Uno de los bolsillos de su trinchera gris, abultado y fondón, soporta más peso que el otro. Pero ahí no suelen llevar la pistola, piensa David, mientras sus ojos tras las gafotas taladran la tela impermeable y el forro del bolsillo: una petaca llena de coñac, un poco de calderilla entre briznas de tabaco y pelusilla, las llaves de casa y el encendedor, un Dupont de pacotilla, agazapado detrás de un paquete de Lucky Strike muy sobado, seguro que el guripa compra cigarrillos por unidades y lo va rellenando…
Lo que cuento son hechos que reconstruyo rememorando confidencias e intenciones de mi hermano, y no pretendo que todo sea cierto, pero sí lo más próximo a la verdad.
– ¿No me oyes? -insiste el inspector-. ¿Te dijo si volvería pronto?
– No sé, bwana. Yo no sé nada.
David baja la vista, presintiendo el carraspeo impaciente y las flemas desdeñosas anegando la siguiente pregunta:
– ¿A qué estás jugando, chico? Será mejor que me digas adonde ha ido tu madre.
– Sí, claro -mantiene los ojos bajos y no añade más. Se estira un poco la falda, se toca la boina, acomoda la correa del bolso al hombro y finalmente prosigue-: Si tanto le interesa, le cuento. Ha ido a la Maternidad, a la consulta del médico, pero luego tenía muchas cosas que hacer… Visitar a la abuela Tecla, que sufrió una embolia y tiene paralís en este lado de la cara, y pasar por la farmacia, y después iba a comprarse unas medias de nylon y un vestido de noche, y me ha dicho que si le quedaba tiempo quería ver una torre con jardín que está en venta allá por Tres Torres, no crea usted que vamos a vivir realquilados aquí toda la vida, en este barrio de mierda donde tanto se nos critica. ¿Conoce usted Tres Torres? Un barrio de señores, el mejor de Barcelona, allí nació mi madre y los padres de mi madre, que murieron en un bombardeo. Seguramente la semana que viene nos mudamos, así que ya lo sabe, cuando vuelva por aquí ya nos habremos dado el piro. Es lo más seguro.
– Me das pena, muchacho -gruñe el inspector, que ha girado la cabeza a un lado mientras David estaba perorando, como si la sarta de disparates le salpicara el rostro. Mete los dedos en el bolsillo de la trinchera y acaricia la petaca de coñac, pero no la saca-. ¿Cuánto hace que tu padre no te pone la mano encima?
– ¿Qué pasa, me va a interrogar a fondo? -Apoya una mano en el quicio de la puerta y la otra, más airosa, en la cadera algo encabritada, impertinente-. Pues si tanto le interesa, le diré que no veo a mi padre desde la noche que saltó al barranco y escapó al territorio de los Kubanga.
– Levanta la cabeza y mírame a los ojos -dice el inspector.
– A la jungla. No me diga usted que no lo sabía.
– ¿De qué puñeta me estás hablando?
– De La Jungla en Armas. Allí es donde está.
El hombre deja escapar un suspiro y se pone el sombrero. Parece que se va, pero no. Llevas la mentira en la sangre, chico. David alza la rodilla izquierda para subirse el calcetín, luego la rodilla derecha, haciendo equilibrios sobre un solo pie. Enseguida, moviendo la mano con premeditada delicadeza y muy despacio, la lleva de nuevo a la cintura como si fuera una mariposa, y baja la vista otra vez. El inspector lo mira severamente.
– Quítate esas gafas y levanta la cabeza. Quiero verte los ojos cuando me hablas.
– Bwana esperar sentado. En este ojo tengo un orzuelo como un melón.
– Compadezco a tu madre. Seguro que se pasa el día suspirando porque tu padre vuelva y se ocupe de ti como es debido…
– ¿Usted cree?
– Y de paso rezando para que el señor Bartra deje de beber y de meterse en líos, dondequiera que ahora esté. Quiero decir -añade el inspector con una voz que no parece la suya, más placentera-, deseando que esta situación acabe. Que tu padre vuelva pronto. Que se ocupe de vosotros.
– No sé, bwana. En casa no se habla de eso.
– ¿Me vas a decir que no habláis nunca de él? ¿Acaso no le echáis de menos?
– No hablamos de eso. A la pelirroja no le gusta.
– ¿Cómo te atreves a llamarla así, a tu propia madre?
– A ella no le importa -David esboza una sonrisa y arquea la cadera-. Es como un piropo. Mi papaíto siempre la llamaba así.
Oye un débil gemido y aparta la vista un momento. El culo ensangrentado de papá y su mano con el pañuelo apretado a la herida pasan ante sus ojos.
El inspector guarda silencio unos segundos.
– Entonces, ¿seguro que no tienes nada que decirme? Sabrás por lo menos dónde trabajaba tu padre.
– En la intrépida brigada matarratas.
– No seas majadero.
– ¡Que me muera si miento! -dice David-. ¡Mataba ratas en los cines!
– Me refiero a antes de eso. Antes de ser funcionario del Servicio Municipal de Higiene.
