Выбрать главу

– Esta pregunta no me parece pertinente, inspector.

– Tal vez. Confieso que mi interés no es meramente profesional.

– Usted me está pidiendo la verdad sobre un asunto privado. Tendrá que conformarse con la verdad pública, que es ésta: mi marido es desafecto al régimen. Y es un alcohólico.

– Eso ya lo sabemos. No era mi intención…

– Está bien. ¿Le importa que hablemos de otra cosa? Veamos. Creo que antes se ha referido usted a mis estudios.

– Sí. He de completar el informe con algunos datos que me faltan.

– Pues venga. Qué quiere saber.

– Usted era maestra de escuela en la República. O por lo menos lo fue durante unos meses, en Mataró, cuando vivía con sus suegros. Estuvo enferma mucho tiempo, afectada por la muerte de su hijo, y tuvo que dejar el trabajo. Después de la guerra no volvió a la enseñanza.

– No me dejaron.

– No la dejaron -repite el inspector sin el menor tono inquisitivo.

– Así es. Supongo que no le extrañará -dice ella-. Todos conocemos a personas, médicos, abogados, que no han podido volver a ejercer su profesión.

– Ciertamente. ¿Y qué hizo usted, cómo se las apañó?

– Ya vivíamos aquí -suspira mamá-. Me puse a trabajar en una fábrica de hilaturas de la calle Escorial.

– La fábrica Batlló -dice el inspector estrujando la cajetilla de Lucky vacía y depositándola en el cenicero.

– Todavía estoy en plantilla -dice mamá-. Llevo tres meses de baja, ya le hablé de eso. Mi horario era de seis de la mañana a dos de la tarde y la semanada de veinticinco pesetas, y tenía dos telares a mi cargo. Ah, y empecé con dos años de aprendizaje, cobrando quince pesetas a la semana… Qué más quiere saber.

El inspector ha sacado el bloc y, rebuscando en sus bolsillos, ha encontrado un trozo de lápiz algo más largo que una colilla. Pero no toma notas.

– Hizo bien en pedir la baja -dice con la voz neutra y remansada. Ahora es ya una voz vaporosa que no expresa convicción y sin embargo la busca, una voz de humo-. Hay que cuidarse. Hizo bien.

– Fue cosa del médico, no crea usted que es cuento.

– Pues claro, no hay más que mirarla. Usted necesita cuidados.

– Qué más quiere saber. Ah, sí. Confecciono en casa blusitas y falditas para niñas o para muñecas, me da igual, hace mucho tiempo que lo hago, y prefiero coser que volver a la fábrica. Y eso es todo, creo -ha cogido el Dupont y le da vueltas entre los dedos, sobre la barriga puntiaguda, al parecer sin nada más que añadir. Se fija en las iniciales M. G. grabadas en el mechero, y vuelve a dejarlo sobre la mesa, junto al platillo de la taza de café. Mira el paquete de cigarrillos arrugado, y él adivina su pensamiento.

– Se acabaron -y con algo parecido a una sonrisa, añade-: Y me alegro por usted.

Tampoco el inspector parece tener más preguntas que hacer y permanece callado unos segundos, mientras bebe un sorbo de café y corrige la posición de la carpeta azul sobre la mesa. Al hacerlo, la carpeta desplaza el mechero hasta el borde de la mesa camilla, y de allí, y sin que él ni ella lo adviertan, el mechero cae blanda y silenciosamente sobre la manta doblada en la que hace un momento yacía Chispa. De pronto el inspector cree recordar algo.

– Usted tiene una hermana, que vivió mucho tiempo en un pueblo de Tarragona.

– Lola. Hace por lo menos seis años que se vino a Barcelona.

– No aprecia mucho a su marido de usted.

– Sólo oír su nombre le causa pavor. Tiene ocho años menos que yo, pero siempre fue una viejecita resabiada y beata… No se hace querer, pero es buena.

– He hablado con ella -el inspector consulta su bloc y añade-: Vive en Vallcarca. Eso es. Lola.

La tiene muy presente, no tanto por su aspecto poco agraciado, una mujer flaca abriendo y cerrando su bolso de terciopelo negro con un ruido metálico fortísimo, como un disparo, como por su mal disimulado rencor hacia su hermana Rosa casada con un sinvergüenza. Le mostró su carnet de una Congregación de Hijas de María y le dijo no saber nada ni querer saber nada del hombre que ha hecho tan desgraciada a mi hermana, con lo lista que ella se creía, no señor, no sé por dónde andará ese rojo ni quiero saberlo.

– Casó con un campesino del campo de Tarragona que ahora es tranviario, el Pau -añade mamá-. Es cobrador en la línea treinta.

– ¿Queda algún familiar en aquel pueblo… cómo se llama?

– La Carroña.

– Eso, La Carroña. Vaya nombrecito.

