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– Buenas tardes, señora Bartra. ¿Puede atenderme unos minutos?

No han pasado ni tres días desde su última tentativa, y aquí está de nuevo el poli. Persiste el bochorno en la atmósfera y a ratos un amago de llovizna apacible empapa las calles y se funde con sus rumores de mansedumbre y abandono. Pero el silencio en las esquinas melladas no tiene nada de apacible. Plantado junto a las margaritas mojadas y pimpantes, la trinchera doblada sobre el brazo y el sombrero impermeable en la mano, el inspector Galván ha mantenido los ojos clavados con fijeza en la puerta hasta que se ha abierto.

– Qué desea.

– He venido esta mañana, pero no había nadie en casa. Se trata del asunto de su marido.

– Usted dirá.

El inspector levanta los ojos al cielo gris mientras pasa la trinchera al otro brazo.

– Menos mal que ha parado de llover -dice.

– Eso parece.

Mamá esconde una mano en la espalda, como si fuera a desatar el delantal y quitárselo. Pero no hace nada de eso, sino que adelanta más la barriga apretándose los riñones. Es la tercera o cuarta vez que se dispone a ser interrogada, en el mismo sitio y a la misma hora, con la misma resignada fatiga y la misma fría e indulgente entereza. David no está en casa y ella piensa que es mejor así. Sujeta el canto de la puerta con una mano, y con la otra, posada sobre el vientre, que empieza a dolerle, constata mi sobresalto.

– Date la vuelta, por favor.

– ¿Cómo dice?

– Hablo con mi hijo. Y tú échate o te vas a caer, alma en pena.

Ha bajado los ojos a sus tobillos hinchados, en los que el hocico caliente de Chispa husmea buscando compañía familiar, tambaleándose sobre las cuatro patas y con la negra pelambre llena de nudos. El inspector se agacha a acariciarle.

– Hola, camarada. Aquí me tienes otra vez, dando la tabarra a tu ama. Que ya veo que no se decide a poner fin a tus sufrimientos…

– Convenza usted a mi hijo.

– No hay quien convenza de nada a este chico -gruñe el inspector incorporándose de nuevo.

Entre sus zapatos enfangados y las zapatillas verdes de mamá, Chispa parece dormir de pie. Levanta la cabeza y el inspector baja la suya y le apunta con el dedo, y el perro se tumba en el suelo. Detrás de la pelirroja y a su derecha, en la penumbra del comedor-recibidor, el inspector distingue los dos sillones de mimbre y la mesa camilla bajo la ventana. Después de un silencio, mientras se limpia las manos en el delantal, ella deja escapar un suspiro y cierra los ojos.

– Hace seis meses que no sé nada de mi marido, ya se lo dije.

– Lo sé. Me gustaría evitarle estas molestias, y más en su estado. Pero hay una orden de busca y captura.

– Él no hizo nada malo.

– Yo no le juzgo, señora. Eso no es de mi incumbencia.

– Oiga, inspector, a ver si nos entendemos. Usted ha sido atento con nosotros, por lo menos no ha venido con malos modos ni avasallando, y le estoy agradecida… Pero pierde el tiempo.

– Es posible. Aunque usted no lo crea -asoma un amago de sonrisa en sus labios- perder el tiempo forma parte de mi trabajo.

– Yo no me lo puedo permitir.

El inspector reflexiona unos segundos.

– Bueno, lo cierto es que en este asunto habría que precisar algunas cuestiones… Para su información, sobre todo.

– No sé a qué se refiere.

– Veamos. ¿Conoce al amigo de su hijo, ese gordito de cabeza rapada y un poco guercho?

– Suele venir por aquí. ¿Por qué lo pregunta? ¿Qué tiene que ver con mi marido? -Mientras el inspector medita una respuesta, ella añade-: Entiendo. Usted habrá pensado que podríamos ser amigos de la familia y que Víctor se esconde en su casa…

– No, no pensaba en eso.

– Este chico es el hijo del barbero de la plaza Sanllehy.

– No hay ninguna barbería en la plaza Sanllehy -dice el inspector. La pelirroja sonríe.

– No he dicho que la hubiera. Usted siempre tan perspicaz, ¿verdad? El señor Bardolet es un barbero sin establecimiento. Afeita a los enfermos del Cottolengo del Padre Alegre y de la Clínica de la Esperanza, y también a los ancianos del Asilo de la calle San Salvador. Es un hombre viejo y asustado que se gana la vida como puede y le dejan, después de pasarse dos años en la cárcel, ustedes sabrán por qué…

– Yo no sé por qué ha estado preso este señor, ni si merecía estarlo

– dice él en tono sereno y pausado, imperceptiblemente dolido-. Yo no soy juez, señora Bartra, le ruego no se confunda conmigo. No -menea la cabeza, reflexiona unos segundos y añade-: Mire, dejemos eso. ¿Quiere un consejo? Si tiene usted algún medio de comunicarse con su marido, que supongo lo tiene, hágale saber que lo mejor es que se presente voluntariamente. Se lo digo en confianza. Saldrá ganando. Los cargos no parecen muy graves.

