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Mamá se acomoda en el sillón y guarda silencio. Después empuña la cafetera.

– ¿Más café?

– Sí, gracias.

– Vaya con la coctelera Angelines -comenta luego de un silencio, dominándose-. Así es como la llamaban los amigos de mi marido. La coctelera. Yo apenas la conocía. Me la presentó un borrachín hace años, en la puerta del Bolero, yendo con Víctor…

– ¿Seguro que hablamos de la misma persona, señora Bartra?

– dice el inspector-. Una mujer extremada, morena, de unos treinta años muy bien llevados, viuda, rica y sin hijos. Vive con su anciana suegra y una cuñada soltera.

Saca del bolsillo la cajetilla de Lucky y la ofrece, ella pinza con las uñas un cigarrillo y lo esgrime con un aire de coquetería y de misterio al acercarlo a la llama de la cerilla. El inspector huele sus cabellos rindiendo el perfil indolente. Pregunta de pasada si por casualidad apareció su mechero. No, ni rastro.

– Antes de nada, sepa usted que durante estos últimos meses su marido no estuvo escondido en ningún lugar del Penedés, ni en La Carroña ni en pueblo alguno de aquella comarca, como quizá le hizo creer a usted…

– ¿Me está diciendo que todo el tiempo estuvo en esa torre? ¿Es eso lo que me está diciendo, inspector? -insiste mamá cerrando lentamente los ojos detrás del humo del cigarrillo.

– No lo sabemos con seguridad. Mi opinión es que sí -dice el inspector, y añade con su habitual tono monótono, desprovisto de toda emoción-: Por supuesto, la señora Vergés negó rotundamente haber ofrecido nunca amparo y refugio al señor Bartra, cuyas actividades subversivas dijo desconocer. Tenía usted que verla. Con la mayor frescura, sin el menor recato, aprovechándose de su condición de persona bien relacionada en la ciudad, inclusive en ciertos estamentos oficiales, me consta, alegó no saber que aquel que había sido gran amigo de su difunto marido estuviese ahora reclamado por la justicia. Que el día siete de abril se presentó en su casa, a medianoche y sin avisar, contusionado y bastante bebido, como si saliera de una trifulca, y que le explicó que había tenido una bronca con su mujer, y que ella le creyó porque sabía que era un hombre muy… ¿cómo dijo?, impulsivo. A partir de ahí no creí ni la mitad de lo que dijo, señora Bartra. Admitió haberle atendido, dijo que lo invitó a cenar y conversaron, y que esa misma noche él manifestó su intención de viajar a Francia de inmediato para un asunto de negocios. Y que ya de madrugada se despidió y no volvió a verle…

– Y bien. Me pregunto por qué no dan ustedes crédito a las explicaciones de esta señora -dice mamá tranquilamente.

Se dispone a añadir algo, pero el inspector se le anticipa:

– Me ha costado mucho decidirme a hablarle de este asunto, señora, y si me lo permite, quisiera terminar cuanto antes -titubea otra vez y añade-: Por su bien, hubiese preferido hablar de otra cosa… ¿Por dónde iba? Ah, sí, decía que la declaración de la señora Vergés fue ésta, en términos generales. Sin embargo, sabemos que no dijo toda la verdad. Es cierto que esa noche lo hospedó en su casa, le curó una pequeña herida en el… parece que aquí en…

– El culo.

– Sí, ahí. Y también es cierto que cenó con él, y seguramente hablaron del viaje a Francia; pero esa velada no fue la última, sino la primera de otras muchas, porque el viaje no tuvo lugar hasta mucho después… Se han efectuado requisitorias discretas, por ser la dama quién es, y hemos conversado con la suegra y con las criadas, las tres habían sido instruidas previamente por la viuda, pero han incurrido en algunas contradicciones. En fin, me gustaría ahorrarle los detalles, señora Bartra… Tenemos razones para creer que fueron tres o cuatro meses los que pasó escondido en casa de esta mujer -precisa el inspector aplastando la colilla en el cenicero con una energía innecesaria-. De abril a primeros de julio. En realidad escapó por los pelos, tuvo mucha suerte. Si hubiéramos dispuesto la vigilancia de la torre una semana antes, habría sido detenido.

– No parece usted lamentarlo -opina ella con una sonrisa demasiado forzada-. Dígame, ¿por qué está tan convencido de que mi marido se escondía en casa de esta mujer?

– ¿Usted no lo cree?

– Yo me inclino a pensar que sí. Es posible. Pero usted, ¿por qué está tan seguro?

– Hay un informe -dice el inspector, y después de una pausa añade-: La verdad es a veces desagradable. Pero eso es lo que hay, señora Bartra.

La pelirroja guarda silencio apretando la taza de café entre sus manos.

– El informe -añade el inspector- no fue incluido en el expediente porque se consideró confidencial, se ve que esta señora tiene buenos padrinos, usted ya me entiende. Pero los datos están ahí… Había una amistad, supongo, y recuerde que esa noche a su marido lo estaban buscando. Digamos que fue a pasar la noche y se quedó unos meses, porque allí se encontró a salvo, digamos… Caray, no se lo reprocho -añade el inspector usando un peculiar tono de chunga, nada convincente-. Seguramente yo habría hecho lo mismo.

