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– Sí, para eso estoy.

Despatarrado en el suelo entre los pies de David, tembloroso, el chucho suelta un hondo y largo suspiro que va derivando en resoplido y que, en el tramo final, deviene ronquido para acabar finalmente en una especie de maullido.

– ¿Lo oyes? -dice David-. El señor Auge decía que este perro, en otra vida, había sido un gato. Que tiene alma de gato.

– Lo que veo es que el pobre no puede con su alma, sea de gato o lo que sea.

– No hables tan alto que te puede oír. ¡Lo entiende todo!

– ¡Ay, hijo mío, qué poco conocimiento! -Mientras se afana frotando la pelambre del perro con una toalla, en la mirada con la que envuelve a mi hermano hay esa ternura que el destino no quiso que me alcanzara a mí, pero en mi sueño sí percibo la pequeña mariposa de luz que aletea en su voz-: ¿No podrías pararte a pensar un poco, cariño, antes de hacer las cosas?

Lo mismo digo yo, hermano.

Contigo no hablo, sietemesino, masculla David volviéndose de cara a la pared con la cabeza gacha.

¿Es que no tienes cerebelo? ¿Por qué no piensas un poco con la cabocia antes de traerle a la pelirroja una nueva preocupación, con lo atrafagada que siempre va? ¡Pues vaya un regalito que nos endilga el querido primogénito, precisamente la víspera del cumpleaños de papá…!

Eres un mamón, y no dejaré que te metas en mis cosas.

– ¿Qué estás refunfuñando, David? -dice mamá sacando una vieja manta del armario-. Vuélvete, que yo te vea.

– Decía que bien podría quedarse con nosotros, por lo menos hasta que el señor Auge vuelva a su casa.

– El señor Auge no volverá a su casa en mucho tiempo, si es que vuelve.

– ¿Entonces qué?, ¿lo dejamos en la calle y que se muera, pobre perrito?

– ¿Vas a ponerte a llorar? Que te conozco. De momento coge la toalla, lo secas bien y que se eche aquí. Después veremos.

– Estamos muy cansados -dice David recostándose junto al perro y besándole el hocico-. Hemos caminado mucho, hasta casi reventar. ¿Podemos cerrar la ventana, a ver si dormimos un rato sobre la manta? ¿Podemos…?

Hace apenas un minuto todavía flotaba enroscado en el vientre materno, pero ya mis ojos, desde esa tiniebla esponjosa, presentían la luz del mundo y sus reiterados espejismos: lo que veo y lo que no veo, son ya la misma cosa. Ahora, alguien ha cerrado ventanas y celosías una vez más, la prima Lucía me ha traído el vaso de leche y la medicina y me ha arropado, y los recuerdos se balancean sobre el abismo tanteando algún asidero, una voz que me guíe de nuevo. Todo se halla en penumbra en la memoria que guardo de aquella casa, y todo me habla de sentimientos quebrantados y de emociones sofocadas, de un tiempo en que los silencios en torno a la mesa ocultaban graves trastornos de familia, oscuros sucesos, amarguras del corazón. No hay palabras, pero se oyen voces.

¡Zapastra!

¡Casumlolla!

¡Trinxeraire!

¡Lucía, cázame guerripa!

¡Nombre y apellidos!

¡Víctor Bartra Lángara! ¡Diligencias!

¡Achtung!

– ¡Rayos y centellas, madre! ¿Es verdad lo que dicen, que consiguió escapar tirándose de cabeza al barranco?

– No ocurrió como piensas, David.

– ¿Y que lo arañó una zarza y le quedó en la cara una cicatriz como un relámpago?

– Pues no -dice la pelirroja-. Tu padre se dejó ir por la ladera resbalando de culo. La mala suerte quiso que pillara un cristal afilado, seguramente la esquirla de una botella rota, y le rajó la nalga como si fuera una sandía. Eso fue lo que ocurrió. Ni más ni menos.

Rojas y ásperas, las manos de mamá remueven retales de colores en una caja de cartón y David retiene los aromas. Almidón y lejía y sosa y una luz algodonosa en los cristales de la ventana. La casa que nunca habité es más real y tangible que este mordisqueado lápiz mío que traza garabatos sobre el papel. Incrédulo y algo decepcionado, David inquiere:

– ¿En serio? ¿Así escapó, de culo?

– Como lo oyes, hijo.

– Bueno, pero dejó a sus perseguidores con un palmo de nances. Les dio esquinazo. Y le echó valor al asunto, a que sí.

– Le echó una botella enterita de coñac. Eso es lo que tu padre le echó al asunto.

