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– Te estás cargando el cinto -dice David.

– Mi padre es un gallina, pero mi madre es otra cosa… ¿Te acuerdas que te dije que el inspector Galván lo paró un día en la calle, a mi padre, y le previno acerca de nosotros, le dijo que nos vigilara y mi padre se asustó como un conejo y se hizo el longuis? Pues has de saber que también fue con el cuento a mi madre.

Había salido el poli de la tienda de flores de la calle Cerdeña y llevaba en la mano ¡agárrate, chico!, exclama Paulino, llevaba una rosa. Bueno, no es ninguna novedad, ya sabemos que le lleva rosas a tu madre, pero tenías que ver cómo la llevaba; no como la llevaríamos tú o yo, bien derechita y procurando que no se rompiera el tallo, no, él la llevaba boca abajo, iba braceando y la balanceaba sin el menor cuidado, como si fuera un palo o una cañita que acabara de encontrarse en la calle, como si la rosa no tuviera nada que ver con él. ¡Hay que ver cómo son algunos hombres! A un poli le da vergüenza ir por la calle con una rosa en la mano, dice David, eso es lo que pasa, porque se cree muy machote. O es que el tío es así de borde, dice Paulino. Eso también. Es un borde y un malparido. El caso es que venía a tu casa con su rosa blanca, pero se ve que al cruzar la plaza Sanllehy decidió acercarse un momento, le cogía de paso y recordaba el número y el piso, segundo primera, sin ascensor, ya sabes, la distinguida mansión de los Bardolet Balbín, afeitadores de viejos tullidos y paralíticos…

Abre la puerta una mujer enlutada, de rostro tan afilado y mirada tan lastimera que el inspector casi no la reconoce -y a veces menda tampoco, pero es la madre de uno y qué le vamos a hacer, madre no hay más que una.

– ¿Está el barbero en casa? -pregunta el inspector.

– Qué quiere.

– ¿Es usted la madre de Paulino Bardolet? -deja entrever la placa, manteniendo a la espalda la otra mano con la rosa, no vaya a creer la señora que es una gentileza para con ella.

– ¡Ay Dios mío! ¿Qué ha pasado?

– Quiero hablar con su marido, señora. Haga el favor.

– No está en casa. -Se trata de su hijo.

– ¿De Paulino? ¡¿Qué ha hecho, por qué lo vienen a buscar?!

– Cálmese, nadie le está buscando. Sólo quiero aconsejarle algo respecto al chico…

– ¿Qué ha pasado? ¡Señor, Señor, si me hicieran caso alguna vez! -la señora Bardolet se echa a llorar de repente-. ¡Si mi marido me escuchara en vez de andar todo el santo día por ahí! Siempre fue muy andarín… Si lo hubiésemos confiado al cuidado de mi hermano, que fue legionario, ¿no le conoce usted?, es el único que se ocupa del chico como es debido y además ahora es guardia urbano…

– Lo sé -corta impaciente el inspector haciendo pendular la rosa a su espalda-. Mire, vengo a advertirla muy seriamente, señora. Su hijo tiene…

– ¿No quiere usted pasar?

– No, es sólo un momento. Su hijo tiene un amigo de su misma edad, seguro que ustedes le conocen, se llama David Bartra y casualmente su madre es amiga mía, y está muy preocupada. Estos dos sinvergüenzas están siempre callejeando y nadie les controla, David ha faltado a su trabajo y por la noche llega tarde a casa, y la señora Bartra se ha quejado.

– A mí no me han dicho nada…

– Además, mire, a su hijo se le ven maneras de invertido, señora, así que…

– ¡Virgen santa, no diga usted eso! -…así que hable usted con su marido y a ver qué se hace… Mire, señora, qué voy a decirle. Sabemos que su marido ha sido desafecto. No se lo tendremos en consideración, pero me vigilan de cerca a su hijo si no quieren que la autoridad tome cartas en el asunto.

– ¡Invertido! ¡Mi pobre niño invertido!

– En resumen, que se aparte del chico de la señora Bartra, ella considera que su amistad no le conviene. No sé si me explico. Que no le vea, porque es una mala influencia para él. ¿Me comprende?

– Sí, señor, sí.

– No pasa nada, pero que se busque otros amigos, ¿entendido, señora?

– Ya sabía yo que pasaría una cosa así. Pero a mí nadie me escucha en esta casa… ¡Qué vergüenza!

– Vamos, vamos, no llore. No es más que una recomendación… Ya previne a su marido no hace mucho.

– ¿Y qué podemos hacer? -se pregunta la mujer sollozando-. Esi neñu no ye malo, no señor, nunca se ha peleado ni ha hecho mal a nadie… Y es cumplidor, le gusta la música, precisamente su padre y yo le hemos llevado muchos domingos a la parroquia de Cristo Rey, hay un organista que enseña música a los guajes, y además su tío quiere que ingrese en la Guardia Urbana cuando tenga la edad…

– Bueno -corta el inspector iniciando la retirada-, supongo que queda claro. Que no vea yo a su hijo con el chico de la señora Bartra, o tendremos problemas.