– Seguramente.

– Oiga, yo sé que usted esperaba alguna buena noticia sobre su marido, y créame que habría dado cualquier cosa por conseguir esa noticia, porque me hago cargo de su situación. Pero si lo piensa bien, aquella torre no fue otra cosa que un refugio provisional. Para un hombre que huye, cualquier sitio es provisional…

– Se ha hecho tarde y mi hijo está al llegar -dice ella con el semblante demudado y apoyándose en la mesa camilla para levantarse.

Endereza la espalda con una mueca de dolor y su mano sujeta el vientre grávido como si de nuevo temiera el desprendimiento de la placenta y mi caída en las baldosas. Hay en el gesto algo obsceno y tierno a la vez y no ha de pasarle por alto al poli, que se le acerca solícito, y me gusta evocarlo a través de esta amorosa tiniebla porque éstas son las únicas caricias de su mano que perviven en mi piel. No es nada, dice la pelirroja. El inspector apoya suavemente la mano en su hombro. ¿Necesita algo?, siéntese, ¿le traigo un vaso de agua, sus medicinas? Poniendo la mano sobre la mano del policía apoyada en su hombro, ella se ha sentado y lo mira un instante fijamente. La boca entreabierta y carnosa busca el aire y los ojos claros expresan el confuso sentimiento que le inspiran las atenciones del inspector. En un gesto alado y fugaz de la otra mano, él ciñe su frente para tomarle la temperatura. No creo que tenga fiebre, dice sin apartar todavía la mano. Durante un rato la sangre intoxicada de este hombre golpea las sienes de la pelirroja con fuerza, abandonada al bálsamo inesperadamente afectuoso de la palma. La obsesión callada que le transmite esa mano que arde. Cómo la sufre el policía, cómo la sustenta y la controla. Mamá inclina la frente perlada de sudor sobre el regazo, dice este niño, y me piensa mordiéndose el labio y separando un poco las piernas, sé que me piensa, sé que ahora en su profundo temor me configura y concita la esperanza de una vida más intensa y más feliz que la suya. Este niño.

– Ya estoy bien -dice-. Cuando me da estando despierta, no pasa nada malo…

– No la entiendo. Me tiene preocupado, señora Bartra, creo que no se cuida usted lo que debería.

– Las pesadillas son peor que esto, ¿sabe? A veces sueño que mi hijo nacerá con alguna malformación por causa de estos padecimientos… Que algo saldrá mal.

– Tonterías. No pienso escucharla.

– Precisamente hoy he estado pensando en ello y quería pedirle a usted que tenga presente una cosa… Lo he pensado mucho, no crea… Usted sabe que no me queda más familia que mi hermana Lola, y quisiera, en el caso de que me pasara algo, que usted la avisara…

– Nada malo va a pasarle.

– Haga el favor de dejarme hablar. Tiene que prometerme que avisará a mi hermana. Prométame que lo hará. Ya sabe usted que ella no me aprecia, pero no tengo a nadie más.

– Está bien, se lo prometo. Pero no hablemos más de eso. Apoye bien el cojín a la espalda. No, así no… Póngase derecha.

– Es que así descanso más.

– No lo crea. El cojín en los riñones, ahí…

– Lo que usted diga. Pero antes de irse déme otro cigarrillo. Venga, sea bueno.

– No voy a darle ningún cigarrillo. Ya está bien por hoy.

– Haga el favor -sonríe la pelirroja con una pizca de malicia en los ojos-. ¿No cree usted que me lo he ganado?

EL DUPONT DORADO

Imagínate, mi madre vestida de luto de la cabeza a los pies -está diciendo Paulino mientras afila la navaja en el cinturón prendido por la hebilla en las raíces de la higuera muerta- y tocando el pito de mi tío Ramón. Y es que los guardias urbanos le tienen robado el corazón, a mi madrecita del alma. El uniforme blanco, el salacot, el correaje, el pito, todo le gusta. Y como es tan llorona… Después de la comida del domingo, en la mesa, su admirado hermano, es decir, el bestia de mi tío, le puso el salacot en la cabeza y el pito en la boca y ella estuvo riéndose y pitando un buen rato, una tabarra de la hostia, chico, y lo hizo por mí, para que viera lo bonito que es ser guardia de tráfico y poder tocar el pito. Mi madre es así de tonta, David. Se empeñó en que yo también lo tocara y le dije que no, le dije que el pito de los urbanos me fastidia los oídos y además me daría mucho asco llevármelo a la boca, y que ella estaba haciendo el ridículo, y entonces ella se echó a llorar y el tío Ramón me atizó una bofetada. Y mi padre allí sentado con su faria y su copita de anís y sin atreverse a abrir la boca, como siempre… ¡Qué mierda más grande, oye!