– Uf. Usted otra vez.
– No la molestaré mucho rato. Hace mucho calor. ¿Cómo se encuentra hoy, señora Bartra?
– Regular solamente. Éste se ha pasado todo el santo día con hipo. Habrá tragado mucha agua -y sonríe al añadir-: En eso por lo menos no se parece a su padre.
– Está de broma.
– ¿Usted no sabe que en el útero los bebés tienen sed y tragan y tienen hipo como nosotros? ¿No? Pues ahora ya lo sabe.
– Vaya. Es usted una mujer como no hay otra.
Se preguntará ella por enésima vez si es prudente invitarle a pasar, y me gustaría poder decirle que no, no lo hagas, mamá.
– Chitón y pórtate bien… Hablo con el niño -aclara y añade-: Inspector, usted sabe algo de mi marido que no me quiere contar.
– ¿Qué le hace pensar eso?
– Muchas cosas. Su manera de comportarse conmigo… Sabe que estoy en lo cierto. Venga, confiéselo.
Apenas un instante apresado fugazmente, como en un parpadeo premonitorio de los ojos de mi hermano saliendo del oscuro cuchitril de revelado del fotógrafo Marimón con las uñas amarillas y el corazón furioso, mucho antes de llegar a casa y viendo ya la mano del policía removiendo otra vez tontamente las margaritas, oyendo ya el timbre de la puerta del consultorio antes de que el dedo pulse el botón y viendo a mamá abrir esa puerta antes incluso de oír el timbre, todo eso para llegar y quedarse merodeando al otro lado de la casa, entre el barranco y la puerta de noche. Seguro y firme al borde del abismo, solo o en compañía de Paulino y sus maracas, demora lo más que pueda volver a casa porque sabe que el poli ya está aquí obsequiándola por ejemplo con dos pastillas de jabón de olor que acaba de sacarse de un bolsillo de la americana, mientras del otro saca una bolsita de torrefacto, y, haciendo caso omiso de los reparos de ella, que se resiste a aceptar los obsequios, con mal disimulada sequedad dice cójalo usted y haga el favor de callarse, señora Bartra, yo sé lo que le conviene. La vida está muy difícil… Y se queda allí de pie junto a la mesa camilla, alto, corpulento, tieso como si se hubiera tragado una escoba, mirando a mamá como queriendo entender algún enigma en sus palabras o en su aspecto, como deseando ponerse de acuerdo con ella en algo importante o tal vez solamente esperando oírle decir siéntese, haga el favor, precisamente acabo de hacer un poco de café del que usted me trae… ¿Dice que no hay novedad? No puedo creer que una policía tan eficiente como la que tenemos, con su reconocido olfato para cazar peligrosos anarcosindicalistas y rojos separatistas, no haya avanzado nada en este asunto, y que usted todavía esté en Babia.
Trae del aparador otra taza con su platillo, la deja en la mesa camilla junto a la suya y se sienta frente a él, dispuesta a sacarle lo que sepa del asunto que a ella le interesa. Después de llenar su taza, se sirve nuevamente.
– Debería usted controlarse un poco con el café -opina el inspector-. Es un excitante. No sé si hago bien proveyéndola de tanto café…
– La verdad es que me viene de perilla. Hay días que al levantarme de la cama, si no puedo tomarme una buena taza de café, no valgo para nada, no carburo, que dice mi hijo.
– La creo. A mí me pasa igual.
– Dos terrones, ¿verdad?
El inspector mira la mano de la pelirroja suspendida sobre los terrones de azúcar, parece dudar.
– Dos.
– Yo medio, el médico me ha prohibido el azúcar -bebe un sorbo y vuelve al tema que le interesa-. Así que nada de nada. Pero, ¿ni siquiera un indicio, por mediación de algún confidente? Ustedes se sirven de confidentes habitualmente, ¿no?
– Así es.
– ¿Me invita a un cigarrillo rubio? Haga el favor. A través de la espiral azul del humo, la pelirroja guarda silencio y observa al inspector. Una ansiedad mal controlada sofoca su voz.
– Gracias.
– Ustedes, los de la Social, saben algo de mi marido y no me lo quieren decir.
– ¿Qué le hace pensar eso?
– Seguro. Habrán verificado todo lo que desmentí respecto al expediente, y seguro que ya saben más cosas.
Después de un instante de vacilación, el inspector admite que hay noticias, pero alega que no está autorizado a reveladas, y que en realidad carecen de interés. Que no son en absoluto malas noticias, añade, de modo que no debe preocuparse. Víctor Bartra se halla todavía en paradero desconocido y presumiblemente bien de salud, eso es todo lo que él puede decir al respecto.
– ¿Cómo sabe usted que se encuentra bien?
– Sabemos dónde ha estado escondido estos últimos meses. Lo sabemos con toda seguridad. Y es de suponer que le va bien.
– ¿Dónde ha estado? ¿Y por qué supone que le va bien?
