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– Tengo que darle un recado a David…

– ¿Qué haces con esta navaja?

– Está inservible, es una birria, mire -dice Paulino con la voz estrangulada-. Mi padre la había tirado a la basura. La llevo sólo para cortar rabos de palabartijas.

– ¿Y eso qué coño es?

– Una especie rara de lagartija, tiene la panza amarilla y verde y duerme mucho… Palabartija de Ibiza, la llaman. Le gusta comer tomate y toda clase de libretas del cole.

– ¿Cómo te llamas?

– Paulino Bardolet Balbín, para servir a Dios y a usted.

El inspector consulta su reloj, dirige una mirada al chalé y seguidamente su atención se centra de nuevo en Paulino. Pero permanece callado. Con las manos en los bolsillos del pantalón, parece no tener prisa, estar allí haciendo tiempo.

– ¿Qué tienes en la cara? Levanta la cabeza, que yo te vea.

– No hay muchas palabartijas por aquí…

– Contesta. ¿Quién te ha puesto la cara así?

– Me picó una avispa. Bueno, dos o tres avispas a la vez…

– Tú eres el sobrino de un ex legionario, que ahora es guardia urbano… cómo se llama. Balbín.

– Sí, señor. El tío Ramón.

– Entonces lo que te ha picado es una avispa con salacot, desgraciado. A que sí.

– Está bien -dice Paulino-, le diré la verdad. Me han pegado unos kabileños del Carmelo.

– ¿Por qué será que tu tío te zurra con tanta saña, muchacho? ¿No será porque te quiere enderezar, por culpa de lo que tú ya sabes?

– No soy un chivato acusica que la rabia le pica, ¡ea!

– No te hagas el chulo conmigo. Sabes muy bien de qué hablo, puñetero.

– Le prometí a David que nunca sería un soplón…

– ¿Y tampoco se lo has dicho a tu padre?

– En casa mi tío manda más que mi padre. Pero de verdad que me han pegado unos charnegos malparidos, señor inspector. Por eso David y yo cazamos lagartijas… Pero no crea que les hacemos nada malo, ¿sabe?, ya no jugamos con ellas como hacíamos antes -añade Paulino con resabiada parsimonia, viendo al poli como distraído, consultando nuevamente su reloj y mirando luego la puerta del chalé-, ya no las ahorcamos ni las ponemos en los raíles del tranvía con las patas cortadas, ni les hinchamos la barriga de vinagre con el porrón pequeñito, ni las hacemos fumar… Ya no hacemos estas salvajadas, ¿sabe usted?, solamente les cortamos el rabo. Y cuando tenemos muchos rabos, los cocemos en agua de tomillo con hojas de margaritas blancas y tres alas de mariposa negra y una de mariposa amarilla y un gusanito de seda, y con todo eso se hace un ungüento muy bueno para flemones y magulladuras, y sobre todo para las almorranas y los golondrinos. La receta me la dio un enfermo muy viejo del Cottolengo mientras le enjabonaba la barba, le puse perdido de espuma sin querer, me distraje y mi padre me regañó… Es que las barbas del Cottolengo son puñeteras, ¿sabe?, hay que manejar la brocha con mucho tiento porque los abueletes tienen la cara torcida por la parálisis y todo eso, y no dejan de moverse…

– ¿No deberías estar en la escuela? -dice el inspector con indiferencia, lanzando otra mirada a la puerta de noche-. Dime una cosa. ¿Has visto salir de casa a la señora Bartra?

– No, señor.

– Te he preguntado por qué no vas a la escuela.

– Es que estoy aprendiendo el oficio de barbero. Los domingos voy a afeitar a mi tío y me quedo a comer en su casa, es lo que quiere mi padre, que aprenda el oficio. Pero mi tío quiere que de mayor sea guardia civil. Él no tiene hijos, es soltero… Quiere hacer de mí un hombre de provecho, para servir a Dios y a la Patria.

– ¿Y qué dice tu padre?

– Que muy bien.

– Sube aquí y dame la navaja.

– De verdad que sólo la llevo para cazar. Se lo juro.

– Haz lo que te digo.

Paulino trepa por el flanco y se planta frente al inspector, que se queda mirando el ojo tumefacto y cerrado, el párpado furioso como un furúnculo a punto de reventar. Le quita la navaja de las manos y examina la hoja mellada. Además del ojo a la virulé, Paulino tiene también la napia inflada y no para de sorberse una agüilla sanguinolenta.

– Hace dos años -dice el inspector cerrando la navaja-, David y tú ibais juntos a una escuela del Ayuntamiento, en el parque Güell. ¿Viste alguna vez a su padre por allí?

– Sólo una vez. David estuvo muy poco en la escuela, enseguida lo echaron.

– ¿Por qué lo echaron?

– Se bajó los pantalones en la clase de Formación del Espíritu Nacional. Él dijo que se le cayeron, pero yo sé que se los bajó…

– Su padre fue a protestar y armó un buen escándalo, ¿no es cierto?

– No, señor. Fue su madre.

– ¿La señora Bartra?

