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– Alguien le denunció hace un año. Nada importante, parece que había trabajado en una publicación libertaria, haciendo fotos…

– Mentira. El señor Marimón hace retratos de bodas y bautizos, en toda su vida no ha hecho otra cosa. Apenas lo traté, pero sé que es un buen hombre…

El inspector medita unos segundos.

– De todos modos, creo que a su hijo habría que atarle corto. Temo que un día pueda cometer un disparate.

– ¿Dice usted que es algo malicioso? Pues no pienso quitarle ni una pizca de esa malicia -dice mamá serenamente.

– Una mujer como usted no debería decir eso…

– Una mujer como yo no debería discutir con un policía. La verdad es que no sé por qué lo hago.

– ¿No tiene amigas? -dice el inspector después de un silencio, y se arrepiente de la pregunta en el acto-. Quiero decir… habrá alguna chica que le guste.

– ¿A David? Creo que le gusta una muchacha muy guapa que suele pasar por aquí en bicicleta.

– ¿Quién es?

– No lo sé. Nunca la he visto.

– Será otra de sus fantasías.

– ¿Por qué iba a serlo? ¡Hay que ver cómo es usted!

El inspector parece que va a decir algo, pero se deja envolver en otro silencio.

– Yo lo único que veo -dice finalmente- es cómo su madre se sacrifica trabajando. Usted mira de ganarse honradamente unas pesetas cosiendo en casa. Pues bien, ¿sabe lo que hace su hijo con sus confecciones…?

– Siempre le gustó disfrazarse, si se refiere a eso. A mí también me gustaba cuando era joven, haciendo teatro, o en época de carnavales. Ahora el carnaval está prohibido, claro. Mi hijo, de mayor, será artista. Los artistas, sabe usted, son personas diferentes de nosotros, hacen cosas raras. Además, el pobre sufre de los oídos.

– Su amigo Paulino me ha comentado que habla solo todo el rato.

– David dice que tiene voces en los oídos…

– ¿Y usted se lo ha creído?

– ¿Por qué no? Yo, inspector, también hablo con este niño que espero. ¿Por qué no voy a creer que David se entiende con sus ruidos y sus voces?

– Chispa aparece de nuevo en el portal viniendo del interior y se sienta acogotado, lamiéndose una pata. El inspector Galván gira el rostro con media sonrisa aplomada de paciencia y deja escapar un suspiro que no controla y que acaba en resoplido-. Mi hijo es muy inteligente, inspector… ¿Por qué se sonríe?

– Por nada.

– Yo a eso le llamo tener fe.

– Resulta extraño oír hablar de fe a una persona que no cree en Dios.

– ¿Quién le ha dicho que no creo en Dios? Perdone, pero se está pasando de listo. -Sonríe la pelirroja al añadir-: Tampoco quiero que me tome por una humilde feligresa de la parroquia… Me parece que se confunde conmigo una vez más, inspector. Soy esposa y madre día y noche, qué remedio, pero en el momento menos pensado, yendo por la calle, por ejemplo, la mirada de un desconocido puede hacerme soñar… ¿Me comprende? No, supongo que no -sonríe nuevamente con aire de tomarle el pelo-. Usted no me conoce.

– Creo conocerla un poco.

– En fin, no dispongo de tiempo para discutir.

El inspector asiente en silencio.

– Una cosa más antes de irme -insiste, hablando a su manera apacible y un poco rebuscada, como si impostara la voz y las palabras, pero no el sentimiento que las anima-. Comprendo que defienda usted a su hijo. Pero creo que debo hacerle saber lo del otro día. El angelito me dijo muy seriamente que había tenido usted un aborto. Así como suena.

– ¿Eso le dijo? Vaya.

– Y que la habían llevado de urgencia a la Maternidad, o al Clínico, no sé qué diablos se empatulló.

– Mal hecho. Me tendrá que oír. ¿Algo más?

– ¿Le parece poco? Este chico dice mentiras como si fabricara churros…

– Estuvo muy feo. Pero mire, no crea que erraba del todo. Me encontraba muy mal ese día y fui al médico. He tenido mareos y dolores de cabeza muy fuertes. Es verdad que últimamente David se comporta… no sé cómo decirlo. Hace un par de meses vio a un hombre que se ahorcó en una glorieta de la calle Legalidad, no lo conocía de nada, pero le afectó mucho. Parece que él y sus amigos lo habían seguido el día anterior por las calles de Gracia, seguramente para reírse de él, dicen que iba como sonámbulo y llorando, pobre hombre. Bueno, pues a mi hijo le causó una impresión tremenda. Pero usted ha venido a hablarme de mi marido, buscando saber algo más de él, y yo… Vaya…

– ¿Qué le pasa, señora Bartra? ¿Se encuentra mal?

