– En fin, no sé por qué le cuento todo eso…
– Déme otro cigarrillo, haga el favor.
– El último. Ni se le ocurra pedirme más, por hoy al menos.
Después, escudada detrás de las volutas de humo azul, ella le observa con curiosidad mientras habla. Sobre la mesa camilla, junto a Guerra y paz y el cenicero puesto encima, detrás de las tazas y la cafetera de porcelana, la lámpara de pantalla amarillenta ya encendida compite con la luz del ocaso en la ventana, y la voz del inspector es ahora apagada y áspera, algo meliflua a ratos, pero su postura en el sillón sigue sin perder la envarada tensión interior, sentado en el borde y como a punto de irse a la menor indicación. Seguramente cree llegado el momento cuando ella suspira y se levanta con fatiga y dice voy por mis píldoras. Al volver del dormitorio se sienta de nuevo con gesto cansado y una mueca resignada de dolor o de fastidio, y, viéndola así, repentinamente abatida y vulnerable, pero hermosa a pesar de todo, él ha de pensar qué sola y atribulada y qué infeliz debe sentirse esta mujer en no pocas ocasiones, por supuesto sin atreverse a decirlo.
– Ya lo ve -dice ella, como si le adivinara el pensamiento-. Ahora mismo mi marido podría estar aquí conmigo, y sin embargo no está, ni siquiera sé dónde para. Pero, ¿sabe usted una cosa?, cuando de noche, en sueños, tanteo su brazo para apoyarme en él, siempre lo encuentro.
El inspector asiente y farfulla roncamente todo irá bien, señora, esta mala racha pasará, sintiéndose repentinamente irritado consigo mismo por no acertar a expresarse mejor y lamentando en secreto la violencia soterrada de su voz. Acaso por vez primera, el poli siente las palabras en su boca como si destilaran un ácido. Inclina la cabeza y observa los pies de la pelirroja con sus zapatos de verano formando un ángulo abierto en torno a la ausencia de Chispa.
– Por cierto, aún no me ha dicho qué pasó después que me llevé el perro. Cómo se lo tomó su hijo.
– No se lo puede usted figurar. Muy mal. Ya sabía yo que le iba a afectar mucho.
– Es comprensible. Estos animales se hacen querer. Se le pasará, no se preocupe.
– Dice que si puede usted devolverle el collar y la correa. Y quiere saber dónde lo enterró.
– Bueno, lo dejé todo en manos del veterinario. Creo que hay un servicio municipal de recogida de animales muertos, y en tal caso… Me enteraré. El collar y la correa seguramente los tiraron. Si quedaron allí, los traeré.
– A David le haría ilusión conservarlos.
– Eso demuestra que el chico tiene sentimientos -dice él, y vuelve a notar en la boca la herrumbre de las palabras.
– De todos modos creo que nos hemos equivocado, inspector.
– ¿A qué se refiere?
– No debí hacerle caso. Hemos convertido a ese pobre chucho en una víctima. A David no se le va de la cabeza.
– ¿Una víctima de quién? Le estamos dando demasiada importancia a una cosa que no la tiene, señora Bartra. Se trata de un animal, sólo eso.
– Las víctimas, sabe usted, ya sean animales o personas, se instalan en la memoria y acaban siendo un incordio… ¿No está de acuerdo?
El inspector parece no haber oído. Da vueltas a la caja de cerillas entre sus dedos.
– El chico olvidará -dice poniendo ahora una mayor convicción a sus palabras-. Es ley de vida. Se lo ha tomado a la tremenda, y sé muy bien por qué. Ha sido por haber intervenido yo, porque yo la ayudé a deshacerse del animal. Por eso ha sido -y no dice más. Se ha prohibido a sí mismo exponer crudamente lo que sabe y lo que piensa de David, al menos por el momento. Está secretamente satisfecho de su discreción en este asunto, íntimamente ufano de su cuita por evitarle a la pelirroja una pena y una vergüenza, se siente el poli como si estrenara un sentimiento nuevo, una emoción desconocida-. De todos modos habrá que estar atentos -añade al rato-, no sea que el disgusto por la muerte de ese perro le lleve a cometer un disparate. Convendrá usted conmigo que el chico es algo especial, un pelín farsante, y con un carácter…
– Es un buen hijo. No olvida a su padre, se gana su semanada y me va a por el racionamiento, aguanta las colas que le echen y me ayuda en las faenas de la casa… ¿Qué más se puede pedir?
– Sí, eso está muy bien. Pero una niña habría sido para usted de más ayuda. Digo yo, no sé lo que usted esperaba… Recuerdo que mi mujer, que en gloria esté, deseaba una niña durante el embarazo, siempre dijo que sería una niña. Y fue una niña.
– Yo no deseaba nada. Yo era una mujer soltera -dice ella con la mayor indiferencia, mientras con la mano intenta enderezar la maltrecha pantalla de la lámpara.
A su lado, el esbelto florero de cristal color violeta, vacío, muestra una grieta finísima en forma de relámpago que lo recorre de arriba abajo. La radio apagada tiene un aire torvo, y el hule de la mesa grande está gastado, no hay nada en el entorno que sea relevante ni merecedor del menor comentario, y sin embargo, bajo la mirada serena pero firme y posesiva de ella, todo adquiere repentinamente otro aspecto. Llevándose la mano atrás, ahora intenta acomodar el cojín entre su espalda y el respaldo, cuando siente la tensión de la piel del vientre y se le escapa un gemido. El inspector se levanta en el acto.
– Permítame -ya tiene el cojín en sus manos y lo está ahuecando con cierta premura mal controlada.
