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– Saldré como nuevo, ya verás. Y se acabó la historia.

– De todos modos -dice David apartando los ojos de él-, te has portado. Siempre pensé que no tenías ni media hostia. Que, de los dos, yo te ganaba en mala leche. Y no.

– Tú cavilas demasiado -dice Paulino.

David se encoge de hombros y calla un buen rato.

– Quería que me hicieras un favor antes de irte, pero ya no hay tiempo -dice después, y le explica su idea: presentarse al poli amigo de mamá, cuando esté con ella, en casa, y devolverle el Dupont diciendo que lo ha encontrado en el torrente, en el mismo sitio que alguien lo vio cavando, etcétera.

– A ti, mi madre te creería -añade-. Qué lástima.

– Pero el inspector me habría interrogado a fondo, y entonces qué -dice Paulino-. ¿De verdad crees que se tragaría esta trola?

– No es una trola. Y no me importa lo que haga él, lo que me importa es que se lo crea mi madre. Pero bueno, ya se me ocurrirá algo -coge la caja de cartón y se levanta-. Me voy. Abur.

– Espera -dice Paulino llevándose la mano al bolsillo-. Te he escrito una poesía.

– ¡No fastidies!

– Tendrás que oírla antes de irte, te guste o no.

– Me cago en la mar, Pauli, mira que llegas a ser recapullo.

– Es muy cortita. Escucha. Deshojando una margarita del callejón del Viento, se quedó en mi pensamiento, el mejor amigo del alma. ¿Te gusta?

– La caraba.

– Me ha salido en un periquete.

– Se necesita ser merluzo para decir estas cosas…

– Pues bueno -observa el bulto del puño de David metido en el bolsillo del pantalón y añade-: Oye, ¿qué vas a hacer con el mechero del inspector?

– Ya te lo he dicho.

– Deberías devolvérselo sin más, por las buenas…

– Adiós, gordi -corta David-. Suerte.

No vuelve a casa por la Avenida, sino por las callejas de tierra batida más allá de la plaza y luego por el descampado yermo, cruzándose con gatos famélicos y perros vagabundos, hasta alcanzar la suave colina a este lado del barranco, pasando por entre las matas de ginesta cuyas florecillas amarillas aún sostienen la colada del día. Las prendas que le gustan están ahí, mostrando sus vivos colores después de secarse al sol. Se hace con dos o tres, escondiéndolas bajo la camisa, y sigue su camino con la caja de las maracas en el sobaco.

Camina junto a derruidas paredes de tapial, barracas y huertas y vestigios de perdidos senderos rurales, bordeando el torrente para cruzarlo mucho más arriba de casa, y luego se para en medio del cauce, ante el pequeño túmulo de arena que cubre el espectro de Chispa. Le llega desde la orilla el canto del mirlo y el rumor del agua sobre las piedras pulidas. Clavado una vez más en el lecho pedregoso, en torno a los tobillos siente el embate de las aguas muertas que discurren sin principio ni fin. Una fuerza extraña, un campo de energía desconocido lo ha atraído hasta esa duna junto al estiaje, a él y al Dupont dorado. Dondequiera que el perro se halle -aquí, se reafirma a sí mismo, aquí fue abatido y aquí está sepultado-, de él ya no quedaría más que el esqueleto mondo y lirondo, el arco de las costillas abriéndose debajo de la tierra y las cuencas sin ojos anegadas de arena, y a su lado el collar y la correa pudriéndose. Qué mala suerte la tuya, Chispa. ¿Nadie vio lo que te hicieron? ¿No pasaba nadie en aquel momento?

Pasó una muchacha en bicicleta, dice Chispa, sentado muy tieso sobre su propia tumba y con la frente todavía vendada. Yo la vi.

Una chica rubia en una bicicleta de hombre, eso es, corrobora David.

Sí. ¿Sabes cómo se llama? Amanda.

¡Cáspita! ¡Qué nombre más bonito!

¿Y dices que esa chica os vio, a ti y al inspector?

Eso no lo sé.

Seguro que sí. Cuando ella pasó por aquí, el poli todavía te arrastraba por el suelo tirando de la correa de mala manera…

No, fue después.

¿Fue cuando ese malparido sacó el revólver?

No liemos la cosa. Yo no vi ningún revólver.

Claro. No te dio tiempo ni a eso, pobre Chispa.

Que estaba uno de morirse, nano, qué quieres.

Entonces, calcula David para sus adentros, seguramente esa niña pasó cuando el tío ya estaba cavando el hoyo. Aunque el mechero debió quedar semienterrado en la arena removida, el último sol de la tarde fue capaz de arrancarle un destello, y ese destello lo vio Amanda desde su bicicleta, cuando volvía a pasar por aquí una hora después, y se apeó y fue a cogerlo… ¡Procura recordar, Chispa!

