– ¿Qué estás refunfuñando, David? -dice mamá cosiendo en la mesa camilla.
– Nada. Es que me zumban los oídos… ¿Tú crees que Chispa se podría querer morir tirándose al barranco?
– Pues quién sabe. Una vez, estando en casa de tu tía Lola, vi a un perro tirarse desde el puente de Vallcarca.
– Pero Chispa está ciego -dice David-, no puede orientarse. No sabe dónde está el torrente, ni siquiera sabe volver solo a casa…
– Tal vez, hijo. Pero debemos considerar la posibilidad de que el pobre esté deseando acabar con su sufrimiento. Y creo que tú harías bien teniéndolo en cuenta, apiadándote de él… Ya sabes que el inspector Galván se ofreció para ayudarnos.
– ¡No y no! ¡¿Cómo va mi perro a querer matarse ni que lo maten?! Me lo habría dado a entender.
Mamá clava la aguja en el cojín y endereza la espalda con gesto de dolor. Pero sonríe.
– Es posible, hijo. Pero mira, cuando uno quiere morirse de verdad, no suele decírselo a nadie. ¿Me haces el favor de traerme la palangana con agua y sal?
Los puños prietos sobre las cuencas de los ojos, todavía en posición fetal y, la verdad, sin demasiadas ganas de abrirme camino hacia el sangriento resplandor de este mundo, me complace ver a David tumbado en su camastro y convocando en sus atormentados oídos el terapéutico rugido del motor del Spitfire. El techo de su cuartito en penumbra acaba de abrirse y aparece en lo alto el espacio infinito y azul con nubes alargadas teñidas de rosa que viajan despacio por encima de la temeraria, arrogante cabeza del piloto bien pertrechado en su carlinga, con las solapas de la cazadora alzadas, con su gorro y sus gafas, con su mirada puesta en el horizonte y su inactiva sonrisa ladeada. Suavemente el avión se inclina sobre un costado y el sol espejea cegador en el parabrisas, luego gira majestuosamente y se sumerge en la alborada roja y esmeralda.
Aquí abajo, en este sombrío callejón sin salida, delante de casa, una mariposa negra suspendida en el aire agita sus alas aterciopeladas sobre la mata de margaritas, acechando la secreta intimidad del rocío.
Abre la puerta de día con las manos ensangrentadas, la izquierda sosteniendo por las patas traseras un conejo desollado. Frente a él, parado en el umbral, la trinchera abierta y la corbata negra floja en el cuello, el inspector Galván lo mira severamente.
– ¿Está tu madre en casa?
– Hoy tampoco es su día de suerte, bwana.
– ¿Sabes dónde está?
La frente humillada y los ojos en el suelo, pero el brazo estirado con el conejo sanguinolento en alto como si exhibiera un trofeo, o más bien como si estuviera empeñado en mostrar la prueba inmediata e irrefutable de una crueldad que no le es ajena, David ensaya su sonrisa meliflua.
– No tiene usted chamba, no. Pero le diré a la memsahib que ha venido. ¿Qué más quiere?
– Que te portes, mamarracho. Tu madre se merecía algo mejor.
– Mi madre, señor, ¿es que no se ha enterado…? Debería usted saberlo, ya que la sigue a todas partes.
– Eso a ti no te incumbe. ¿Adonde ha ido?
– Déjeme que le cuente. Mi madre, señor, ha tenido un aborto. Se cayó en la cocina cuando se disponía a matar este conejo. Y con la lluvia…
– ¿Qué diablos estás diciendo?
– Lo que oye, bwana. Una ambulancia se la llevó desangrándose. Ahora mismo la estarán operando de urgencia con transfusiones y con la anestesia y una mascarilla. He tenido que liquidar el conejo yo solo, un golpe de karate en el cogote, así, mire. ¡Listo! Lo hago muy bien, un solo golpe, limpio y rápido y sin compasión, ¿sabe?, no hay que dejarse llevar por la compasión cuando matas un conejo, eso decía la abuela Tecla. Después lo he desollado y le he arrancado las entrañas.
El inspector lo mira sin pestañear. El lado más inconmovible de su cara, con la pátina levemente sedosa y los rasgos deprimidos, con el ojo de acero más pequeño e incisivo que el otro, parece afectado por un tic nervioso. Reflexiona durante unos segundos.
– ¿Qué vamos a hacer contigo, muchacho?
– No lo sé, bwana. Usted verá.
– Ya tienes casi quince años. Qué puñeta hay que hacer contigo.
– Me gusta su trinchera, ¿sabe? De verdad se lo digo. Es fermi. Yo, una trinchera como ésta, no me la quitaría ni para dormir.
