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Los pies apoyados en tierra, sin bajarse de la bici y a horcajadas sobre el cuadro del que cuelga la funda del violín, ella lo está mirando desde el sendero que bordea el torrente, a unos cincuenta metros. Sus ojos son duros y su boca malhumorada parece decir algo. ¿Estará pensando este sinvergüenza me acaba de robar una falda y una blusa? ¿Lo habría visto? Pero, ¿por qué un chico iba a robar ropa de chica? Sacude la melena, monta nuevamente en el sillín y pedalea enérgicamente, alejándose con su llamarada rubia en alto y su violín entre las piernas, cuando ya David intuye la extraña fusión entre el Dupont dorado que aprieta en el puño y esa melena de fuego que se diluye detrás del cañaveral, entre el determinismo crispado de la venganza y el azar de las cosas. Es simplemente la pura intuición que siempre vertebró sus sueños, el desquite enrabietado que anda buscando: abre la mano y deja caer el mechero a los pies del túmulo, quedando semienterrado en la arena, de costado.

Es cierto, hijo, no lo pienses más; esta muchacha pasó por aquí con su bicicleta y se paró a mirar, yo también la vi, dice la voz anestesiada a su espalda. Pero no me gusta lo que estás tramando…

Se acerca papá con las manos sucias y la frente alta, la colilla retozando en las comisuras de la boca y la botella de coñac agarrada por el gollete bailando en su mano, viene como desafiando el viento de una maldición o de una quimera empeñada en retenerle aquí, en este maloliente repliegue de la historia. Al contrario que su voz, su cuerpo no es nada evanescente, intangible ni gaseoso, y encima huele bastante mal.

El inspector Galván oculta la verdad, padre. Es un fullero. Ahora siempre que viene le trae una rosa blanca, y ya no habla pestes de mí y dice que nos quiere ayudar. Todo mentira.

Tu madre va a necesitar toda clase de ayuda.

Has de saber que nos visita casi a diario y siempre trae algo, chocolate, un saquito de alubias, terrones de azúcar… Cuando vengo de casa del fotógrafo me los encuentro a los dos sentados a la mesa camilla, madre le sirve café y él le enciende cigarrillos, tendrías que verlos charlando tranquilamente, la rosa está en un vaso con agua que ella coloca entre la lámpara encendida y el poli, que está sentado en tu sillón, y la sombra de la rosa le da en la cara mientras habla y a ratos sus ojos brillan, amparados en esa sombra… ¿Sabes qué le dijo el otro día? Le dijo me pregunto, Rosa, porque ya se tutean, sinceramente me pregunto si tu marido ha sido un auténtico libertario o simplemente un mujeriego. Fíjate.

Qué más da, hijo. La cuestión es pasar el rato.

Nunca entendí tus bromas, padre. Tú también juegas con las cartas marcadas.

No las marqué yo. La baraja es muy vieja, está más sobada que el trasero de la señora Vergés, pero de momento no tenemos otra.

¿Quién es la señora Vergés?

No preguntes.

David baja la cabeza sobre el pecho y espera, la mirada puesta en la arena caligrafiada por las lagartijas o las ratas en torno a sus pies. Empieza a echar de menos el son de las maracas de Paulino que guarda en la caja bajo el sobaco: su sonido de arenas tropicales anulaba los zumbidos y las voces en sus oídos. Las sombras del atardecer ya invaden el lecho del torrente y emborronan el menguado caudal del estiaje, pero el falso Dupont parcialmente hundido en tierra todavía lanza su débil fulgor dorado. David se agacha repentinamente, coge el mechero y lo examina con talante reflexivo. Tiene granos de arena en las junturas y procura que no se desprendan.

¿Se puede saber qué haces?, dice Chispa ahuyentando con la pata una mosca carroñera.

¿No lo ves? Encontré el encendedor del poli, mira.

¿Sí? ¡Ostras, nano! ¡Qué chiripa!

Estaba aquí mismo. Se le cayó del bolsillo cuando cavaba el hoyo para enterrarte. Se le cayó, seguro.

Lo que acabas de decir es una mentira, dice papá. Y por mucho que la repitas, no la vas a convertir en verdad.

Eso ya lo veremos.

Me parece que no carburas, muchacho. ¿Olvidas que tu padre ha luchado toda su vida contra esta clase de triquiñuelas…?

