.
– ¿Lo oye usted? Mi perro maulla como los gatos. Mírelo. Marramiau…
– Te he hecho una pregunta.
– ¡Pues vaya una pregunta, oiga! Ningún poli haría una pregunta como ésa, ya se lo dije una vez…
– Contesta.
– Bueno, ella dice que el médico le prohibió el café y el azúcar. Pero la verdad es que, cuando tiene café, lo toma, y cuando no, pues achicoria, como todo quisqui. Así de sencillo. Café de recuelo, no se vaya usted a creer que somos ricos. Churritos calientes, nata y cosas por el estilo es lo que más le gusta a la memsahib, ya se lo dije… Y ahora perdone, pero mi perro quiere mear… ¡No, qué haces, bonito, no debes oler los zapatos del sahib guripa!
Es casi inaudible el aullido del animal al recibir la patadita suave del inspector, más para sacárselo de encima que otra cosa, y rabiosa y clara la voz de David al tirar de la correa, ¿no ve que el pobre está casi ciego, hombre?, y placentera, dulce y grávida la silueta de la costurera pelirroja examinando con parsimonia unos retales en el tenderete, allí está mi madre, alta, blanca, sofocada por el calor y risueña con su ligero vestido floreado de tantos veranos, el borde de la falda un poco levantado por delante y el paraguas negro plegado bajo la axila, el pañuelo malva ceñido a la cabeza dejando escapar unos rizos rojos en las sienes, todas esas cosas que, una por una, con precisión fotográfica, la mirada persistente del inspector Galván ha registrado ya cuando David le ve dar media vuelta y alejarse, y en el suelo Chispa deja escapar aire nuevamente como si fuera un pellejo.
LA MENTIRA DELA PELIRROJA
Una porfiada estridencia se va desenrollando como una cinta en los oídos, llevándose el sueño e instalando en su lugar el desasosiego. Las manos bajo la nuca y los ojos en el techo, tumbado en su camastro, David convoca otros ruidos y hace por figurarse e imitar devastadores huracanes silbando en palmeras que se doblan abatidas frente a olas rugientes, Varsovia bajo las bombas, o el terremoto de San Francisco atronando en el Delicias con potencia, siempre una octava más alta para silenciar la olla de grillos que acaba siendo su cabeza a estas horas. Finalmente recibe el ronroneo penoso del Spitfire al caer abatido, es un zumbido que esta noche se abre paso de forma más persistente y rabiosa que de costumbre. Enciende la lámpara de flexo sobre la silla y mira la pared frontal. El ventanuco está abierto y entra en el cuarto la noche sofocante con el chirrido de los grillos en el barranco.
Hola, amigo.
Como siempre, empieza admirando la cazadora de cuero y las gafas y el foulard, pero enseguida su atención se desplaza hacia la actitud del piloto frente a la muerte. En medio del páramo calcinado, rodeado de humeante chatarra bélica y seguramente de cadáveres, el aviador permanece de pie con los brazos en jarras y apretando la boquilla de nieve con los dientes, la cazadora incólume, las gafas por encima de la frente y las orejeras del gorro colgando junto a su poderoso y esbelto cuello. Rompiendo tras él la línea dentada del horizonte que sugiere las ruinas de una cota, la columna de humo negro sigue elevándose hacia el cielo desde un amasijo de hierros retorcidos. Si le viera desde el aire algún compañero de escuadrilla, suponiendo que haya alguien de su escuadrilla volando cerca, piensa David, podría intentar una pasada rasante disparando una ráfaga y librarle así de los dos soldados alemanes que le retienen encorvados y tensos con sus metralletas, uno a cada lado y parcialmente visibles, sin acabar de introducirse en el encuadre y de espaldas al objetivo. Del fuselaje del avión sale un crujido metálico, un lamento postrero de hojalata y derrota. David deletrea nuevamente en el costado de la carlinga: The invisible worm. El piloto de caza derribado ladea ligeramente la cabeza y entorna los párpados, como si esquivara un retortijón del humo que se le viene a la cara.