Si este hombre se atreviera a formular verbalmente la angustia que le causa la menor señal de sufrimiento en el rostro o en la voz de mamá, si hubiese dejado entrever sus sentimientos alguna vez en el transcurso de una de estas primeras tardes, estoy por decir que tal vez me habría compadecido de ambos y me habría acurrucado muy quietecito en mi rincón para no molestar. Pero lo único que hace ahora es pegarle puñetazos al cojín y colocarlo de nuevo en su sitio. Ella se recuesta despacio agarrada a los brazos del sillón y diciendo:
– No sé si hago bien quedándome tanto tiempo sentada. El médico dice que me esté en la cama. Figúrese, con el trabajo que me espera… Es verdad que le tengo mucho miedo al embarazo hipertrófico.
– No sé qué es -dice el inspector.
– Cuando el feto no se desarrolla ni se echa fuera. Conozco a una mujer que llevó dentro un embrión durante quince años.
– Caramba.
– Se acabó el café -dice ella apurando en la taza del inspector lo que quedaba en la cafetera. Observándole con el rabillo del ojo, añade
– : No me mire así, inspector. No me gusta que me compadezcan. Seguro que se está preguntando cómo se las apañará esta mujer, sola y preñada y con mala salud, para sacar adelante a su hijo y llegar a fin de mes cortando y cosiendo falditas y blusitas, a veces a la luz de una vela… Pues mire, ni yo misma lo sé.
El inspector medita unos segundos lo que va a decir.
Bueno, ha recibido alguna ayudita, señora Bartra. Y lo celebro.
– ¿Alguna ayudita, yo?
– Sí, usted, no se haga de nuevas… En su día hablé con el acomodador del cine Delicias, que fue amigo de su marido. El hombre estaba muy enfermo. Admitió que por mediación suya, Víctor Bartra se comunicaba regularmente con usted. Al parecer su marido dejaba o hacía llegar cartas al buzón del tal Auge, y supongo que la ayuda venía por ahí.
– Es cierto -dice mamá-. Me llegaban cartas y algún dinero, pero Víctor nunca me hizo saber dónde estaba. Y el dinero, bien poquito.
– ¿Sabe usted de dónde procedía ese dinero? -Pues no.
– ¿Quiere saberlo?
– No… Además, esto se acabó mucho antes de que ustedes detuvieran al señor Auge y lo ingresaran en el Hospital del Mar.
– Lo sé.
Ahora la pelirroja mira al inspector con extrañeza, como si no diera crédito a sus ojos.
– Usted lo sabía hace tiempo… Sabía que Víctor me hacía llegar algún dinero. ¿Por qué nunca me preguntó nada sobre este asunto?
– No le di importancia. Ni siquiera lo he consignado en mis informes -dice el inspector consultando su reloj-. Además, usted misma lo ha dicho, esos contactos se acabaron hace tiempo. Aunque yo que usted no me preocuparía mucho, seguramente su marido encontrará otro medio de enviarle noticias, y acaso también algo de dinero.
– Ojalá, pero no lo creo -dice mamá secamente, algo tensa, levantándose del sillón-. Pero si así fuera, no espere usted que se lo diga.
– Ni yo se lo pediría -dice el inspector levantándose también-. Puede estar tranquila en cuanto a eso, señora Bartra. No se hará nada que pudiera perjudicarla, ni a usted ni al chico -dice con una voz ahora trabada y tabacosa, que le sale del pecho más que de la garganta-. Tengo que irme. No se moleste, haga el favor -añade tendiéndole la mano.
Pero ella ya está junto a la puerta y allí estrecha su mano con aparente desgana y los ojos bajos, que ocultan una zozobra inoportuna. No parece una mala persona, vaya, no lo es. Al abrir la puerta y dejarle pasar, nota la voz y el aliento del inspector muy de cerca.
– Gracias por el café -dice él parado en el umbral-. Y acuérdese de mi encendedor.
– Volveré a mirar, pero seguro que no lo perdió en casa…
– Lamento que su hijo no esté. Me habría gustado explicarle que el sacrificio de su perro fue lo mejor para todos. Y que no sufrió.
– Otro día -sugiere la pelirroja, con los ojos todavía en el suelo.
– Sí -dice el inspector apartándose de ella, cruzando por fin el umbral-, otro día.
El callejón es como un brazo encogido y sarnoso desgajado del barrio en su extremo más oriental y más despoblado, y a veces, cuando lo transito acurrucado en mi burbuja, yendo o viniendo de la consulta en la Maternidad o de los tenderetes del mercadillo, parece que hasta los gatos lo hayan abandonado. Agosto es un mes que huele a chamusquina por los cuatro costados, nunca me gustó. El corro de chavales sentados en una esquina dirías que no se ha movido de allí en todo el verano y que sigue desovillando la misma enmarañada aventi de siempre bajo el sanguíneo esplendor de una buganvilla, pero David ya no la escucha ni la habita, esa aventi hace tiempo que lo abandonó y ahora él va caminando solo por la calle con las manos en los bolsillos y una margarita en el pelo, siempre con su aire friolero y entumecido a pesar del calor, siempre con esa pinta de niño extraviado en el bosque pero atento a una voz que le guía en la oscuridad, nadie pensaría que camina con un grillo criminal en los oídos y una nube de sangre en el horizonte, indiferente al vecindario y a las consabidas habladurías, pero no a las voces; porque detrás de los dimes y diretes sobre la costurera y el fugitivo señor Bartra había siempre el plañido de una derrota común, la música machacona y triste de un agravio compartido por muchos, y esa música es lo único que él escucha.