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Ahí mismo, en la orilla, una mano de hombre cortada, toda negra negra…

Bueno, está bien, ahora vete a casa. No quiero volver a verte, ¿entendido? Se interna en la playa para reunirse con su compañero, y se vuelve. ¡¿No me has oído?! ¡Lárgate!

Echado en una esquina del camastro, Chispa se remueve y gime presa de otra quimera, quizás aún más fantasmal e inexplicable que la suya. Adormilado, David le acaricia el lomo con el pie y el perro se calma.

En la orilla, los dos guardias hablan y seguidamente se separan yendo cada uno por su lado a lo largo de la rompiente, el naranjero al hombro y la vista fija en el suave oleaje y en la espuma que lame la arena, procurando no mojarse las botas. Entonces qué pasa, jolín, por qué lo niegan, si están buscando…

Abuela, ¿de verdad no has visto al avión inglés cayendo al mar? ¿Y el abuelo tampoco lo ha visto?

Aquí nadie ha visto nada y te prohibo que andes por ahí hablando del avión inglés.

Poco antes de dormirse, fija de nuevo la mirada en el piloto y distingue tras él, sobre el asiento descalabrado de la cabina, una rosa con su largo tallo envuelto en papel de estaño y los pétalos contraídos por efecto del fuego cercano, como un puño diminuto y lívido consumiéndose en su propia rabia.

Una nebulosa de polvo rojizo lleva toda la tarde suspendida en el aire, vagando inmóvil y a ras del sendero que bordea el barranco, y de esa nube sale inesperadamente el inspector con las manos en los bolsillos del pantalón y el gesto envarado. Viene hacia la puerta de noche caminando despacio, cuando ya David se ha sentado en los tres escalones y guarda el cortaplumas en el cinto.

– Sahib, por un real le enseño una foto muy extraña de mi padre en Montserrat con un cirio en la mano, por dos reales le cuento lo del bombardero caído en el mar frente a Mataró, y por una miserable pela le digo la tienda donde ahora mismo mi madre se está probando unos zapatos, que han de ser de suela de corcho porque le descansan mejor los pies…

– Así que no está en casa -dice el inspector Galván.

– Hoy tampoco tener usted suerte, sahib.

– Si sólo ha ido a eso, volverá enseguida.

– Quién sabe. Se ha llevado un libro, ese que perdió en la calle y usted tuvo la amabilidad de traerle, así que igual ahora mismo la tenemos leyendo sentada tranquilamente en un banco de por ahí, pero a saber dónde…

Mientras le oye hablar, el inspector se afloja el nudo de la corbata y apoya el pie en el tercer escalón. David observa que el bolsillo izquierdo de su americana soporta un peso que abulta bastante.

– Si trae algo para mi madre, puede dármelo a mí. -Hace una pausa y añade-: Seguro que trae usted algo bueno de comer para la memsahib. ¿Verdad que sí?

La verdad aún no existe, pero David ya la dice. No encuentro una forma mejor de explicar esa extraña facultad de mi hermano, la certera puntería de su malicia, esa flecha intuitiva, envenenada de presagios y vigilias que le proporcionan una visión supletoria, una especie de segunda oportunidad de la mirada para anticiparse a lo por venir, como alguna vez le había pasado callejeando por el barrio con la belicosa pandilla de charnegos del Carmelo: antes de lanzar la piedra a la farola, ya ha visto en el suelo los añicos del cristal.

Sea lo que fuere ese bulto en el bolsillo, un bote de leche condensada o un par de latas de sardinas en aceite o medio kilo de azúcar blanco, el poli guarda silencio y observa a Chispa viniendo a echarse a los pies de David jadeando y con la lengua fuera.

– Yo tengo una mirada que atraviesa las paredes y la noche más oscura, sahib, soy como Garú-Garú el Atraviesamuros y además tengo los ojos misteriosos de Londres -entona David viéndole indeciso-. Es una lata de melocotón en almíbar.

El inspector está pensando qué debe hacer, si esperar o irse. Enciende un cigarrillo con su Dupont dorado. El movimiento preciso del pulgar en torno al mechero, la rosca girando y el chasquido de la tapa al caer, ¡clinc!, fascina a David.

– ¡Ondia, qué encendedor más fermi!

– Dile a tu madre que volveré mañana.

– Si no trae usted noticias frescas de mi padre -escupe David un salivazo que va a parar, rebozado en polvo, junto al zapato del poli-, no hace falta que venga.

– Tú dile que he venido -inicia la retirada, pero se vuelve un momento y lo apunta con el dedo para añadir-: Y cuidado con liar las cosas. Con la verdad por delante seremos amigos. ¿Conforme?

– Sí, bwana.

Le ve irse con paso lento y el aire mohíno por el senderillo de ceniza y meterse de nuevo en la espiral de polvo rojo parado en el aire.

