– Estás temblando, gordi.
– ¿Ya se ha transformado en lobo? No quiero verlo.
– ¡Serás panoli! Cierra los ojos.
– ¿Qué pasa ahora?
– El señor Talbott se ha extraviado en el pantano.
– ¡No quiero verlo, no quiero!
Su respiración es un burbujeo gutural que compite con los gruñidos del señor Talbott.
– Piensa en un campo de trigo con muchas palabartijas y amapolas -dice David-. Yo lo hago antes de dormirme.
– ¿Y ahora quién está aullando?
– No mires todavía.
Un fuerte olor a linimento florece en el pecho de Paulino y su camisa abierta deja ver el brillo apagado de una medalla de plata. Inclina la cabeza del lado de David.
– ¿Puedo coger tu mano? ¿Me dejas?
– Bueno. Pero un minuto.
– Déjame ver tus uñas. ¿Hoy son marrones o amarillas…? Asquerosillas, mira.
– Ahora manten los ojos bien cerrados si no quieres morirte del susto -David husmea la proximidad de su amigo y arruga la nariz-. Hueles a pierna de futbolista.
– Es el linimento Sloan. ¿No te gusta? Mi tío lo gasta a chorros después de hacer gimnasia -dice con la voz deprimida-. Hoy me ha empastifado las piernas.
– ¿Crees que eso te va a curar? ¿Por qué le dejas hacer, bobo? La primera vez que vi a tu tío lo calé -gruñe David evocando al hombre del labio partido y el salacot blanco que un día vio con la manaza posada en la nuca de Paulino como quien acaricia a un niño que se dispone a vomitar-. Ándate con cuidado. Te dejo apoyar la cabezota en mi hombro, va, si quieres… Ahora quieto. ¿Estás mejor así?
– Un poco mejor.
– Te avisaré cuando debes abrir los ojos, cuando el Hombre Lobo se haya convertido otra vez en el señor Talbott…
– Sí, cuando todo haya pasado.
– ¿O también el señor Talbott te da miedo?
– No… Bueno, si te fijas bien, el tío es casi igual de feo que el Hombre Lobo -al oír la risa de David, Paulino suelta también su risa nerviosa, que acaba en tos, y añade-: No lo hago queriendo, perdona.
– Ya lo sé, cabeza de melón, ya lo sé.
Se corta la película y se encienden las luces, y David aprovecha para ir a los urinarios.
– Te acompaño -dice Paulino.
– No -responde David-. Quédate por si viene alguien y pregunta por mí.
Mientras orina de cara a la pared, pisando una mugre viscosa y leyendo las blasfemias anónimas trazadas a lápiz y a punta de navaja, presiente que Chispa le mira desde alguna parte con sus ojillos tristes medio ocultos entre las greñas, y de pronto se echa a llorar desconsoladamente. Y así permanece un rato, mirando la pared acuchillada y pensando en Chispa, con la pilula fuera, sacudiéndola mientras llora.
En la sala se reanuda la proyección con voces guturales y una música macabra. David se mira en un espejo leproso, restriega sus ojos frenéticamente con el dorso de la mano y regresa junto a Pauli, que con gesto desfallecido reclina de nuevo la cabeza en su hombro olisqueando la tiniebla. ¿Y qué hace David, o qué se deja hacer, mientras pone toda su atención en los desmanes del señor Talbott bajo el influjo fatal de la luna? Se limita de vez en cuando a apartar la cara alejando sus narices del suave olor a azufre que desprende el cráneo afeitado del amigo, evitando su halitosis con resabios de sangre y espasmos de tos apenas reprimida. Hasta que siente la mano tanteando su muslo y la voz empastada:
– Qué piel tan fina. Ni un granito, ni un pelo, nada. I-nol-vi-da-ble.
– Pollas en vinagre.
– ¿Y ese bultito?
– ¿Qué bultito?
– Aquí, en el bolsillo.
– Ah. Un encendedor.
– ¿De dónde lo has sacado? ¿Me lo dejas ver?
– Es un Dupont dorado. Me lo encontré.
– ¡Hosti, nano, vaya chiripa! ¿Dónde?
David medita un instante.
– No te lo digo.
– ¿Por qué no, chatín?
– Porque hay que andarse con cuidado. Si dices la verdad, te descubren enseguida.
– ¿Te descubren enseguida…?
– Además, es un Dupont de pacotilla. Es falso, ¿no lo ves? Aunque a mí me da igual. ¡Míralo, tontolhaba! Esgrime el encendedor ante la nariz tumefacta y, en un gesto muy estudiado del pulgar, levanta la tapa con la yema del mismo dedo, hace girar el eslabón estriado sobre el pedernal y brota la llama en la yesca. Por un breve instante, con el cálido metal del encendedor en el puño y frente a esa llama que atrae la mirada bizca de Paulino, David se siente invencible y eterno. Luego empuja la tapa con el mismo pulgar, ¡clinc!, y la llama se apaga. Desprendiéndose suavemente del foco de luz plateada que emite el proyector, una sombra azul se posa a su lado, en el pasillo lateral.
