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Lo cierto es que últimamente el guripa empieza a comportarse y a decir cosas que no parecen tener mucho que ver con sus funciones de sabueso. Una semana después de un encuentro nada casual en el mercadillo, al que la pelirroja suele acudir por razones de trabajo, David vuelve a toparse con él al salir del colmado y nuevamente se ve interrogado de forma chocante. Esta vez, luego de echar un vistazo al racionamiento que David lleva en la bolsa de la compra, el inspector quiere saber si mamá, aconsejada por el médico, ha renunciado definitivamente al café que tanto le gusta.

– ¿Los polis preguntan estas cosas? -se extraña David-. Vaya, no lo sabía. Pues sí señor, le gusta el café-café. Y la nata, y los churritos calientes. Y a mí también. Ella dice que son antojos. Porque nos gusta a los tres, ¿sabe?

Ciertamente, el café le gusta mucho y su aroma invade con frecuencia el ámbito de sus sueños y sus lecturas, y ahora mismo cree percibirlo impregnando las páginas del libro que está leyendo, perfumando la habitación de la triste y desesperada Natasha. Cierra el libro y lo sujeta en el sobaco. Esta tarde es otra tarde y lleva una blusa malva recién planchada y una holgada falda marrón, zapatos planos y el paraguas colgado del brazo. Al subir al tranvía, el libro resbala del sobaco sin que ella lo advierta, rebota en el estribo y luego en el paraguas, y cae abierto y boca abajo sobre los mojados adoquines. El tranvía emprende la marcha y la rueda lo aparta del raíl suavemente, sin aplastarlo. El inspector diría después que él corrió para avisarla, pero es seguro que no hizo el menor esfuerzo, no merecía la pena correr por algo que, bien pensado, prefería devolverle en persona y en casa. Le veo inclinarse y recoger el libro, eso sí, le veo parado allí en medio de los raíles, la cabeza ligeramente inclinada y la espalda erguida, como reclamando una suerte de desagravio, mientras frota con la manga de la americana la página manchada y magullada, cuidadosamente, con esmero, un hombre que tal vez no había tenido un libro en las manos durante meses o tal vez años.

Absorto en la página maltrecha, como si le hechizara, y con los ojos entornados para retener un rato más la visión de la pelirroja y del tranvía que se aleja hacia Lesseps, lee: A fines de diciembre, con un traje de lana negra, la trenza descuidada, el rostro enflaquecido y pálido, Natasha, tendida en el diván, contemplaba la puerta, arrugando y desarrugando la punta del cinturón. Miraba el sitio por donde él había salido de esta vida.

Ella lo ha visto de lejos y guardará siempre en la memoria la imagen del inspector inclinándose sobre los adoquines al recoger el libro, en una actitud casi devota; posiblemente se trata de la primera vez que este hombre, al que apenas conoce, la ha conmovido. Recoger en la calle un libro sucio y desgarrado, y limpiarlo con la manga como él ha hecho, tan meticulosamente y tan absorto, comporta cuando menos, pensaría seguramente, una cierta bondad de corazón.

– Repito: cuando vuelva a casa, se lo entregas de mi parte. Y le dices que lo perdió en la parada del 24. Lo he forrado como mejor he sabido.

La mano de David sujeta el libro que ha recibido y se mantiene apoyada en el canto de la puerta, sin abrirla del todo, mientras la otra mano sigue mariposeando en la cintura. Debajo de la boina roja y los cabellos rubios, la cabeza permanece gacha. No es un gesto de humildad, ni mucho menos. Es una torva concentración de fantasía y mala leche.

– ¿Lo ha forrado usted? Qué bonito le quedó, bwana.

– Si no fuera por tu madre, por no echarle otra preocupación encima, que ya tiene bastantes, te arrancaría las orejas y la lengua, muchacho. Qué te parece.

– ¿En serio?

– Tenlo por seguro.

Su tono es monótono y cortante, aunque no expresamente amenazador. El inspector Galván no masculla las palabras ni las escupe. David sí lo hace, y con especial saña:

– Usted sigue a mi madre. Yo lo sé. La sigue por la calle, escondiéndose para que ella no le vea. La sigue y la sigue y la sigue. ¿Por qué?

El inspector reflexiona antes de responder.

– A veces uno está obligado a hacer cosas que pueden molestar.

– ¡Y un huevo! ¿La sigue por si le lleva sin querer hasta mi padre? ¿O por qué lo hace? ¿Eh?

– Vas por mal camino, chico. Levanta la cabeza y mírame. ¿Se lo has dicho a ella?

– No, pero se lo diré.

– No lo harás -el inspector se inclina un poco, se acerca a David y añade-: De lo contrario, yo le contaré lo que te dejas hacer en el cine Delicias por el chico del barbero, ese gordito de mirada bizca, cómo se llama… Ese que anda por ahí con unas maracas.

David alza la vista por fin, pero las gafotas de sol ocultan el chisporroteo vengativo de sus ojos. A su vez, el inspector se inclina un poco más mirándole sin pestañear, y añade:

– Ya sabes a qué me refiero. Le darías a tu madre un disgusto de muerte. Y no queremos que eso ocurra, ¿verdad?

– No.

– Entonces no hay más que hablar.

– Sí, bwana.

El inspector menea la cabeza con aire conmiserativo, inicia la retirada dando media vuelta, pero lo piensa mejor, se vuelve y se queda mirando fijamente a David.