¡Hombre, majillo, tú quieres que te lo den todo hecho!, boquea el perro sacudiendo la pelambre del lomo sucia de arena y plagada de larvas. ¿Qué pasa cuando pasa una cosa que te ha pasado por la cabeza porque tenía que pasar pero quién sabe si pasó? Estornuda Chispa y se inmoviliza de nuevo con sus largas orejas y su mirada melancólica bajo la venda ensangrentada. ¡Vamos, que tú lo quieres todo muy clarito y muy evidente, y eso no puede ser! Este hombre también podría haberme dejado tirado por ahí como una colilla…

¿Para que yo y Pauli te encontráramos con un agujero en el coco? No, tuvo que cavar un hoyo enseguida, eso creo. Buscó una azada en alguna barraca de por aquí, en las huertas, y cavó un hoyo, añade David dejándose caer sentado sobre la lengua de arena y cruzando las piernas.

Sentarse aquí frente a la tumba y ponerse a repensar el último paseo de Chispa en compañía del inspector Galván ha de ser como mirar el torrente después que ha llovido y esperar que pasen cosas; como leer el nombre del verdugo de Chispa en una lápida funeraria lavada por la lluvia, limpia de hojarasca y de flores podridas. Aquí está. Así ocurrió sin duda. Pero los pensamientos de David no son sombríos ahora: según sus cálculos, el inspector lo arrastró un trecho tirando de la correa sin piedad y cruzó el torrente, que sería un horno a esa hora. No llegarían muy lejos, sencillamente porque Chispa iba sin resuello y al límite de sus fuerzas, y no había que pensar que el inspector lo cogiera y lo llevara en brazos hasta el cuartel de la Guardia Civil en la Travesera para entregarlo al veterinario… Es tan viejo el animal y sufre tanto, pensaría, bien mirado es un muerto que camina, no llegará vivo a la bola de estricnina, de modo que lo mejor, etcétera. No irían más allá, por eso remontarían el lecho del torrente hasta alcanzar casi las huertas, una zona solitaria, el poli muy cansado y nervioso y harto de tirar de la correa, Chispa ya medio estrangulado y con la lengua fuera; puedo ver la espuma amarilla derramándose de su boca, puedo verla, ahora mismo la estoy viendo y es algo que me pone a parir. No resiste más y deja caer la panza sobre una franja de arena. Hasta aquí hemos llegado, guripa, ni un paso más. Pero seguramente ya mucho antes de llegar al límite, resignado al mandato implacable de los tirones y sacudidas, arrastrando las despellejadas patas traseras como harapos de sí mismo, antes de que se le nublara la vista y se le parara el corazón, su alma ya había muerto de tristeza. También pudo haber ocurrido, piensa David, que el encabronamiento del inspector y su decisión de liquidar el asunto a lo bruto no fuera provocado solamente por el terrible calor y la terca negativa de Chispa a seguir caminando o a reventar de una vez, sino que influirían también otras causas, vete a saber, un poli siempre será un tío borde, y de éste se puede esperar cualquier cosa…

Tantas veces y con tanta intensidad emocional ha desarrollado David la secuencia de esa muerte, que sus trazos más crueles ya figuran y perduran en la memoria con dolorosos detalles y certezas incluso a pesar suyo. Sabe de cierto, por ejemplo, que en el último momento Chispa intentó arañar al inspector con la pezuña, porque era un perro que tenía alma enrabietada de gato, y que segundos antes de recibir el tiro, el pobre animal levantó los ojos y lanzó una mirada de reproche a su verdugo, y que luego, sin un gemido, quizás con un maullido socarrón, a modo de despedida de este mundo asqueroso, rindió la cabeza.

El disparo y su eco aún resuenan en el caracol de mis orejas, compitiendo con el zumbido de siempre. ¿O fueron dos disparos, Chispa? Ni uno ni dos, embustero. Que sí. Te cuento… Lejos, más allá de la plaza Sanllehy, me agacho al borde de la carretera del Carmelo para atarme el cordón del zapato, estoy viendo a un palmo de mis narices los hierbajos resecos que peina el viento al borde del asfalto, así que lo tengo a favor del viento, ¿comprendes? Yo venía de entregar las fotos de una boda a una familia del Carmelo, y los novios eran tan pobres que sólo se quedaron dos, una en el altar mirándose y otra en el portal de la iglesia, también mirándose, tieso él y sonriente y más feo que Picio, y Paulino estaba conmigo en la carretera y dijo no haber oído nada (o sí: Ha sido una escopeta de aire comprimido, para asustar a las palomas. Que no. Está bien, chatín, lo que tú digas), pero incluso estando más lejos y con el viento en contra yo esa tarde habría cazado el eco del disparo, porque lo pude oír incluso antes de que el poli empuñara el revólver, mucho antes incluso de sacarlo de la funda sobaquera y poner las dos balas en el tambor. Alcé la cabeza de golpe, como si la primera bala también hubiese atravesado mi frente, y hasta sentí en la mano el rebrinco de la culata al disparar. El eco se expandió desde aquí y enseguida, como bolitas de algodón que llegaran una tras otra, fue taponando mis oídos enfermos. Y antes de desvanecerse en el aire también llegó el olor de la pólvora. Palabra.

El eco del quimérico disparo se trenza con el timbre de la bicicleta, y David vuelve bruscamente la cabeza al tiempo que se incorpora. Oye el rumor del cercano cañaveral mecido por la brisa después que la brisa ha mecido los cabellos de la muchacha.