– Antes no sé, bwana. Creo que era anestesista. Yo era muy pequeño. ¿Sabía usted que las ratas podrían invadir los cines y atacar a la gente? ¿Sabía que una pareja de ratas puede parir cada año veinticinco mil asquerosas crías?
– ¿No habéis tenido noticias suyas, después de seis meses?
– Sí, pero son noticias del año catapún, y no son buenas -entona David sofocando un bostezo forzado y un repentino escalofrío dentro del jersey de angorina, que le viene pequeño y deja ver el ombligo-. Hemos recibido una carta suya, resulta que no está donde creíamos… Le cuento. Él siempre dijo que emprendería un largo viaje al corazón de África, desde Jartum hasta el lago Victoria pasando por los Montes Azules, pero no, resulta que a última hora cambió de plan. Se está internando cada día más en la jungla de Mindanao, ¿sabe dónde para eso, bwana? En las Filipinas. Y dice que ha tenido que disfrazarse de Juramentado para apresar a Datu y a todos los que trafican con pellejos de cerdo y colmillos de elefante. Y aún hay más. Dice que es mentira que los Juramentados se mueran de miedo si los envuelven en una piel de cerdo. Mentira podrida.
La cabeza echada hacia atrás, como si las palabras de David apestaran, el inspector tiene los ojos entrecerrados y parece dormir.
– ¿Eso es todo?
Bajo el arco delicado y altanero de las cejas, la mirada insumisa de David recela del aplomo y la parsimonia del poli.
– No, bwana. Los Juramentados son como los caballos, sólo se les puede matar con un tiro entre las cejas… ¿Usted sabe disparar así? Mi padre dice en su carta que antes de dejarse prender por la tribu de los pigmeos Kubanga se pegará un tiro con su rifle de repetición. La carta tiene fecha de hace cuatro meses, así que podría ser que ya la hubiese diñado. El párroco de Las Ánimas le dijo a mi madre que seguramente estaría ya en el infierno, porque allí es adonde van a parar los suicidas, eso le dijo el jodido cabrón de mierda de cura. Y no la hizo llorar porque la pelirroja es fuerte, pero no hay derecho.
– ¿Has terminado?
– Sí, bwana.
El inspector saca del bolsillo abultado de su trinchera un libro forrado muy toscamente con papel de periódico.
– Cuando vuelva tu madre, le das esto de mi parte. Se le cayó la otra tarde en la parada del tranvía. Lo he forrado un poco como he podido, porque tiene un roto.
– Vaya chapuza -dice David cogiendo el libro con dos dedos, como si estuviera infectado-. ¿Y ha venido sólo para eso? Pues sí que.
Que si patatín y que si patatán. Que si la han visto llorar, que si es hipertensa y diabética y fuma como un hombre, que si ella y su hijo viven con dos reales al día… Bueno, será como dicen, pero oiga, nunca la verá usted quejarse, aunque está de la espalda peor que yo, y pálida no digamos, hay días que su carita está más amarilla que este limón y asín y todo usted no la verá nunca torcer el gesto. Hace milagros con la ropa vieja y una aguja.
Y que lo digas. La señora Bartra es una mujer muy animosa. Siempre tan atenta y amable, una bellísima persona, y además muy instruida.
Nombre y apellidos, venga.
Dicen que había sido maestra de escuela.
La costurera pelirroja es una mujer todavía joven y muy guapetona.
Una mujer sola que se las apaña ella sola, Rufina. Una de tantas, hoy en día.
¿Que si le gusta el café? ¡Vaya preguntas tiene aquí el señor policía! Quién lo pillara, ¿verdad, Puri? Pero hay que ver a qué precio está hoy en día el café-café. ¿O lo pregunta usted por un si acaso la pelirroja anda estraperlando? Porque no, oiga, eso no. Se oyen tantas mentiras…
Pero ese aire tan juvenil que se gasta, esa carita de niña, con la piel tan blanca y el pelo de zanahoria, no sé, no sé…
A mí no me pregunte usted. Yo no sé nada, la verdad.
¿La verdad? Este callejón de mala muerte es tan estrecho que la verdad no pasa por aquí ni con fórceps.
Pero qué chorradas dices, Rufina.
Una prima de ésta, la Emilia, está en la cárcel por dedicarse a la compra de objetos de procedencia dudosa. ¡Conque ya ve usted!
¿El marido de la señora Bartra? Un tarambana.
Cuando lo buscan…
Un sinvergüenza. Un malparido.
¡Ep, no fotis, tú, sin insultar!
…por algo será.
La última vez que lo vi, me engañó. Le dije qué, señor Bartra, cómo andamos, y él encendió un Ideales, se agarró aquí el paquete, con perdón, soltó un ¡Arriba España!, miróme de refilón el culo, y fuese.
Cuando una le vuelve la espalda, lo primero que hace este hombre es mirarte el culo.
Aquella noche se la pasó escondido en el barranco…
Media legua, media legua, media legua.
…durmiendo con un ojo abierto, como los tigres.
Y dice otra: