Empieza a llamar a Chispa, pero algo terrible le dice que no debe esperar respuesta. Se inclina sobre la manta despacio, en una actitud entre furtiva y reverencial, se hace con el Dupont de un manotazo y lo guarda en su bolsillo.
Estará llorando la muerte del perro Dios sabe cuánto tiempo. Tanto lo había querido y con tanto cariño lo cuidó procurando aliviar su sufrimiento, tanto lo había acariciado y con tanto mimo, que la palma de su mano guardaría memoria imborrable del pelo ralo y sus meandros en el lomo y en la barriga, de las orejas melladas y del hocico no siempre frío, de los quistes y de las peladuras en la piel. Y fue esta memoria fiel y rabiosa la que engendró la venganza; no tal vez la consecuencia directa, pero sí el germen, la venenosa semilla. Nada de cuanto iba a sucederle a David en el transcurso de su corta e intensa vida, ninguno de sus muchos y privados infortunios, de sus locos empeños y sus penosas claudicaciones tendría para él tanta importancia como el desdichado fin de ese perro; ni el día que, vestido totalmente de luto, llorando y llevándome en brazos, fue acogido en casa de la tía Lola, ni años después, cuando se convirtió en un joven gamberro y la tía tuvo que ir a buscarlo a la comisaría no sé cuantas veces, o cuando la prima Fátima se encaprichó de él y parecía feliz pero en el fondo se sentía muy desgraciado, ningún revés de los muchos que labraron su destino, su soledad y su desmesura, habría de marcarle tanto como la muerte de Chispa.
Cacho cabrón. Cerdo. Maricón. Matarife hijoputa. Polichulo de mierda. Ojalá te metan una rata viva en el culo y te coma las tripas.
Deja de escupir barbaridades, hermano. Esta tarde mamá te ha oído y con el disgusto que ya lleva encima…
Tú calla, boniato peludo. Sigue nadando en tu pecera y no fastidies más.
Está mascullando improperios en un recodo del barranco, pegado a una grieta que frecuentan lagartijas y culebras. A su lado asoma una roca caliza en cuya superficie quedó grabada con toda nitidez la huella de una concha marina con estrías y también la espiral de una caracola. Es que hace un millón de años, le había explicado a Paulino, mucho antes de que esto fuera un río, el mar llegaba hasta aquí y lo cubría todo con sus peces de colores y sus conchas y caracolas. Esta idea de la vida anegada totalmente por las aguas muertas sin orillas le conforta momentáneamente. Agazapado en la grieta, por encima y más allá de la estridencia de grillos reales o grillos meramente acústicos, los que anidan en sus oídos, se siente como en el interior de una caracola y atiende a los ecos de una quimera fluvial que sólo para él discurre aquí, un murmullo estival de insectos y de aguas primigenias y dormidas, de cuando la barranca debía ser todavía un arroyo sosegado y cristalino.
Nubes algodonosas se arrebujan sobre la Montaña Pelada, y al atardecer, bandadas de gorriones buscando cobijo se dejan caer en picado, como grávidas cortinas oscuras descolgándose sobre el resplandor del crepúsculo.
– ¡Mi pobre Chispa! ¡Mi pobre perro!
Esta primera noche se la pasará sollozando bajo la sombra protectora de la grande y sonrosada oreja del doctor P. J. Rosón-Ansio, y seguirá mascullando maldiciones y lamentos a lo largo de toda la mañana siguiente, sin querer hablar con nadie salvo consigo mismo. Puños apretados en los bolsillos y cabeza gacha, embistiendo el aire, así permanecerá hasta que, hacia el mediodía, hallándose sentado en los escalones de la puerta principal, al cerrar rabiosamente por enésima vez el puño sobre el mechero del inspector, los ojos se le quedan repentinamente secos. Sorprendido, descubre que ya no desea seguir llorando, y mira frente a él las sábanas que agita el viento en el tendedero.
Hace un rato que mamá ha regresado del mercadillo con su gran capacho de la costura y él sabe que ahora está hirviendo lentejas con arroz. Enseguida saldrá con el cesto a recoger la ropa seca, y David reanuda su letanía de tacos en voz baja.
– ¿Todavía con esta monserga? -dice mamá, fingiendo un malhumor-. Tuve que hacerlo, hijo. Tú nunca habrías consentido que se lo llevaran.
– ¡Claro que no! ¿Cómo te dejaste convencer? ¿Cómo fuiste capaz de entregar mi perro a ese policía fanfarrón para que lo llevara al matadero…?
– No me hables así, te lo pido por favor… No me encuentro bien, hijo. ¿Me ayudas a recoger la ropa?
– Ahora no puedo. ¿No ves que estoy pensando?
– Está bien. Piensa, pero date prisa.
¿Estás pensando qué, hermano? Ya sabes que te queremos mucho, pero ¡vaya jeta la tuya, chaval! ¿No has oído a mamá, o no quieres entender? Tuvo que decidir por ti. Se armó de valor, hizo de tripas corazón, y ahora te necesita.
Tú te callas, sanguijuela asquerosa. No tengo por qué aguantar tus reproches.