– Sí, señor. Le tiró un tintero al director del colé y le llamó borrico y meapilas. Y David a la calle.

– ¿Y luego qué pasó?

– Nada. La señora Bartra le dio clases a David en casa. ¡Vaya una suerte! En verano no tenía exámenes y se iba a la playa, con sus abuelos… Pero después que su padre se fue, ya no es el mismo, no sé qué le pasa en los oídos. ¡Es la caraba! Lleva como antenas en las orejas, en serio, calculo que deben tener una potencia de quinientos megahercios, por lo menos. Si entras en su campo magnético, te coge hasta el ruidito que haces tragando saliva, me ha dicho…

– Ya vale -gruñe el inspector abriendo otra vez la navaja muy despacio-. No quiero volver a verte por aquí. ¿Entendido?

– No estoy haciendo nada malo.

– ¿Qué pensarías si te ordeno que te la desabroches ahora mismo?

– ¿El qué, señor?

– No te hagas el longuis. La bragueta.

– Mi pantalón corto no lleva bragueta, señor.

El inspector hace saltar hábilmente la navaja de una mano a otra, sonriendo con los ojos, como si bromeara.

– ¿Y si te dijera que la saques por un lado? ¿Comprendes lo que podría pasarte? ¿O prefieres que hable con la señora Bartra…? Quieto, no voy a hacerte nada. Pero escucha bien lo que te digo: ten por seguro que alguien te la cortará en rodajas como no te reformes. ¿Has entendido?

Paulino baja la cabeza.

– Devuélvame mi navaja, por favor.

– Toma. Vuelve a casa y que te pongan algo en esa alcachofa que llevas por nariz.

– Tengo mi medicina, señor -dice Paulino sorbiéndose la napia, alejándose de costado por el sendero hacia la Avenida Virgen de Montserrat-. Tengo mis colitas de lagartija.

– Ya veo que sigue adicta al cigarrillo -dice el inspector.

– Y al café. Y al azúcar y al pan blanco, sí señor. Los no adictos al régimen tenemos muchos vicios -la voz de la pelirroja no oculta cierta aspereza.

– No debería bromear con eso, señora Bartra.

– No debería hacer muchas cosas que hago.

– A propósito -dice el inspector, sacando del bolsillo de la americana una bolsita de celofán azul-. Le traigo otro poco de torrefacto. He pensado que siempre viene bien…

– ¿Por qué se molesta? Creo que no debería aceptarlo…

– Es del economato, me sale barato.

Mamá mira el obsequio, luego al policía, de nuevo el obsequio. Tampoco esta tarde lo invitará a entrar en casa, todavía no, aunque él entrará de todos modos.

– Ande, cójalo -el inspector vuelve bruscamente la cara hacia el lado del barranco, como si de pronto una voz allí hubiese llamado su atención-. Yo tengo de sobra.

Ella coge la bolsita y la guarda en el bolsillo del delantal.

– La verdad es que sí, me viene muy bien. Hoy todo escasea… ¿Qué hay del expediente de mi marido?

– Ya veré el modo, tenga paciencia. ¿Le ha dicho su hijo que vine ayer, y también el sábado?

– No.

– Ya. Creo que debo decirle algo respecto a este chico. No sé si tiene usted idea de las mentiras y barbaridades que se le ocurren.

– Bueno, es un poco fantasioso…

– ¿Fantasioso? Es un muchacho embrollón y pendenciero.

– A veces tiene ideas lúgubres y extrañas, no lo niego. Es un niño que ha tenido que crecer deprisa. Puede parecer algo tarambana, como su padre, pero es todo lo contrario. Convive con la soledad, conversa con ella. Es un chico que tiene fe. En muchas cosas se parece a mí.

– ¿Fe? ¿Quiere decir que le han enseñado a ser piadoso, de misa…?

– Nada de eso. Tiene fe en algunas cosas importantes. Pero es bastante nervioso e inestable, lo admito. Un chico especial. Ya lo era antes de nacer. Su padre no lo quería, ¿sabe?, andaba por aquel entonces en otras querencias, y quizá por eso yo sentía el niño dentro de mí como… como una cosa escondida. Lo sentía como si quisiera ocultarse. No sé por qué le cuento todo eso, perdone.

– No hay de qué. La comprendo.

– No me va usted a creer, pero antes de parirlo ya sabía que este hijo era una señal que nos enviaba el cielo, el anuncio de muchas cosas que luego iban a suceder…

– ¿Acaso cree usted en el designio de los astros, señora Bartra?

– Quién sabe. ¿Le interesa mucho? -y sin esperar respuesta, incongruentemente, añade-: Los niños no tienen la culpa de nada, ¿no le parece a usted?

– Yo juraría que hay bastante malicia en esta cabecita, señora Bartra

– titubea el inspector y añade-: Trabaja con un fotógrafo de la parroquia, ¿no es así? Un tal Marimón…

– ¿Qué pasa con él? ¿También lo tienen fichado?

– Sólo sabemos que era amigo de su marido. ¿Usted lo conoce bien?

– Lo suficiente para confiarle a mi hijo. ¿Por qué?