– Lo que usted diga, sí señor, pierda cuidado. ¡Ay Dios mío, qué disgusto!

– Hable con su marido. Ya están prevenidos, así que buenas tardes.

Balbuceando un adiós con los ojos en el suelo ella empieza a cerrar la puerta despacio, y en este momento, al darse la vuelta, al inspector se le cae la rosa. Se agacha a cogerla y siente en la nuca la mirada fúnebre y llorosa de esta alma cándida, y al incorporarse se vuelve hacia ella empuñando la rosa. Vacila unos instantes, mira la rosa, termina de alargar el brazo y añade: -Tenga, póngala por ahí -y da otra media vuelta y se va.

Madrugadas de David cavilando echado boca arriba en su catre, los ojos abiertos a la oscuridad y el Dupont apretado en el puño, caliente y duro y esquinado, esperando su oportunidad. Enfrente, la oreja del Dr. P. J. Rosón-Ansio parece escuchar atentamente lo que rumia su pensamiento, el canto de los grillos en el barranco y los rumores nocturnos del vecindario que entran por el ventanuco. Insomne y voraz, el gran apéndice sonrosado despliega su laberinto multicolor de membranas, canales y fosas, asaeteado por pequeñas flechas que remiten a nombres, referencias científicas y notas explicativas impresas en los márgenes del cartel David se sabe de memoria alguno de esos textos: Cóclea o caracol. Contiene un líquido llamado endolinfa que recoge y transmite las vibraciones sonoras del mundo exterior y alerta los pelos auditivos que, a su vez, activan los impulsos nerviosos que llegan al cerebro.

Deja resbalar la mirada y recupera la sonrisa amagada del piloto de la RAF, y a su lado la boca abierta, crispada por el grito, del soldado alemán que lo apunta con su metralleta. Éste será el primero en disparar, piensa, y poco después no sabría decir si lee o cavila despierto o dormido cuando, agobiado por el calor de la noche y por un chirrido metálico en los oídos, desnudo sobre la sábana y contemplando todavía al aviador derribado y apresado más allá del tiempo y la leyenda, oye de pronto el trotecillo inconfundible sobre las baldosas, las pezuñas leves de Chispa cruzando el umbral del cuarto y acercándose a la cama. No quiere mirarlo ni tratarlo como si fuera un fantasma, no le da miedo ni dejará entrever la menor señal de sorpresa porque sea un perro muerto.

¿Qué quieres, Chispa?, susurra, y en el acto se figura que está pensando en voz alta. ¿Qué haces aquí?, pregunta incorporándose sobre un codo. ¿No te mandó al otro barrio el hijoputa del poli?

Achacoso y conturbado, pero sin aquella tristeza infinita en los ojos, el perro se para a los pies del catre, se sienta sobre los cuartos traseros y mira a su amo ladeando la cabeza con aire de duda. Una venda ribeteada de hilo rojo y con una mancha rosada en el centro envuelve su frente y le tapa parte de los orejones.

Sí, estoy muerto. Pero esta noche me dejan salir un rato.

¿Eres un ánima en pena, querido amigo?

Nada de eso. Soy un perro pachón y me encuentro la mar de bien.

Pues no lo parece.

Algunas personas no son lo que parecen, ya sabes.

¿Aquí en el coco te clavaron la inyección alemana?, pregunta David, y, alzando los ojos a la omnipotente oreja de Dr. P. J. Rosón-Ansio, añade con rabia contenida: ¿Tan bestial fue el pinchazo que tuvieron que ponerte una venda?

No, hombre, no, dice Chispa, no fue ninguna inyección.

Entonces no me lo digas. Creo que ya lo sé…

Cuidado, que aquí se oye todo.

Al perro no parece gustarle nada que la oreja del otorrino esté escuchándoles desplegada de modo casi obsceno, y la mira con el rabillo del ojo. Ladea la cabeza y con la pata trasera se rasca el vendaje que le ciñe la cabeza y la papada.

Me estoy mareando un poquito, añade.

¿Tienes hambre? ¿Quieres un terrón de azúcar? Azúcar blanco ya no falta nunca en esta casa, ¿sabes?, ni leche en bote ni café… Son obsequios que nos trae el que te mató. Bueno, tampoco creas que es el oro y el moro lo que trae, y además el puta se lo cobra tomando sus cafelitos y soltándole a mi madre cada rollo que no veas.

Le hace compañía, nano.

Sí, compañía, ¿te crees que no sé lo que anda buscando ese hijo de perra…? Bueno, es un modo de hablar, ya sabes.

Sí, ya sé, un modo de hablar.

Oye, ¿quieres un poco de arroz con garbanzos que ha sobrado? Te daría chocolate, pero luego te duele la barriga.

No, ya no. Ahora puedo comer de todo. ¿Quieres que te lave los ojos con agua de tomillo? No, estoy bien. Sólo he venido para que me rasques un poco la barriga.

Entonces sube a la cama y échate panza arriba. Así. ¿Te gusta?

Me gustaba más cuando estaba vivo y zarrapastroso.