– Qué tontería. ¿Por qué iba a contrariarme que tomara usted el café sin azúcar, si es así como le gusta?
– Ya le digo, no tiene ninguna explicación.
– En fin, qué más da.
– Es que nunca me había pasado una cosa así -insiste el inspector-. Nunca.
– Bueno, estaría usted distraído, pensando en otra cosa…
– No, no estaba pensando en otra cosa. Es muy extraño lo que me pasó, ¿no cree?
– ¿Por qué le da tanta importancia? -dice ella, empezando a sentirse incómoda.
– No, ya sé que no la tiene. Pero fíjese, uno cree estar seguro de sus gustos, acostumbrado a una serie de cosas, a sus propias manías y rutinas, digamos, ¿verdad?, y un buen día, de pronto… El caso es que desde entonces tomo el café con dos terrones, y no sólo aquí, en su casa, sino también en la mía, y en los bares.
– Vaya.
– ¿Y quiere saber otra cosa? También yo bebía bastante antes de conocerla a usted.
– ¿Ah, sí? ¿Y ahora ya no bebe?
– No. Ahora ya no.
La pelirroja se queda mirando a su invitado un poco confusa.
– Ha cambiado usted de conversación hace ya un buen rato, inspector. ¿Por qué?
El inspector medita lo que va a decir, bajando el tono:
– Porque no le conviene excitarse, señora Bartra. Recuerde lo que le dice el médico.
– Qué sabe usted lo que me dice el médico.
– Sé que tiene usted que medicarse. Sufre hipertensión desde el tercer mes de embarazo, oí comentarios de sus vecinas…
– Confío en que sólo oyera usted eso -sonríe ella a través del humo y el aroma del café, con el borde de la taza rozando su rosado labio inferior un poco descolgado, ansioso del contacto. Bebe un sorbo sin apartar los ojos del inspector y añade-: En fin, esperemos que algún día me traiga usted una buena noticia. Ya sabe a qué me refiero.
Por el momento, lo que el inspector ha traído, cuando ella ya había dispuesto sobre la mesa camilla la bandeja con el café recién hecho, no han sido precisamente buenas noticias; el collar y la correa del perro, que tanto le habría gustado recuperar a David, es casi seguro que se han perdido. El veterinario no lo tiene ni recuerda habérselo quitado al animal, lo siento mucho. Además del habitual obsequio de la bolsita azul de torrefacto y un cuarto de mantequilla, gracias, por qué se ha molestado, este sábado ha traído para David dos tabletas de chocolate pensando con ello atenuar de algún modo su disgusto por la pérdida de la correa y el collar. Pero lo verdaderamente chocante ha sido verle presentarse con una rosa blanca en la mano, medio oculta a la espalda y sostenida sin miramiento, cabeza abajo y con el tallo envuelto en papel de estaño. Tenga, póngala por ahí, ha farfullado con la voz apagada y el gesto apremiante, como si el papel de estaño le quemara la mano. La cuñada de un subinspector amigo mío tiene una floristería cerca de aquí y siempre que paso se empeña en que me lleve una rosa… Le creo sólo a medias, dice ella con una sonrisa mal disimulada. Sintiendo en el fondo de su corazón una punzada de gratitud y de tristeza y de afecto cuyas consecuencias no sabría calibrar, sostiene la mirada del inspector. Éste acaba por encogerse de hombros y recupera la voz ronca: Haga como le parezca. Otro silencio y añade: Si no la quiere, pues a la basura… ¿Cómo viene usted de tan mal humor? Por supuesto que la quiero, dice ella, qué culpa tiene la rosa.
Se trata de una rosa blanca y abierta, casi puedo olerla cuando la pelirroja se la acerca a la nariz. Ahora está derramando su esbelta fragancia en el búcaro de la mesa camilla, entre la lámpara y la radio. ¿Es prudente aceptarla?, le pregunto a su corazón. Mientras la huele otra vez, cabeceo y ella susurra ahora no, por favor, pórtate bien, cerrando los ojos y mordiéndose el labio.
El policía la mira solícito y grave.
– ¿Decía usted?
– Nada. Este demonio acaba de obsequiarme con un revolcón… Pero vamos a lo que le interesa, inspector, a lo que se supone le trae aquí. Mire, se lo repetiré una vez más: usted sabe cosas de mi marido que no quiere que yo sepa.
El inspector se mira las manos con aire taciturno y calla. Sea cual fuere el sentimiento que le trae a casa con tanta frecuencia, movido por una mezcla de compasión y de mala conciencia y de aquella pulsión más íntima ya desde la primera visita, si lo que desea secretamente es que sus silencios resulten más elocuentes que sus palabras, hoy lo está consiguiendo plenamente. Expectante, sin apartar los ojos de él, mamá se agarra al brazo del sillón y endereza la espalda, mientras con la otra mano, sin ningún pudor, sujeta el bajo vientre como queriendo evitar mi caída, o cuando menos otro inoportuno cabezazo en la pelvis. Quieto, cariño, no me atosigues. Estoy velando tus sueños. Una imperceptible sonrisa ilumina la palidez de su rostro, y, sin dejar de mirar al hombre sentado frente a ella, añade en voz alta:
– Ahora debes portarte bien porque el señor inspector tiene algo importante que decirnos.