Regresando del lado oscuro y deshabitado de la casa, escapando de su propia aprensión a los muebles que crujen y a las paredes desconchadas que rezuman salitre y señales de mal agüero, a los espejos heridos de azogue y a las cortinas mohosas donde reptan arañas y asoman puntas de zapatos calzados por nadie, David camina de puntillas hacia su cuarto. Sabe que mamá está allí haciendo la cama o barriendo y se dispone a gastarle una broma de las suyas. Pero no sólo piensa en ella:

Agárrate a la placenta, ranita venenosa, que tú también te vas a llevar un buen susto.

¿No ves que tus gansadas le causan sobresalto y podría abortar, animal?

Más angustias y retortijones le causas tú.

Llegado al umbral del cuarto levanta los brazos y se dispone a lanzar un ¡Ahhhhhhh…! con voz de Hombre Lobo: ¡El señor Talbott se quiere comer a la pelirroja! ¡Ahhhhhhh…! Pero se inmoviliza bruscamente al verla contemplar tan ensimismada la foto del aviador clavada en la pared; está sentada al borde del camastro, la escoba en el suelo y las manos yertas en el regazo, y algo en la inclinación melancólica de su cabeza y en el leve movimiento de sus labios, como si rezara, conturba a David y lo paraliza. No es el temor, siempre latente, de otro desfallecimiento, es la absoluta inmovilidad del cuerpo, el bisbiseo inaudible de los labios y, sobre todo, esa mirada que traspasa los límites de la simple curiosidad y establece un pacto con algo que, si está verdaderamente en lo que contempla, se encuentra más allá del mero testimonio gráfico y del interés que pueda despertar una estampa de la guerra, más allá de la chatarra bélica y la desolación del paisaje, del humo negro y las ruinas y la muerte.

¿Le has atizado algún patadón, macaco?, susurra David para sus adentros.

No me he movido, hermano.

¿Está hablando contigo?

No está hablando conmigo. Ahora no.

Pues canta en voz baja para ti, como suele hacer cuando está triste.

No está cantando para mí.

Finalmente David desiste. Retrocede dos pasos, carraspea y entra sin aspavientos.

– ¿No te encuentras bien, madre?

De todos modos se sobresalta, un poco azorada, como pillada en falta.

– Estaba mirando… -se interrumpe, y enseguida añade-: Estaba pensando lo aburrido que ha de ser eso, tanto tiempo ahí metido en la portada de esa revista sin poder moverse… ¿No te parece? Ven a darme un beso, hijo.

Lo estrecha en sus brazos y le devuelve el beso, los ojos fijos todavía en el piloto. Tiene a su lado, sobre el lecho, algunas prendas de ropa sucia. Recupera la escoba y se incorpora apoyándose en ella, coge unos pantalones de David con cierto apresuramiento y los examina, volviendo del revés el forro de los bolsillos.

– ¿Qué llevas en los bolsillos que siempre están pringosos, David?

– Ah, eso. Es por los rabos de lagartija. No es sangre, ¿sabes?, es otra cosa… No tienen ni una gota de sangre esos bichos.

– ¿No eres un poco grandullón para andar todavía con estos juegos?

– Lo hago por Pauli…

– Mira tus manos -dice ella, indicando la piel manchada con el líquido del revelado-. Mira qué uñas. ¿Es que no hay manera de quitarle ese color amarillo a tus uñas? Y otra cosa -señala la foto del aviador clavada en la pared-: Te dije que lo quemaras todo. Todos los papeles que había en las cajas.

– Y lo hice. Sólo me quedé con esto. ¿Te importa?

– Lo más prudente habría sido quemarlo todo. Esta foto también.

– ¿Pero por qué?

– Porque sí. Sé lo que me digo, hijo. Ahora es David el que se sienta a los pies del camastro, mirando al piloto, preguntándose si hace bien diciendo lo que va a decir:

– ¿Por qué has mentido, madre? ¿Por qué le dijiste al poli que la foto era mía?

– ¿Yo le dije eso?

– ¿Es que ya no te acuerdas?

– Bueno, tú lo salvaste del fuego, ¿no?, tú decidiste quedarte con él en vez de quemarlo con todo lo demás, tal como te ordené.

– Pero la foto no era mía. ¿Por qué le has dicho al inspector que era mía? -dice David-. Estaba en aquella caja de zapatos llena de papelotes que me diste para quemarlos, y yo nunca la había visto, no fui yo quien la guardó allí, ni la recorté de ninguna revista ni nada de eso…

– Está bien, está bien, qué más da -corta ella impaciente-. La policía no tiene por qué saberlo todo acerca de tu padre.

– Entonces ¿eran cosas de papá, lo que había en la caja?

– Sí.

– ¿Y la foto también? ¿La recortó él?

– Papá conocía a este hombre.

– ¿En serio? ¿Conocía personalmente a un aviador de la RAF?

– Sí -de espaldas a David, mamá sigue examinando las raídas prendas con aire de desconsuelo-. Dios mío, esta camiseta ya no aguanta más…

– ¿Y por eso le mentiste al poli, porque no querías que lo supiera?