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– Estaba pensando una cosa. Imagínate que tú y yo llevamos mucho tiempo sin vernos, y que un día nos volvemos a encontrar mientras volamos y nos abrazamos con los ojos cerrados…

– ¿Cerrados? ¿Por qué?

– Porque sí, no me interrumpas. Con los ojos cerrados, al abrazarnos, ¿qué cosa, qué recuerdo de mí te vendría primero a la cabeza? ¿Un olor, una canción, una peli, una flor, una picha tiesa, un sueño, una poesía…?

– ¡Yo qué sé! ¡Vaya chorradas se te ocurren!

– Venga, hombre. ¡Piensa un poco!

– No empieces con tus pendejadas, Pauli.

– ¡Por favor!

– ¿Oyes silbar el viento en los cables de la electricidad? Pues es el mismo silbido que tengo ahora en los oídos. Así que olvídame, chaval.

– Por favor.

Después de un silencio, David se da por vencido y gruñe:

– Una flor.

– ¿De qué color?

– Blanca. Una rosa blanca. ¡¿Te parece bien, tontolhaba?!

– Sí, está bien. -Paulino cambia la navaja de mano y añade-: Estos cables no llevan electricidad, son los hilos del teléfono, y no es el viento que los hace silbar, son voces de gente que tiene miedo y se llama desde muy lejos y se busca… ¡Escucha!

LA NAVAJA DE PAULINO

Pumba. Ahora o nunca, chaval, no vas a ser un capullo toda tu vida, pensé de repente, ¡pumba!, y hasta juraría que disparé la palabra en voz baja, mientras me limpiaba la sangre del cogote con la servilleta, dice Paulino. El tío había entrado en el cuarto de baño y se paró desnudo ante el espejo, rascándose la ingle. Seguía empalmado al tantear la toalla, y yo me dije: ahora o nunca. Pumba.

– ¿Por qué te decidiste en ese momento? -dice David-. ¿O ya lo habías decidido?

– Ojalá lo supiera.

– Dicen que fue un accidente, que se te disparó la pistola…

– Ojalá lo supiera, te digo.

Lo cuenta medio sonámbulo, como si lo ocurrido no tuviera que ver con él. Fue después de afeitarle y de comer juntos en su pisito de la calle Rabassa una cazuela de mejillones con mahonesa (pero este guaje no come nada, ye un repunante, dice el tío Ramón), los dos solos en el comedor bañado por el sol y atufando a una mezcla de col hervida y masaje Floïd. Ahora es el momento, pensó, no tienes ni que ponerte el pantalón y la camisa, qué más da, nadie ha de verte, así que no esperes ya más, acaba de una vez con esta pesadilla de capones y maldiciones y lametones y mordiscos y gritos sofocados en la sempiterna ronquera de: ¡Te haré un hombre, sobrino, por mis cojones que he de hacerte un hombre!

Pumba.

– Pero qué pasó, Pauli. Vaya escándalo. ¿Dicen que te van a meter en el reformatorio?

– Derechito al Asilo Duran me llevan. Que sí, que sí.

– ¿Pero qué pasó, hombre?

Como si estuviera sonado, así lo cuenta. Que el ex legionario lo había amenazado una vez más con matarle si decía algo en casa, y que luego se metió en el lavabo dejando la puerta abierta y se miraba en el espejo con los peludos brazos en jarras y moviendo muy contento sus orejas de soplillo. Sentado en la mesa del comedor, Paulino alcanzaba a ver el ángulo del pasillo y el lavabo, la espalda aún más peluda que los brazos y la repugnante tiniebla del culo alto y prieto. El salacot, el uniforme y el correaje siempre tan blancos colgaban del respaldo de una silla, en el mismo comedor, y era lo único que se interfería entre el punto de mira de la automática del 9 corto y la odiosa sirenita. De bruces sobre la mesa desplazada por las embestidas de hace un instante, todavía con el mantel y los platos sucios, la navaja de afeitar y la brocha y el cuenco con agua jabonosa que ya no usará en mucho tiempo, la próxima vez te afeitarán en el infierno, Paulino empuña la Star automática con la mano yerta. El tío está frente al espejo secándose el sudor maloliente de las ingles con la toalla. Tiene una sirenita que sonríe tatuada en una nalga, un recuerdo de sus tiempos en la Legión. Tiene una picha como los cerdos, en forma de sacacorchos, silenciosa y húmeda como una culebra. Maldito seas guardia urbano con salacot blanco y blancos correajes, has arruinado mi vida. Qué otra cosa puedes hacer, me digo, cómo escapar de toda esta mierda, no tienes otra salida, Paulino, ya no te valen alas de mariposa ni rabos de lagartija ni de palabartija, por muchas que David consiga con su cortaplumas y sus ganas de ayudarte, compañero cómo te agradezco la complicidad y cómo te estimo, pero la verdad es que ese mejunje para las almorranas no sirve de nada, ya no valen las mentiras y tampoco sirven mis súplicas al tío ni estas lágrimas, ya todo acabó, ya nada me puede curar y ya no aguanto más. Así que ahora o nunca.

En la pared la sombra de la mano empuñando la pistola gira despacio, se retuerce sobre sí misma como la cabeza de una serpiente y apunta al entrecejo.