Algo ha ocurrido, no sé si relacionado conmigo, algo más que la punzada o el vahído habitual y pasajero; creo que aún percibo, flotando desde siempre y para siempre en mi cálida burbuja, la brusca alteración de la luz y del flujo de la sangre, un cambio de ritmo en la respiración de la gestante y en el pulso sosegado de la tarde. Se va a desmayar otra vez. Chispa, siempre a su lado, se incorpora y se aparta un poco, como si lo supiera. Una subida brusca de la temperatura en el líquido amniótico y acaso otro desconsiderado revolcón de un servidor la obligan a apoyarse en el filo de la puerta con ambas manos, muy pálida, cerrando los ojos y girando toda ella de costado. El inspector tiene el tiempo justo de abalanzarse y rodear su cintura con el brazo evitando la caída. La coge en volandas y viendo que no reacciona entra con ella en casa, cierra la puerta con el pie, rodea la mesa del recibidor-comedor y la deposita suavemente en uno de los sillones de mimbre junto a la mesa camilla. La pelirroja tiene la cabeza ladeada sobre el respaldo del sillón, la boca entreabierta y los ojos cerrados. Lleva el cabello rojo recogido en una cinta negra, un botón de la bata desabrochado sobre el pecho, y oigo su corazón latiendo con fuerza. Todo eso lo sé perfectamente y lo vivo todavía, lo que no podría asegurar es si ese desfallecimiento junto a la mata de margaritas ha ocurrido durante la tercera entrevista o bastante después, cuando ya Chispa tenía la bala alojada en la cabeza y estaba deshaciéndose enterrado en el lecho del torrente y David empezaba a maquinar su venganza, más o menos cuando el poli ya llevaba viniendo regularmente un par o tres de veces a la semana, siempre con algún obsequio, botes de leche condensada, medio kilo de azúcar, una tableta de chocolate…

– Señora Bartra. Señora -llama el inspector inclinando sobre ella su cara afilada con los ojos oblicuos y fríos de párpado sobrado, pesaroso, una cara en la que, en ocasiones, el ave de rapiña y el reptil se confunden, no para hacerla más sombría ni amenazante, sino más atractiva.

Unos suaves cachetes en la mejilla y coge su mano y la frota repetidas veces con energía, ella sigue sin reaccionar, le toma el pulso y luego pone la mano grande y oscura sobre su vientre. Aunque presumiblemente lo hace con suma cautela y la mejor de las intenciones -no quiero ahora dejarme llevar por los prejuicios, después de tanto tiempo-, me gusta pensar que yo estoy en ese momento cabeza abajo y muy quieto en mi cueva febril, y por tanto esa mano supuestamente enamorada y presuntamente asesina no detecta ningún latido, ni la menor señal de vida. Me gusta pensar que, por lo menos, ya que otra cosa no podría hacer, le doy esquinazo al poli y hasta quizá consigo angustiarle y asustarle un poco sin necesidad de mover un dedo.

Pero se muestra sereno y diligente, está haciendo lo imposible por reanimarla llamándola respetuosamente por su nombre de casada y frotando el dorso de su mano, piensa darle un vaso de agua pero sabe que el lavabo y la cocina están en la otra zona de la vivienda y opta por una solución más inmediata y radical, un poco de coñac de la petaca que lleva en el bolsillo trasero del pantalón. Suavemente desliza la mano bajo la nuca y levanta la cabeza acercando el brocal de la petaca a los labios, pero ella no llega a beber. Le basta el olor del alcohol para abrir los ojos.

– Dios mío. Ha vuelto a suceder…

– ¿Se encuentra bien?

– Creo que sí.

– Me ha asustado usted.

– Ya pasó. Ha sido el calor. No debe asustarse, me ocurre a menudo.

– Está muy pálida. Beba un sorbo de coñac.

– Eso sí que no -sonriendo aparta la petaca con 1a mano y prueba a levantarse, pero desiste-. En cuanto se me pase el mareo…

– ¿Toma algún medicamento? ¿Quiere que se 1o traiga?

– No, no. Gracias. Tomo un diurético, pero no es 1a hora… Ya puede irse, si quiere. Estoy bien, no se preocupe.

– Me quedaré a su lado un minuto, si no le importa.

La pelirroja calla y permanece recostada en el sillón con los ojos cerrados. Al cabo de un rato los abre.

– No se quede ahí de pie. Siéntese. Habrá sido el niño, que no para… Aunque a veces lo noto tan quietecito que me da miedo.

– ¿Quiere que le traiga un vaso de agua?

Ella no contesta y vuelve a cerrar los ojos. Y los mantiene cerrados cuando, al poco rato, insiste:

– Siéntese o márchese, haga el favor. ¿No me oye?

El inspector se sienta muy tieso en el otro sillón de mimbre frente a la pelirroja, que parece dormida, y entonces, déjame adivinarlo, hermano, entonces sí es verdad que siente por ella algo más que respeto y admiración, se quedará quieto observando con cierta íntima impunidad y durante un buen rato la tersa y hermosa frente y su sueño desvalido bajo los párpados de cera, la boca gruesa y dolorida, el pelo rojo y rizado y las manos blancas abandonadas sobre el vientre.

En la expresión fatigada de su rostro, ahora que ella no le mira, en su confiado reposo y en el humilde entorno, en ese remedo de calor hogareño conseguido con esfuerzo en una vivienda realquilada y pobre, los ojos de este hombre buscarán secretamente durante unos segundos, me gusta pensarlo, algo que su corazón perdió en algún momento de su vida.