Te diré lo que pienso, hermano: esa bola de carne envenenada ha sido la mejor solución para Chispa.
¿Tú sabes lo que es morir envenenado con una bola de estricnina? ¡Tres o cuatro horas de agonía!
Ya. Pero no se lo digas a mamá, no hace falta. De todos modos, creo que exageras.
Sé lo que me digo.
Vale, está bien.
¡Y déjame en paz, capullo, que parece mentira que seas tan capullo!
Que sí, que vale.
– ¿Vienes o qué, hijo? -dice mamá-. Si vas a seguir refunfuñando, mejor que entres en casa y pongas la mesa. Así te entretienes en algo, cariño.
¿Lo ves? Ella te oye y comparte tu pena. ¿Qué más quieres, hermano? Levántate y ayúdala. Tenemos que ser una familia unida en la desgracia…
¡Qué familia unida ni qué hostia santa! ¡Será gilipollas el piojo sentimental ese!
– Levántate y a casa, David. Pero ya -dice mamá-. Venga.
Se levanta, pero en vez de meterse en casa se va al tendedero, carga con el cesto de la ropa y se queda a su lado, susurrando como para no molestar:
– ¿Y quién lo ha matado? ¿El guripa no te lo ha dicho?
– Un veterinario amigo suyo.
– No me lo creo. Este poli es más falso que un duro sevillano…
– Después de una pausa, añade-: ¿Y dónde lo han enterrado, se puede saber, si es que alguien se ha tomado la molestia de enterrar a mi pobre Chispita?
– Lo enterró el inspector personalmente -dice ella para tranquilizarlo-. No me dijo dónde. Aquí abajo seguro que no, así que no andes buscando por ahí, como hiciste anoche. Y deja de lloriquear. Deja que el tiempo haga su trabajo -repentinamente se quita una pinza de la boca, se inclina y estampa un beso en la mejilla caliente de David-. Y si quieres un buen consejo, no malgastes tus lágrimas, guárdalas para cosas más importantes. O dentro de muy poco no te quedarán, y cuando seas mayor como yo y quieras llorar, no podrás. Recoge esta toalla, ya terminamos.
Los brazos afanosos en alto, la brisa erizando el vello rojizo de sus sobacos y la pelusilla de su nuca, mamá siente la punzada conocida y puntual. A su alrededor, el aire como una miel hierve de insectos heridos de luz. Vuelan aromas de espliego y cacareos de gallina, y una música de radio suena al otro lado del torrente, más allá de los tres robles y del roquedal, en el incipiente polígono de casas baratas, un laberinto de azoteas con jaulas de conejos y palomares al pie de la cuesta. La blusita de color azafrán y otras prendas conocidas se secan sobre matorrales.
– En aquella colina, hace muchos años -dice David señalando al otro lado-, había un campo de trigo con amapolas.
– ¿Cómo lo sabes, hijo?
– Lo sé porque lo sé.
Observando detenidamente esos colores y esas formas animadas bajo el sol, David está a punto de atrapar el presagio de una vivencia emotiva, algo que todavía permanece en los dominios de la intuición.
Morderás el polvo, susurra.
– ¿Qué te pasa? -dice mamá-. ¿Otra vez hablando solo?
– Es tu barriga, que hace ruiditos. El monito te está pateando las entrañas, mamá.
– No me gusta que le llames monito. Hala, a la mesa.
De pronto, subiendo los tres escalones, a David se le escapa un sollozo que no puede controlar.
– Aquí se echaba para que yo lo curara… ¡Casi estaba curado! Tú lo viste. Le ponía tintura de yodo todos los días y le cepillaba el pelo, y él movía el rabo y me miraba. Estaba tan contento, aunque no pudiera verme… ¡Pobre Chispa, pobre amigo mío! ¡Cómo le habría gustado correr por un campo de trigo y amapolas…!
– Por favor, hijo, no me amargues la vida, que de eso ya se ocupan otros… ¿Te parece bonito que la muerte de un perro te haga llorar más que la desgracia de tu padre?
– Ese poli matarife -dice David- podría por lo menos devolver la correa y el collar, ¿no? ¡Son míos!
– No se me ocurrió -dice mamá-. Se lo diré. Si no se han perdido, te los devolverá. No es una mala persona. No lo es, David.
CAFÉ-CAFÉ CON DOS TERRONES
Lo mismo que el recuerdo de algunas vivencias personales que nos habían parecido imborrables, la memoria de aquello que hemos visto con la imaginación, porque no alcanzamos a vivirlo, también se hace borrosa con el tiempo, también se desgasta. Un instante apenas, aquí, junto a la inolvidable y nunca vista mata de margaritas que todavía no se ha marchitado, y ambos se desvanecen en el aire mientras intercambian un saludo convencional, el inspector Galván con el cigarrillo en los labios y una mano apoyada en la pared, la otra en el bolsillo de la americana o tocándose levemente el ala del sombrero, siempre un poco envarado y galante, y nuestra pelirroja con el hombro apoyado en el quicio de la puerta, la mirada lánguida y la mano yerta y paciente sobre el delantal que cubre su barriga.