David no vio la tan comentada fuga nocturna, pero él menos que nadie quería faltar a la verdad, en este episodio cuando menos, y por eso me la contó años después con pelos y señales. Nuestro padre iba descalzo y con los faldones de la camisa fuera del pantalón, ya que apenas tuvo tiempo de vestirse al saltar de la cama, pero no fue el canguelo ante la llegada de la bofia ni el coñac ingerido lo que le hizo resbalar de culo por la escarpada ladera del torrente con los zapatos en una mano y en la otra la botella de Fundador, aunque ciertamente la situación se parecía bastante a otras muchas que el vecindario había tenido ocasión de presenciar: el tarambana, el cantamañanas de Víctor Bartra corriendo a deshora en busca de sus amigotes de farra con el consiguiente disgusto de su mujer, conforme, podía hacer pensar en eso, pero no iba borracho ni cagado de miedo. Desapareció brincando en ese tránsito borroso de la noche al amanecer, en la parte trasera de la casa que años atrás no era trasera, sino vistosa fachada y humilde jardín, tenías que verle corriendo descalzo ladera abajo, primero sorteando pedruscos atrapados por raíces de higuera y muñones resecos de encina y enseguida dejándose ir de culo hasta el fondo del barranco envuelto en una nube de polvo rojo, y quedarse allí de pie conteniendo su furia y su despecho, pero entero y alerta y rápido como una centella, según mi hermano David, más bien como un espantapájaros o un pato mareado, según mamá, con el pantalón desgarrado y el culo ensangrentado al aire.

– Y por supuesto con la botella intacta y a salvo, faltaría más. Así es como tu querido padre se marchó de casa. Un triste espectáculo, hijo.

Pero si he de proceder por orden, si ese tumulto de voces me da un respiro, la historia que me propongo contar empieza de verdad cuando el inspector Galván llama a la puerta de casa un día que yo no estoy en casa.

Vivimos en lo alto de la ciudad, en un callejón sin salida y casi al borde de un barranco, pero nuestra casa tiene dos puertas, una de ellas se abre al callejón y al día, y la otra a la noche y al barranco, un tajo no muy profundo de tierra rojiza y paredes escarpadas y porosas que se desmoronan dócilmente nada más acercarte a ellas. Ignoro si en esta ocasión el inspector toca el timbre de la puerta de día o golpea la puerta de noche con la vieja aldaba, una delicada mano de niña empuñando con firmeza una bola de hierro oxidada, pero mi hermano David, que está convencido de que las dos puertas cumplen funciones distintas pero complementarias -por decirlo a su manera: una sirve para ocultarse en casa de día, la otra para escapar de noche-, lo que seguramente oye ese mediodía con sol y rachas de lluvia intermitentes son los golpes de la aldaba, y es lógico porque la visita llega esta vez en horas de restricción de la luz, y sin corriente ya me dirás cómo iba a sonar el timbre. En cualquier caso, tú de ningún modo podías oírlo, porque no estabas aquí ni allá ni en ninguna parte, monicaco, aún no habías salido del cascarón.

Vale, de acuerdo, tú lo has vivido, pero yo lo he imaginado. No creas que me llevas mucha ventaja en el camino de la verdad, hermano.

Siempre te llevaré ventaja, gusanito.

Yo voy por un atajo.

No quiero discutir contigo. Me confundes. Ya no sé dónde estoy.

En el cuarto de mamá, por ejemplo, cosiendo vestiditos para muñecas o probándote blusas y toreritas ante el espejo, mirándote de frente y de perfil y seguramente también de culo, y hace mucho calor, es el verano de la bomba de Hiroshima, y por eso, al sonar los golpes en la puerta, le dices a Chispa cuidado, cuando yo abra apártate a un lado, que podría entrar el resplandor atomicio y te quedarías ciego y achicharrado en el acto.

En todo caso, y volviendo a la puerta de noche, en esta ocasión es fácil adivinar de quién se trata, así que lo mejor es tomarse un tiempo antes de abrir, y David lo hace escudado en su postura predilecta: cimbreante y vestido de niña, con un precioso jersey de angorina de color rosa, faldita azul celeste plisada, calcetines blancos hasta debajo de las gordezuelas y risueñas rodillas y bolso de plexiglás rojo colgado al hombro. Luce también gafas de sol de montura blanca plastificada, unas gafotas de feria, y una boina roja, ladeada sobre la ceja, que le tapa los rizos de color de miel.

– Si viene usted buscando al sahib, no está en casa. Plantado en el umbral, con sus hombros robustos un poco encogidos bajo la trinchera, el sombrero mojado en la mano y los zapatos enfangados, el inspector Galván lo mira sin pestañear. Sus ojos son claros, pero su mirada es sombría. No es como otros polis, eso David debe admitirlo, no es uno de esos que esconden la mirada tras unas gafas negras incluso en días nublados, no parece importarle que la gente vea sus ojos y lea en ellos alguna emoción, ya sea un resentimiento o la más absoluta indiferencia, que solía ser lo más frecuente. Tampoco enseña la placa ni menciona ninguna orden de registro, y ni siquiera intenta cruzar el umbral.

– Tu madre que haga el favor de salir un momento. -Y con la voz más áspera, pero sin elevar el tono, añade-: Payaso.

– La memsahib tampoco está.

– ¿Tardará en volver?

– ¿Trae usted una orden de registro?

– No vengo a eso. Repito. ¿Tardará la señora Bartra en volver?