– Ven conmigo, chaval -dice la sombra con la voz ronca.
Un hombre joven, embutido en un mono sucio de grasa, apoya la mano sobre el hombro de David, lo coge por el cuello de la camisa, lo levanta de la butaca y lo conduce pasillo arriba hacia la salida. David lo mira con el rabillo del ojo: es el proyeccionista. ¿Ha abandonado la cabina y le suple alguien allí en este momento, o es que hoy le toca turno de noche? Topando con la mohosa cortina verde de la entrada, el hombre se para y saca del bolsillo un sobre de carta cerrado y arrugado.
– Escóndelo -dice al entregárselo-. ¿Sabes de qué va la cosa?
– Sí, señor.
David esconde el sobre entre el pecho y la camisa con la misma premura y la misma secreta emoción que cuando lo recibía de manos del señor Auge.
– A partir de ahora -dice el proyeccionista-, me encargo yo. ¿Estamos, chico?
– Sí, señor. ¿Qué pasará con el señor Auge?
– No lo sé. Dile a tu madre que le estoy supliendo en las entregas, pero por poco tiempo. Que tengo otras responsabilidades. Y no vengas a la matinal. El primer sábado de mes.
– El señor Auge se va a morir, ¿verdad? -dice David-. Por eso me regaló su perro.
– Es lo mejor que podría pasarle.
– ¿Al perro?
– A los dos. Pero yo no sé nada. No quiero saber qué contienen los sobres ni de dónde vienen. Los dejan en taquilla para tu madre, eso es lo único que sé. Y tú también. ¿Has comprendido?
– Sí señor.
– He de volver a la cabina. No lo olvides: el primer sábado de mes. Pero no me busques, no subas nunca a la cabina. Yo te encontraré.
– Sí señor.
David se aturulla, un montón de preguntas se atropellan en su boca. Acierta a ver en la penumbra el fulgor de las pupilas del proyeccionista, sus manos sucias de grasa y la punta de un trapo también engrasado que asoma por uno de los bolsillos del mono.
– Usted es Fermín, ¿verdad?
– Ése es mi nombre. Pero no me lo gastes mucho.
– Quería pedirle una cosa. El señor Auge me dejaba entrar en el cine gratis, pero el nuevo acomodador no me conoce.
– Dile que vienes de parte mía y te dejará pasar.
– ¿Puedo traer a un amigo?
– Sí, hombre. Ahora vete y cuidado no pierdas el sobre.
– La peli no ha terminado.
– Está bien. Pero luego a casa pitando.
Un amigo de mi padre, le dice a Paulino al volver a su lado. Nuevamente la luna llena, lenta y emboscada, atraviesa la noche de un extremo a otro de la pantalla, y Paulino cierra los ojos, se estremece y extiende las garras. Ambos se ríen, juegan a ser valientes en la oscuridad y a rebufo de la película, mezclando sus risas con los aullidos del señor Talbott.
– Hay mucho resentimiento hoy en día, es verdad, para darse cuenta basta con salir a la calle y hablar con la gente, pero ese resentimiento viene porque muchos están pagando errores pasados. Quiero decir que casi todo el mundo tiene algo que ocultar… Vivimos una época terrible, señora Bartra. Con sólo decir la verdad, ya le estás buscando la ruina a alguien.
– Cuando habla de la verdad -dice la pelirroja con sorna-, naturalmente se refiere usted a la verdad que sustenta el régimen. Pues mire, ya la conocemos, esa verdad: todos culpables, todos pecadores, todos dignos de lástima y merecedores de penitencia. Ciertamente, así no hay posibilidad de errar al impartir justicia.
– Está pensando otra vez en su marido.
– No, señor, no estoy pensando en mi marido -responde ella mientras llena las tazas de café-. ¿Dos terrones?
El inspector Galván asiente sin dejar de mirarla. Cuando empieza a remover el café con la cucharilla, se decide a hablar con la voz ligeramente impostada, la más suave.
– ¿Sabía usted que hasta hace muy poco yo tomaba mis cafés, en el bar al lado de Jefatura, siempre sin azúcar? Ni dos ni uno ni medio terrón, nada, ni un gramo. Pues bien, ¿recuerda la primera vez que me invitó? Usted me preguntó si lo tomaba con azúcar y yo le dije que sí, todavía no sé por qué. Me di perfecta cuenta y podía haber rectificado, pero no lo hice, y acto seguido usted me preguntó ¿un terrón o dos?, y yo le dije dos, y tampoco sabría explicarle por qué le dije dos… Fue algo muy extraño, y todavía hoy me pregunto qué me indujo a hacer tal cosa.
Después de un silencio, la pelirroja dice:
– Pues usted sabrá.
– Supongo -titubea el inspector- que no deseaba contrariarla.