Es que yo, cuando me ponen a parir, no me sé controlar, nena, soy capaz de todo… Entonces el otro subinspector va y saca su pistola, me tenían sentado con las manos esposadas sobre una mesa, la saca y me atiza en esta mano con la culata. Vi las estrellas, Merche. Pero lo que no te vas a creer es lo que pasó luego.
Ay, mira, no me lo cuentes. ¿Ves lo que pasa cuando te engallas con la autoridad y encima mientes?
Yo no mentí, la llave era del botiquín. Quítate la falda, venga, así…
Eh, cuidado, no me escoñes la cremallera… Estás hoy muy excitado, ¿eh, cariñito?
– Es su novia, chaval, seguro. ¿No ves que está colada por él?
– Y tú estás agilipollado, Pauli. ¡Déjame oír, ostras!
Entonces, si no mentías, ¿por qué no les dijiste que vinieran a probar la llave en el botiquín, y habrían visto que eras inocente y no te habrían zurrado?
Merche, mi vida, ¿es que no sabes cómo las gastan? Querían asustarme y que cantara otra cosa. ¿Qué cosa?
Un momento, que no sé cómo se está rebobinando la película… Vale, marcha bien. Pronto se acabará el rollo, así que espabila, bonita.
También podías haberte lavado un poco, niño, que me vas a poner de grasa hasta el coño…
Entonces se abrió la puerta y apareció otro polizonte, un inspector, su cara me sonaba, lo había visto una vez en la puerta del cine hablando con el viejo Auge. Ordenó a aquellos cafres que se apartaran de mí, me saludó amablemente y me ofreció un cigarrillo… ¿Sabes aquello del poli bueno y el poli malo que sale siempre en las películas? Pues él era el bueno. Se sentó a mi lado y dijo: Tú eres amigo de la señora Bartra, ¿verdad? Sólo la he visto una vez, le dije, y es la verdad. Me miraba fijamente, creí que me haría un montón de preguntas, pero no. Se levantó y dijo disculpa a estos subinspectores, son buenos funcionarios que cumplen órdenes de sus superiores, como yo, como todos los que estamos aquí. Que estaba muy ocupado y no podía dedicarle mucho rato a mi asunto, y que lo lamentaba porque conocía bien a esos dos, son muy brutos y no hay quien los sujete, dijo, de modo que si tienes algo que declarar mejor lo haces ahora conmigo… Que no miento, le dije, esta llave es del botiquín de la cabina, yo no hacía más que repetir eso, y el tío se cansó y se fue.
¿Y ya está?
¡Qué va! El gordo y el flaco siguieron jodiéndome media hora más. Y luego me soltaron. Ni un vaso de agua me dieron. Ah, se me olvidaba la cabronada más cabrona que tuve que aguantar… Oye, qué buena estás, ladrona.
¿No tenías tantas ganas? Pues a qué esperas.
Es un minuto, prenda, mientras empalmo este rollo.
¿Qué es esto?
El ojo de gato que abre y cierra el foco de la linterna. No lo toques. Tócame a mí, ricura, agárrame esto… Pero espera, que ahora viene lo mejor. ¡La repanocha! Fíjate, estábamos todavía allí en aquel sótano, yo cagándome en todo y con esta mano hecha polvo, cuando se abre la puerta y entra otra vez el inspector Galván, fumando un cigarrillo, y al verme dice ¿qué hace éste aquí todavía?, he hablado con el Jefe y no interesa, ya lo estáis soltando. Y él mismo me quita las esposas, me acompaña hasta la puerta y me tiende la mano. Adiós, hombre, me dice, un mal día lo tiene cualquiera, pero cuidadito, pórtate bien, y entonces va y me gira esta mano tan machacada, que me dolía la hostia, y fíjate en eso, oye, me gira la palma hacia arriba y la mira atentamente como si leyera las rayas de la vida igual que hacen las gitanas. Eso creí yo, pero no. ¿Sabes lo que hace?
Con la oreja pegada a la puerta, David se figura la mano magullada de Fermín entre las manos del poli: el rabo de una lagartija se agita en la palma encharcada de sangre.
¿Cómo voy a saberlo, pichuli?
No te lo vas a creer. Yo pensé que quería comprobar si me habían roto algún hueso, pero lo que hizo fue quitarse el cigarrillo de los labios y sacudir la ceniza… No tenemos cenicero, dijo sin una sonrisa, como si la jodida broma le disgustara a él más que a nadie. ¡Mi mano le sirvió de cenicero! Y no contento con eso, una vez hubo sacudido toda la ceniza, aplastó la brasa en mi mano. Como lo oyes.
¡Vaya tío mala leche!
Pero no me oyó una queja, no le di ese gusto.
¡Santo cielo, rey mío, ¿cómo pudiste soportar el dolor?! ¿Y por qué te hizo una cosa tan horrible?
La costumbre que tienen de hacer estas animaladas, supongo. Porque son así. Ves a un tío de ésos por la calle y te crees que son personas normales, pero qué va. Bueno, ven aquí, reina mora, arrímate a esta sardina…
Llegan más barcazas de desembarco y rugiendo y chapoteando encallan en la rompiente de Guadalcanal, David ve la escena con todo detalle. El nido de ametralladoras japonés ha enmudecido.
– No soy ningún héroe, tan sólo soy un individuo -dice un soldado de bruces en la playa-. Estoy aquí simplemente porque alguien tenía que venir. No quiero medallas. Únicamente quiero acabar con esto y volver a casa.