– Más que un pueblo -dice la pelirroja pasando por alto la observación-, es una calle muy corta, no creo que llegue a una docena de casas. Debe quedar por allí el hermano de mi cuñado. No sé, hace años que Lola y yo no nos hablamos. Y por cierto no dejo de lamentarlo, no por mí ni por ella, sino por David. Mi hermana tiene una hija de la misma edad que David, quizá un año menos, y desde pequeños se querían mucho… ¿Por qué me pregunta usted todo eso? ¿Acaso cree que Víctor puede estar escondido en La Carroña? Pues olvídese. Aun en el caso de que alguno de los dos hermanos, y pienso sobre todo en mi cuñado Pau, el tranviario, que está un poco loco pero es un pedazo de pan, pues aunque él hubiese querido esconder a mi marido en su casa, Lola no lo habría permitido de ninguna de las maneras. ¡Menuda es mi hermana! Pero ustedes ya habrán investigado eso.

– Hay un informe de la Guardia Civil.

Chispa abandona el frescor de las baldosas y cabeceando cansinamente se dirige hacia su manta, se deja caer y cubre el Dupont con la pelambre de su barriga. Empieza a gemir. Espatarrado y con la cabeza ladeada, parece muerto.

– David ya debería estar aquí para sacarlo a la calle -dice mamá. El perro, alzando la cabeza con gran esfuerzo, la mira con una tristeza tan grande en los ojos que ella lo interpreta como una súplica-. En fin, lo sacaré yo.

Quizá porque la idea de dárselo al inspector y que se lo lleve ya le ronda el pensamiento, engancha ia correa al collar del perro. Recuerdo ese collar de Chispa como si lo hubiese visto: rojo y muy ancho para un perro de su talla, con estrellitas de latón y la hebilla dorada. La correa está hecha con tiras de cuero trenzadas de color marrón claro.

El inspector ha cogido su carpeta y sigue a mamá y al perro al otro lado de la casa, él mismo abre el portalón y los tres bajan muy despacio los escalones hasta el jardín de cenizas. Todavía aquí escucha mamá del inspector alguna nueva observación acerca de la conveniencia de evitarle más sufrimientos al chucho, pero ella no se decidirá hasta el último momento, cuando ya él se despide.

– Espere -dice de pronto, tendiéndole el cabo de la correa-. ¿Quiere llevárselo ahora? Tenga, y que sea lo que Dios quiera. Ya veré qué le digo a mi hijo… Espero que sepa perdonarme.

– Dígale una mentira -sugiere el inspector-. A veces una pequeña mentira es necesaria, sobre todo si con ella se consigue un bien.

– No estoy segura de que haya mentiras necesarias.

– Déjelo en mis manos, señora Bartra.

Chispa mira al inspector y ensaya un ladrido, que le sale asmático, luego gimotea, escarba el suelo con la pezuña, hace señas, olfatea el peligro.

– Calla -dice mamá, dirigiéndose a la puerta con las manos sobre la barriga-. Te vas con el señor inspector, un buen amigo… Pero que no sufra, se lo ruego -añade mirando al policía.

– No sufren. Es cuestión de un momento…

– No me lo cuente, por favor. No quiero saberlo.

– Piense que para el pobre animal es lo mejor. Vamos, valiente, ven conmigo.

– Tenga paciencia con él, que casi no puede andar… ¿Qué harán luego, dónde lo enterrarán?

– El veterinario se ocupará de todo -dice el inspector con un leve tirón de la correa-. Usted ahora entre en casa y olvídese del asunto. Haga el favor, señora Bartra.

Adaptando con torpeza su paso al del animal, el inspector se lleva a Chispa tirando suavemente de la correa con la mano escondida a la espalda, llevando en la otra mano la carpeta.

Poco después, mirándoles de reojo desde la puerta, ella les ve alejarse muy despacio por la franja cenicienta al borde del torrente, cabizbajos los dos, policía y perro unidos por la correa y por otro vínculo, no por invisible menos perceptible, una suerte de mansedumbre en el paso que les hace extrañamente cómplices o solidarios en la penosa marcha. Lo último que ve la pelirroja es a Chispa echado en el suelo, negándose a seguir, y al poli tirando de la correa con bruscas sacudidas. En el instante en que ella cierra la puerta, el inspector se revuelve cambiando de mano la correa y la carpeta con cierta mal disimulada impaciencia.

Ya estoy encajado en la pelvis de la historia y percibo aviesos fulgores, pero no tengo ninguna prisa. Desde la burbuja que todavía me preserva del mundo y sus espejismos, escucho los pasos sigilosos en el oscuro corredor del chalé de los muertos al regresar mi hermano a casa con el mal augurio que ya esta tarde, cuando estaba espiando agazapado bajo la ventana, le transmitió la voz del inspector Galván sentado muy tieso frente a mamá, una voz tan inesperadamente aterciopelada y una postura tan atenta… Ahora ella cose en su cuarto. Nada más entrar en el comedor-recibidor, David distingue el apagado fulgor dorado del Dupont entre los pliegues de la manta, como si acabara de caer allí sin hacer ruido y le hiciera guiños, justamente en el mismo lugar donde el perro debería estar esperándole meneando el rabo.