– ¿Qué pasa contigo, hombre? ¿De verdad te gusta eso, o lo haces por una perra chica? ¿O sólo es un juego? ¿Qué es, coño?

David medita la respuesta con los ojos risueños escudados tras las gafas.

– ¿Sabe una cosa? ¡Nadie me verá nunca con una mano en el trasero!

– A ver si he entendido bien…

– Dicen que mi padre anda por ahí con la mano en el culo y hecho un cristo, pero tenga usted por seguro que a mí nadie me verá nunca así. Y no me sacará usted una palabra más acerca de este asunto. Por mucho que me interrogue, bwana.

– No recuerdo el nombre de tu amigo, ese pimpollo. ¿Bardolet?

– Paulino Bardolet, para servir a Dios y a usted y a la hostia en vinagre. Qué pasa.

– Tu lenguaje y tu desvergüenza me tienen asombrado, chaval, de verdad. Y ahora escúchame bien: no quiero verte con ese tal Paulino. Y que tu madre no se entere.

El inspector se queda mirándole pensativo y haciendo gala de aquella inmovilidad tan absoluta y persistente que a veces parece un hombre congelado. Antes de irse, prueba a darle un coscorrón presuntamente amistoso, que David esquiva. Entonces descubre a un perro pachón arrastrándose penosamente sobre las baldosas, detrás del chico, con el rabo entre las piernas y los orejones caídos.

– ¿De dónde ha salido esto?

– Es mío -se apresura a decir David-. Me lo dio el acomodador del Delicias. Le prometí que lo cuidaría. ¿Pasa algo?

El perro husmea los calcetines largos de David y suelta una tos que más parece ansia de vómito, y que le hunde el costillar. El inspector respira hondo, como si cogiera fuerzas para hablar sin ganas.

– Es un perro callejero -y vuelve la cabeza para mirar el sendero que corre paralelo al torrente seco, con la esperanza, piensa David, de ver llegar a la pelirroja; enseguida simula interés por el perro, sólo para ganar tiempo-. Un chucho.

– Sí, bwana. Un chucho, un mil leches.

– Y es muy viejo. ¿Cómo lo llamas?

– Chispa -dice David-. Qué pasa, ¿no le gusta? El señor Auge se lo encontró abandonado en el vestíbulo del cine y le puso Niebla, porque aquella semana ponían una peli que se llama Niebla en el pasado. También pensó en llamarlo Nodo, porque al oír la música del noticiario No-Do el perro se ponía alegre…

– Muy propio, sí señor.

– El mundo entero al alcance de todos los perros, decía el señor Auge. Qué pasa, ¿tampoco le gusta?

– Me das pena, muchacho.

– Y qué, bwana. Qué pasa.

Aplastado en el suelo, vencido por los años y los achaques, Chispa hace un intento de menear el rabo, pero desiste enseguida y con su ojo menos quebrantado escruta al inspector.

– Este animal está más muerto que vivo.

– Usted no entiende de perros.

– Le harías un favor sacrificándolo.

– ¡¿Cómo?! ¡¿Cómo dice?!

– Que lo mejor sería darle una bola de estricnina.

– ¡Y una mierda! ¡Lo estoy curando ¿sabe?!

– Lo único que vas a conseguir es que sufra más. ¿Qué opina tu madre?

– ¡Nada que le importe! ¡El perro es mío! ¡Y ni hablar de matarlo, ni por viejo ni por enfermo ni porque lo diga mi madre!

– Está bien -dice el inspector iniciando la retirada-. No olvides lo que te he dicho…

– Y otra cosa, bwana -lo interrumpe David de nuevo en tono de chunga, tal vez por torcer la conversación y quitarle la pelirroja de la cabeza, impedir que se aproxime a ella siquiera de palabra o pensamiento-. ¿Por qué no me explica qué pasó con el ahorcado de la calle Legalidad? ¿Qué me dice de ese misterio? ¿Usted lo vio, colgado debajo de aquella glorieta como si fuera un muñeco?

– Algo me han contado -gruñe el inspector.

– Se ve que lo perseguían. Dicen que se colgó porque estaba cansado de esconderse.

– Esconderse de quién. De qué.

– Dejó una carta explicando que se ahorcaba por culpa de su mujer. Yo lo vi colgando de la cuerda, ¿sabe? Tenía la lengua fuera y colorete en la cara, como los payasos, y la carta que dejó llevaba una firma extraña: El gusano invisible. ¿Qué cree que significa?

El inspector levanta las cejas y suspira.

– No sé nada de gusanos. Adiós. No te olvides de mi encargo.

– Sí, bwana.

Escudado en sus gafas de plástico, David le ve irse bordeando el páramo gris junto al barranco. ¡La estocada de Lagardere acabará contigo, guripa! Cierra la puerta del zaguán y de la noche, coge el perro en brazos y con su faldita plisada y su bonito jersey de angorina corre por las estancias desiertas llenas de muebles que gimen bajo fundas fantasmales, embiste con el hombro la cortina verde en mitad del estrecho pasillo y luego la pequeña puerta de cristales esmerilados que separa el chalet del consultorio y alcanza nuestra exigua vivienda realquilada, abre de par en par la puerta de día que da al callejón y saca a pasear a Chispa para que pueda husmear las cagarrutas de otros perros y así tal vez, quién sabe, se sienta menos solo y quebrantado. Quién sabe.