El inspector tarda un poco en responder, y cuando lo hace, una flema malhumorada y con su punto de tristeza se le enreda en la voz.
– No puedo decirle más, por ahora. Prometo informarla puntualmente en cuanto me sea posible. Le repito que todo va bien, mejor de lo que usted se imagina… Ahora, si me lo permite, quisiera hablarle de otra cosa…
Sentados a la mesa camilla, platicando bajo la luz mortecina del atardecer que entra por la ventana, tomando café y fumando con una parsimonia artificiosa y delicada, preconcebida y de algún modo hasta cómplice, como si en esa creciente penumbra del recibidor-comedor improvisado en un antiguo consultorio médico estuvieran ambos parodiando a sabiendas y en secreto un rito social proscrito, formas abolidas de convivencia y entendimiento: la ilusión engañosa, hoy lo sé, de futuro, cuando ya no queda futuro para ninguno de los dos y persiste en torno el desgaste de los afectos. Es la hora en que muere la tarde y las sombras invaden los hogares del barrio con extraña morosidad, con una puntual y familiar aflicción, sobre todo si es domingo.
El carmín intenso en los labios de mamá y otro cigarrillo entre sus dedos. Mira al inspector de refilón cuando él enciende una cerilla por segunda vez. Al inclinarse sobre la llama con el pitillo en la boca, él tamién se inclina y percibe, seguro que lo percibe intensamente, el aroma de sus cabellos limpios y rojos recogidos en la nuca en un desbaratado moño.
– A propósito -dice el inspector después de soplar la cerilla-. ¿Por casualidad ha visto mi mechero por aquí?
– ¿Lo ha perdido? Pues aquí no. Lo habría visto. ¿Cuándo lo echó en falta?
– El día que me llevé al perro. Me fastidia mucho. Se me caería a saber dónde, suelo quitarme la americana y dejarla por ahí… Lo he buscado por todas partes y no aparece por ningún lado -añade un tanto atolondradamente.
– Si lo ha buscado por todas partes -dice mamá con su tonillo de chunga-, habría aparecido en algún lado. Se expresa usted de manera muy divertida, inspector.
– Bueno, yo no he sido maestro de escuela, no hilo tan fino. La verdad es que lamento mucho la pérdida del mechero, era un regalo de mi hija.
– ¿Tiene usted una hija? -dice mamá con la voz neutra y los codos en el aire, recogiendo con los dedos un manojo de pelo rojo encrespado en la nuca.
Así, al hilo del Dupont extraviado y esa hija a la que el inspector se ha referido por vez primera, ella sabrá cosas de este hombre que nunca pensó que podrían despertar su interés. Sabrá que la niña se llama Pilar y es hija única y va a cumplir quince años, y al rato sabrá también que el inspector enviudó hace cinco años y acaba de cumplir cuarenta y dos, que vive no muy lejos de aquí, en la calle Miguel Sants, más arriba de la plaza Sanllehy, y que antes de ser funcionario de policía había sido catador de vinos.
– ¡No me diga!
– ¿Le sorprende? Pues sepa que es una profesión muy respetable… Aquí donde me ve, aún sería capaz de determinar la fluidez y consistencia de un vino -añade con una chispa de orgullo en los ojos- con sólo inclinar la copa y dejarlo reposar.
– ¿Ah, sí?
– Si no se pega al cristal, es un vino ligero. Si resbala como una lágrima, despacio, es un vino consistente…
– Vaya -sonríe mamá-, creo que todo eso habría interesado a mi marido… -su voz se debilita, se lleva la mano a la frente, cierra los ojos-. No me haga caso. A veces me dan ganas de reírme de todo…
– ¿Se encuentra bien? -dice el inspector.
– No es nada -bebe un sorbito de café-. Siga, por favor.
Cuando estaba estudiando todo eso sobre los vinos, le explica, aún no había ingresado en el Cuerpo y tenía novia, una chica de Algeciras que servía en la misma pensión donde se alojaba él, en Madrid. Se había matriculado en Enología y Viticultura porque quería ser catador de vinos, su padre era capataz de unos viñedos en Valdepeñas. Se casó y durante unos años todo fue bien, nació la niña el día del Pilar y por eso se llama Pilar, pero luego con la guerra vinieron todos los males, su padre y su hermano mayor emprendieron un viaje a Burgos con el dueño de las bodegas y parece que se toparon con una patrulla y nunca más se supo de ninguno de ellos. Llega por fin la paz y regresa a Valdepeñas, pero se encontraba sin trabajo y además al poco tiempo enviuda y se queda solo con una niña de diez años, enemistades y deudas, un rosario de desgracias, así es la vida. Por recomendación de un coronel de los Servicios de Información, a cuyas órdenes había estado en Burgos, pide el ingreso en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia, que muy pronto se convierte en la Brigada Político-Social, es destinado primero a Bilbao y poco después a Barcelona, adscrito a la VI Brigada Regional…