– Verá usted -empieza él por fin, con la voz enredada en humo y saliva-, no estoy seguro de obrar del modo más conveniente. No quisiera aumentar sus preocupaciones revelando algo que en el fondo no tiene mucha importancia… Preferiría ahorrarle un disgusto.
– ¿Por qué habría de disgustarme? ¿Qué ha pasado?
– Nada que no tenga remedio, supongo -dice el inspector-. Pero usted no está familiarizada con estos procedimientos, y no sé si hago bien… A veces nos llega información que proviene de confidentes, y no siempre son de fiar. Mienten por interés, ¿comprende?, para que se les trate mejor.
– Hable claro de una vez, se lo ruego. El policía reflexiona un instante y luego habla despacio, mirándose las manos otra vez.
– Como ya le dije, sabemos dónde ha estado su marido estos últimos meses. Yo no estaba autorizado a hablar, eso también se lo dije, pero es que además pensé que a usted no le haría ninguna gracia saberlo…
– ¿Qué le ha pasado a Víctor? -Nada, tranquilícese. Está bien, supongo, dondequiera que ahora se encuentre. Pasó que su marido fue la causa indirecta de un malentendido… Pero vamos por partes
– carraspea, junta las manos tocándose los labios con los dedos, como si rezara, y añade-: A mediados de julio, hace ahora dos meses, fue detenido un sujeto, un ex acomodador del cine Metropol, y le fueron intervenidas publicaciones clandestinas y una agenda en la que había anotado las iniciales V. B., y la dirección de una torre en Sarria. ¿Recuerda que le pregunté si conocía a la viuda Vergés, y usted me dijo que no…? -En este punto la pelirroja se dispone a intervenir, pero el inspector se le anticipa-. Usted me mintió, pero no importa, dejemos eso ahora… Bien. El día veinte del pasado mes de julio se montó un dispositivo de vigilancia en la torre de esta señora, y la casualidad quiso que, a los pocos minutos de haber tomado posiciones dos agentes, un hombre saliera de la casa llevando una cartera muy abultada. No había andado ni cinco metros en dirección a la verja del jardín cuando sacó de la cartera una petaca de licor, se paró y se echó un trago al coleto. Era un tipo alto y moreno, la viva imagen de Víctor Bartra. Al cruzar la verja de la calle fue requerido para que se identificara, y su comportamiento levantó sospechas, por lo que fue conducido a Jefatura para ser interrogado. El sujeto declaró ser un vendedor de enciclopedias a domicilio y no conocer de nada a la señora de la torre; dijo que le había mostrado folletos y un volumen de la obra, que ella le había dedicado apenas unos minutos y que no le había hecho ningún pedido. La cartera de mano contenía, en efecto, folletos y catálogos de una empresa editorial, y la documentación del sujeto parecía en regla. Pero había algo irregular en su cartilla de racionamiento, en la firma o en la fecha, y su comportamiento seguía levantando sospechas, de modo que fue interrogado a fondo.
El inspector se toma un respiro y la pelirroja aprovecha:
– Quiere decir que le zurraron.
– Por favor. Hubo un malentendido que propició el propio detenido con sus declaraciones confusas y atolondradas, se asustó y quiso huir, y la cosa acabó en un lamentable accidente. Eso fue lo que pasó. Y eso hizo que su presunta relación con la señora Vergés y con su marido de usted quedara en el aire, pero de ningún modo descartada…
– ¿Qué le pasó a este hombre?
– Aprovechó un descuido de los agentes para saltar por una ventana. Está en el Clínico, en coma irreversible, creo. Fue una imprudencia, un desdichado accidente -titubea el inspector-, o un intento de suicidio, quién sabe… Como le decía, ya no fue posible llegar a su marido a través de este hombre, de modo que la investigación se centró en la dueña de la torre…
– No siga, por favor. ¿Qué tiene que ver todo eso con Víctor?
– Aguarde -dice el inspector-. A eso iba. Ocurrió que este incidente con el vendedor no hizo otra cosa que confirmar las sospechas que ya existían sobre las actividades de la dueña de la torre de Sarria. Yo pensaba que negaría cualquier relación con Víctor Bartra, pero no fue así. Una mujer notable, la tal señora Vergés. Le dio mucha risa saber que habíamos confundido a un simple vendedor de enciclopedias con el señor Bartra…
– ¿Ah, sí? ¿Y por qué le dio tanta risa a la señora? -entona la pelirroja controlando los nervios como puede.
– La señora Vergés admitió conocer bien a su marido -prosigue el inspector después de apurar su taza-. No le importó en absoluto, desde el primer momento, reconocer que él había sido, y era todavía, un buen amigo.