Mirando al frente como si fuera a embestir, mientras el guripa sigue ahí plantado como un pasmarote, David tiene ocasión de apreciar muy de cerca las grandes solapas y las presillas, los muchos botones y hebillas que tanto le gustan, y ahora su olfato, o tal vez un soplo de su imaginación, percibe en la tela impermeable de color verde el aroma que los pinos mojados dejan caer sobre el barranco después de llover, cuando él y Pauli con la navaja en la mano acechan inútilmente alguna palabartija.
El inspector se desprende de la trinchera y la sacude, se la echa sobre los hombros y vuelve a quedarse quieto y pensativo, las manos cruzadas delante del vientre con el sombrero cogido del ala. Parece acostumbrado a permanecer así, mirándole a uno en silencio, como si esperara ver en su cara algo especial, algo que tiene que ver con lo bueno o lo malo que tú puedas pensar de un perropoli de la Brigada Social, o con algo inconveniente que hayas podido hacer o decir. Tan cerca de uno y tan lejos, tan encima y envolvente con su mirada de agua y al mismo tiempo tan ajeno y distante que no sabes nunca si su actitud esconde la consabida amenaza o tal vez algún secreto deseo de ofrecer amistad y protección.
Este hombre es un policía que a veces se comporta como si no lo fuera, diría la pelirroja poco tiempo después. Por consiguiente -habría podido contestarle papá-, es menos de fiar todavía, cariño.
Abierto en canal, el conejo no está limpio del todo y le cuelgan tripas sanguinolentas.
– ¿Te importaría apartar este jodido conejo de mis narices? -dice el inspector.
David agacha más la cabeza y estira el brazo hacia atrás, pero no lo bastante como para ahorrarle al inspector la visión de la carne macerada y humeante.
– Una miserable perra gorda nos da el trapero por la piel. Porque somos pobres, que si no… Un día le voy a timar. Conozco un chaval del Carmelo que caza gatos, los ahorca y los vende como conejos.
– Vaya. Otro que promete.
– ¿Ha sabido algo del hombre que se ahorcó en la calle Legalidad? ¿Ya se sabe quién era y por qué se colgó? Yo sí, tengo unos amigos en la calle Verdi que lo saben todo…
El inspector lo acalla apuntándole con el dedo, sin el menor asomo de impaciencia en el gesto ni en la voz:
– El otro día te previne, muchacho. ¿Recuerdas lo que te dije?
– Sí, bwana. Dijo que voy por mal camino -susurra David-. Pero ya se iba usted, ¿no? ¿O trae una orden de registro? -sin alzar apenas la cabeza observa cómo el policía enciende un cigarrillo con su mechero Dupont, ¡clinc!, y lo vuelve a guardar en el bolsillo-. Porque si quiere registrar la casa otra vez ya puede usted darse prisa, mamá puede morir de un momento a otro por culpa del aborto. Y ahora que lo pienso, no me extrañaría que la bomba atomicia, que decía mi abuela, tenga que ver con eso, porque la verdad es que mamá empezó a sentirse mal el mismo día que el hongo gigante venía fotografiado en el periódico, y debe ser por la radiactividad. A diez mil grados subió la temperatura ese día. El señor Roig, el padre de mi amigo Jaime, tiene una droguería y entiende mucho de química, y dice que la bomba es como una llufa de aire venenoso, y que al estallar lanza como una especie de baba de caracol despanzurrado que primero sube y se mete en las nubes y luego cae del cielo juntamente con la lluvia, y que matará a mucha gente en todo el mundo, a los tísicos y a los que padecen de asma y de bronquitis los primeros…
El inspector le deja hablar y sigue fumando. Observa con desdeñosa indiferencia el movimiento de sus labios, pero no parece escucharle. Habla David con la voz queda, sin inmutarse, y podría seguir así durante horas, empalmando trolas una detrás de otra. El conejo desventrado que sostiene en alto con el puño prieto suelta un tufillo cálido y persistente, y el inspector mira en silencio y alternativamente a ambos, al charlatán cabizbajo y al conejo desollado.
– Ya basta. Levanta la cabeza. Vamos, arriba. Y mírame, no te voy a comer. ¿Le diste a tu madre de parte mía…? ¿Es que no te atreves a mirarme cuando te hablo? ¡Mírame!
– Me duelen los ojos y los oídos, bwana.
– ¿Le diste la bolsita de torrefacto que traje el otro día?
– Sí, bwana.
– ¿Dijo algo?
– Dijo qué se habrá creído este hombre, no deberíamos aceptarlo, pero nos viene muy bien.
El inspector lo mira en silencio mientras se pone el sombrero. De los dientecillos del conejo, que asoman en la boca abierta, se escurre una gota de sangre que cae entre sus zapatos. El brazo que sostiene el conejo acusa la fatiga, pero la cabeza mantiene su esforzada parodia de sumisión con los ojos tercamente en el suelo.