Apiñados y cargando con todo el equipo, bajo los cascos de acero las caras asustadas de los infantes de Marina reciben rociadas de espuma de mar y señales de muerte junto con el olor y el sabor del carmín en los labios de la novia o de la puta, la foto en la cartera del soldado muerto, los muslos blancos y liberados ya de la falda y la mano chamuscada por el cigarrillo apretando la nalga… Entonces golpea con los nudillos, y esta vez lo oyen.
– ¡¿Quién puñeta es?!
– ¡Soy yo!
– ¿Quién es yo, coño?
– ¡Soy el hijo de la señora Bartra!
El zumbido del proyector y voces de mando, maldiciones y otra vez tiros y una risa femenina que no es de la película. Se abre la puerta y asoma la cabeza despeinada del proyeccionista.
– ¿Cómo te han dejado subir, chaval? ¿No sabes que está prohibido?
– Mi madre quiere saber qué pasa con el sobre de este mes
– susurra David.
– Se acabó. No habrá más entregas. Al menos no por mediación mía. Díselo a tu madre.
– ¿Qué ha pasado?
– Nada que a ti te importe -gruñe Fermín-. Dile que si recibe más noticias, ya no será por el mismo sistema. Y no hace falta que vengas.
– Pero nos dejará usted entrar gratis en el cine, como siempre…
– Sí, está bien. Ahora largaos. ¡Fuera, deprisa!
Bajan corriendo a la calle y luego, chino chano Escorial arriba, los ojos en el suelo y las manos en los bolsillos, Paulino todavía duda.
– Pues yo creo que es su novia.
Sintiéndose mareada y con fuertes punzadas en las sienes, se levanta de la Nogma después de pedalear dos horas y se echa un rato en la cama. Poco después llega David, se sienta a su lado y le coge la mano. Repite lo que le ha dicho el proyeccionista del Delicias y añade el episodio del interrogatorio y maltrato de los policías y la intervención final del inspector Galván, pero se reserva mencionar el ritual gratuito, de pura mala leche, del cigarrillo apagado en la mano de Fermín.
– Ya suponía yo que algo había pasado -dice mamá.
– ¿Y ahora qué vamos a hacer? -pregunta David.
– Esperar -suspira ella y añade-: Menos mal que el inspector estaba allí.
– ¿Por qué menos mal?
– Creo que él siempre supo cómo llegaba ese poquito de dinero que nos enviaba papá, cuándo y por mediación de quién. Aunque tampoco habríamos podido decirle de dónde proviene, porque no lo sé, él hizo la vista gorda. Una forma de ayudarnos, ¿comprendes? Y por eso mismo dejó marchar a Fermín.
– ¿Por qué habría de ayudarnos el poli ese?
– Pues porque en el fondo no es mala persona…
– Sí que lo es. Le damos un poco de pena, eso es lo que pasa, sobre todo tú, porque estás enferma y embarazada y trabajas mucho; nada más que por eso -masculla David bajando los ojos, y con la voz melosa añade muy despacio-: ¿Quieres saber lo que le hizo a Fermín, antes de dejarle marchar? Apagó una colilla en su mano.
– ¡Qué dices! Te han gastado una broma, hijo. No puede ser.
– Que sí, que oí como Fermín se lo contaba a su novia.
– ¿Su novia?
– Estaba con él en la cabina del cine.
– Ah, entonces es que presumía un poco delante de la novia… Seguro. Quería impresionarla. No puedo creer que el inspector hiciera una cosa así… Sin duda es una fanfarronada de Fermín. Tu padre podría hablarte de esos chicos de las Juventudes Libertarias, son muy entusiastas y generosos, pero algo alocados y paveros. Bueno, más o menos como tu padre. Así que invita a su novia a la cabina de proyección. Mira qué listo, el Fermín. ¿Cómo es ella?
David piensa la respuesta unos segundos. Pero antes de darla plantea otra cuestión.
– ¿Por qué no quieres creerme, madre?
– ¡Si te creo, hijo! Al que no puedo creer es a Fermín… Bueno, a ver, cómo es su novia.
– Una rubia de ojos azules, muy fina y muy dulce, muy panfila… Paulino está colado por ella. Dice que tiene una voz de plátano.
– ¿Ah, sí? Qué cosas dice tu amigo.
– Sí. Qué cosas. El muy capullo.
– David, oye.
– Qué pasa, gordi.
– ¿Alguna vez has soñado que volabas con los brazos abiertos?
– Pues claro. La tira de veces.
– Estaba pensando una cosa. Imagínate que tú y yo llevamos mucho tiempo sin vernos, y que un día nos volvemos a encontrar mientras volamos y nos abrazamos con los ojos cerrados…
– ¿Cerrados? ¿Por qué?
– Porque sí, no me interrumpas. Con los ojos cerrados, al abrazarnos, ¿qué cosa, qué recuerdo de mí te vendría primero a la cabeza? ¿Un olor, una canción, una peli, una flor, una picha tiesa, un sueño, una poesía…?
– ¡Yo qué sé! ¡Vaya chorradas se te ocurren!
– Venga, hombre. ¡Piensa un poco!
– No empieces con tus pendejadas, Pauli.
– ¡Por favor!
– ¿Oyes silbar el viento en los cables de la electricidad? Pues es el mismo silbido que tengo ahora en los oídos. Así que olvídame, chaval.
– Por favor.
Después de un silencio, David se da por vencido y gruñe:
– Una flor.
– ¿De qué color?
– Blanca. Una rosa blanca. ¡¿Te parece bien, tontolhaba?!
– Sí, está bien. -Paulino cambia la navaja de mano y añade-: Estos cables no llevan electricidad, son los hilos del teléfono, y no es el viento que los hace silbar, son voces de gente que tiene miedo y se llama desde muy lejos y se busca… ¡Escucha!