– ¿Ah, no? ¡Ésta sí que es buena! -mamá sonríe ahora abiertamente y su voz es una caricia, una brisa-. ¡Lo que me faltaba por oír!

– Además -dice el inspector-, me consta que el gobierno prepara un decreto por el que se concederá el indulto a los implicados en delitos de rebelión militar.

– De modo que a usted, un policía del régimen, no le parece grave que un hombre sostenga ideas contrarias al nuevo estado, como ustedes llaman a esto. ¿En qué quedamos entonces? ¿Me va a decir ahora que no persiguen a mi marido precisamente por sus ideas? ¿O es que usted no piensa como ellos?

– Yo sólo soy un funcionario, señora. Lo que yo piense, a nadie le importa.

– Ya. De todos modos, no tengo medio de comunicarme con él. No sé dónde está. Por el amor de Dios, ¿cómo quiere usted que se lo diga? ¿Cuántas veces hemos hablado de eso, inspector?

– He visto la ficha de su marido. Algunos cargos parecen cosa de broma.

– Tendrá un expediente muy malo, seguro, de lo contrario no le mandarían a usted tan a menudo por aquí… ¿O es iniciativa suya?

El inspector no parece haber oído la pregunta.

– El problema, señora Bartra -dice después de un breve silencio-, estaría en ese trajín de propaganda subversiva y demás que le tuvo tan ocupado a principios de este año. Pero lo de cinco años atrás, sus actividades en el contrabando de la frontera y en la red de evasión a favor de los aliados, eso no creo que le perjudique. Hoy en día el gobierno ya mira estas cosas de otra manera.

– ¿Dice eso su expediente, que hizo contrabando?

– Bueno, no se extrañe, muchos lo hacen -admite el inspector-. Y cosas peores. Sabemos de algunos que han acabado convirtiéndose en auténticos rufianes, viviendo del cuento de la resistencia. Podría contarle y no acabar.

– Usted no conoce a Víctor. ¿Qué más dice el expediente?

– Hay algunas imputaciones bastante confusas… Entre otras cosas, su marido participó en una reunión clandestina, aquí en Barcelona, acerca de la cual se inventó un cuento chino. Su confesión es un rosario de mentiras, una payasada, leyéndola uno no sabe si echarse a reír o llorar. Es un buen fajo de folios mecanografiados y manuscritos, unos treinta o cuarenta, con muchos disparates.

– ¿Por qué no me deja ver ese expediente, inspector?

– No puedo, señora. No estoy autorizado.

– No me diga que no puede. ¿Un funcionario del Estado, un policía como usted, tan eficiente y decidido, no puede sacar un documento de Jefatura, o del juzgado, o de donde sea? Venga, hágame ese favor…

– Lo único que conseguirá es angustiarse más… -la mira fijamente y añade-: En fin, veré qué se puede hacer. Pero no le prometo nada.

Nuevamente se cambia la trinchera de brazo y dirige una mirada al interior de la casa por encima del hombro de mamá. Le gustaría que la pelirroja tuviera el detalle de invitarle a pasar, vaya si le gustaría, pero ella mantiene la puerta entornada y apoya el hombro en la jamba en una actitud relajada y amistosa, pero que no deja lugar a dudas: de ahí no pasa usted, al menos de momento. A su espalda, Chispa regresa lentamente a la fresca penumbra del hogar, hacia la mesa camilla que contiene retales, una taza de café, un libro abierto, que el inspector reconoce, y un cenicero donde humea una colilla. Se desploma bajo la mesa y espera, mirando aviesamente al poli.

– Lagartija, qué bonita eres, lagartija. La naturaleza ha sido buena contigo y no te dio sangre, lagartija, ni una gotita te dio -recita Paulino furtivamente, ensimismado, enroscado en su propia débil voz, reverencialmente inclinado sobre una roca y con la navaja abierta en la mano, esgrimiéndola con el dedo meñique desplegado en un gesto airoso y delicado de auténtico barbero profesional.

Por arriba, entre las nubes descolgadas y apelotonadas, se abre un nicho de nácar y asoma una espada de sol que se apoya en diagonal en el lecho del torrente. Sobre el chalé cuelga la nube más baja con una efusión cárdena en la panza. Alertado por los pasos y el extraño parloteo, el inspector Galván se asoma al barranco achicando los ojos grises, esquivando un destello que no sabe si proviene del cráneo afeitado del chico o de la navaja barbera.

– ¿Qué andas buscando ahí abajo, muchacho?

– Estoy esperando a David Bartra.

– ¿Tu padre no te dijo que no queríamos verte por aquí?