– ¡¿De verdad querías disparar contra ti mismo, gilipollas?!

– Quería ver la llamarada saliendo de la boca del cañón.

– ¿De verdad pensabas que podrías ver el fogonazo antes de que saliera la bala? No se ve ningún fogonazo, Pauli, y menos si te da el sol en los ojos. Nunca supiste cómo funcionan estas cosas.

– Pues sí que lo he visto. Antes de apretar el gatillo he visto escupir el salivazo de fuego, y antes de eso incluso he visto la luz diminuta del fulminante brillando ante mis ojos, pero entonces ya no apuntaba a mi cabeza, tenía la culata agarrada con las dos manos y apuntaba a la sirenita del culo, me parece.

¿Te parece? ¿Qué pasó, muchacho? No llores. Queremos la verdad.

No lo sé.

Dos tiros. Por qué.

Se me escapó…

¿Dónde apuntabas?

No lo sé, señor policía.

Te estás ganando una tanda de hostias que pa qué.

¿Dónde apuntabas?

A muchos sitios, a muchas cosas… Primero apunté a un calendario, después a una fotografía del tío Ramón pegada a la pared con chinchetas, después a la mano de mortero que me ha endilgado alguna vez, después al salacot colgado en el respaldo de la silla y después a mi cabeza…

¿De verdad querías pegarte un tiro, desgraciado?

No, señor. Sólo lo pensé. Primero lo probé conmigo, apuntándome… Quería saber qué se siente con el cañón apretado entre los ojos.

Y no habías quitado el cargador.

No lo había quitado, no señor. Tenía que hacerlo con el cargador puesto, y sin el seguro. Todo de verdad, tenía que ser así. Todo inventado, pero de verdad, con pólvora de verdad y balas de verdad… Bueno, todo menos las lágrimas.

Tendrás tiempo de llorar en el reformatorio todo lo que quieras. Así que no empieces otra vez.

Sí, señor. Está bien.

¿Y cuándo te echaste a llorar, antes o después de disparar?

Antes. Pero no lloraba de rabia, por eso no supe muy bien lo que hacía. Lloraba como de pena de mí mismo, de mi mala suerte, señor. Por eso se jodió la cosa.

¿Y por qué el segundo tiro, si dices que el primero se te escapó? Querías matarlo, está bien claro. ¿Por qué?

– Se me escapó, David, por eso se jodió la cosa. Se había girado hacia mí y la segunda bala podía haberle matado…

– Si lo habías decidido, ¿cómo no lo hiciste antes, bobo, mientras le afeitabas? -dice David en un susurro de su voz que vuelve como un bálsamo-. Más fácil no podías tenerlo. Un tajo con la navaja en la yugular y sanseacabó, y quién habría sospechado nada. Una pifia de aprendiz de barbero.

– También lo pensé. Más de una vez. Pero ya estaba apuntando al culo…

– Ya. Pumba, a la sirenita que sonríe y que tantas veces se había sentado en tu cara… Perdona, no quería hacerte recordar todo eso.

– No importa.

– Dime una cosa, Pauli. ¿De verdad fallaste el tiro?

– No lo sé. Apuntaba a la sirenita, lo había hecho otras veces. Pero no quería apretar el gatillo, eso no, creo que no…

– Crees que no. Y fallaste.

– Le di en la otra nalga.

– Pero ellos creen que no fallaste.

– Sí.

– Pues déjales que lo crean, porque eso es lo que tenías que haber hecho: no fallar.

Pumba. La primera bala se aloja en el glúteo y penetra unos doce centímetros, moviéndose ya más despacio, ahogada en la efusión de sangre del desgarro. Y la segunda se estrella en el lavabo. Tanto tiempo limpiando y engrasando la pistola con estas manitas suaves y diligentes, tantas veces levantando el arma con el punto de mira buscando el agujero del trasero del guardia urbano, una puntería tan sigilosamente perfeccionada, tan furtivamente ensayada y ensalivada y paladeada. Y fallaste, pobre capullo. Parece mentira.

– Bueno. Otra vez será.

Entre todos los ruidos que agobian día y noche su percepción herida, el zumbido del Spitfire cayendo herido de muerte sigue siendo un bálsamo que se vierte puntualmente en sus oídos.

¡Achtung! ¡Hände hoch!

Abre los ojos de golpe y se incorpora en el camastro apoyándose en el codo. Advierte con alivio que conserva el mechero del inspector apretado en su mano derecha. Abatido por las baterías alemanas, el motor aún ronronea. La columna de humo que se eleva de la carlinga es más delgada y más negra, y la actitud de los dos soldados que lo apuntan con sus armas parece más enrabietada. David apoya la mejilla en la palma de la mano y entorna los ojos, buscando entre centellas la mirada insumisa del piloto.

¿Por qué sonríe, teniente?

¿Qué otra cosa puedo hacer en una fotografía?

¿No teme que le vayan a disparar?

Me da lo mismo. No sabes lo aburrido que es estar en una foto sin hacer nada. O lo que es peor, sirviendo de propaganda al Tercer Reich en la portada de una revista, como si fuera un trofeo. Saldré a estirar un poco las piernas.