Hablando en términos policiales, lo interrumpe Chispa desplegando una blanca sonrisa melancólica, lo cual he de admitir que no se corresponde con mi pedigrí ni con mi crianza, debo decir que lo que está haciendo el nano es aportar pruebas falsas para inculpar a un sospechoso que él sabe culpable.

Conozco esas tretas, gruñe papá sujetando la botella en la entrepierna mientras con ambas manos asegura el sucio pañuelo en el trasero. Estás furioso y te diré por qué, hijo. Dices que ese fanfarrón mató a tu perro de mala manera, de acuerdo, tú crees que es un hecho consumado. Pero por el momento, más que un hecho, es una apariencia, y eso es lo que te enfurece. Tu impostura es peligrosa, la conozco, la he sufrido en mis carnes. No es que mientas para enterrar la verdad, ya lo sé, lo haces precisamente para desenterrarla, pero, en cualquier caso, mientes… Agarra de nuevo la botella y bebe a morro, y luego se queda mirando el vacío ante él con aire de resignada pesadumbre. Los hay que piensan que una cosa es la realidad y otra la verdad, y tú eres uno de esos. Eres un peligro, hijo mío… En fin, yo me largo. Se queda mirando en dirección a la ciudad con los ojos apagados, la botella firmemente agarrada por el gollete, los hombros vencidos. Deberías esconderte lejos de aquí, piensa o dice David. No, dice papá, estoy en el lugar que me corresponde, dentro de esa herida mal cerrada en la tierra, una barranca hedionda y falaz… Me pregunto cómo un hombre es capaz de pifiarla tantas veces en la vida. Si he de cambiar de escondite, dejaré por ahí un papel que diga: aquí la pifió Víctor Bartra una vez más. Como ves, ya no me queda nada salvo esta colilla apagada. A ti te queda el mechero, y lo mejor que podrías hacer es encenderme la colilla con él y después devolverlo al inspector.

Le será devuelto, pero no por mí. A mí no me creería, dice David.

¿No creería qué cosa?

Que acabo de encontrarlo yo justo aquí, donde mató a Chispa. Me tiene por un mentiroso, y mamá también… Tiene que decírselo otra persona. Eso es, otra persona.

Papá gira sobre sí mismo esgrimiendo la botella por encima de la cabeza, como si fuera un artefacto explosivo, y la lanza contra una roca. Antes de que se haga añicos, mientras la botella aún gira en el aire, David ya ha visto los vidrios rotos y afilados esparcidos en el lecho del torrente; antes de que el coñac se derrame, incluso antes de oír el estallido del cristal que lo contiene, ve la tierra empapada chupando ávidamente el alcohol. Entonces, erguido en medio del torrente, con las maracas de Paulino bajo el brazo y empuñando el Dupont, piensa se acabó, ya he esperado bastante, y camina decidido hacia casa.

En el portal de la noche, el inspector Galván parece que ya se despide por hoy. La pelirroja apoya la espalda en el quicio de la puerta con las manos detrás, la cabeza ladeada con aire soñador o quizás burlón, y los ojos bajos. Lleva la bata gris mal ceñida y el pelo recogido en forma de penacho y sin muchos miramientos. El inspector le habla con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y mirándose los zapatos, muy próximo a ella y con una tensión solícita en los hombros; ninguno de los dos busca los ojos del otro, y, sin embargo, dirías que no hacen otra cosa que mirarse.

David se para junto a los helechos de la orilla y decide esperar un rato más. Mamá ha levantado la mano hasta la maraña roja de los cabellos, tanteando alguna horquilla, y enseguida, repentinamente, se toca la nuez del cuello, la cabeza se le va todavía más a un lado, y parece como si se dejara resbalar toda ella cerrando los ojos. Sin despegar el cuerpo de la puerta, su otra mano tantea un apoyo en el hombro del inspector, y de pronto ya está en sus brazos reclinando la frente en su pecho. Aunque en la retina de David las imágenes se han movido al ralentí, todo ha ocurrido muy rápido, y la distancia y la luz emborronada de la hora tardía no permite distinguir si se trata del consabido desvanecimiento o de una simple torpeza corporal, un impulso mal controlado que inicialmente sólo pretendía ser un gesto de amistad y gratitud por las atenciones recibidas, y que de pronto se convierte en una efusión que podría no ser tan imprevisible ni mal controlada como cabría esperar… El inspector la sujeta con el brazo rodeando su cintura y con los dedos de la otra mano le alza el mentón suavemente para verle la cara, mientras ella mantiene los ojos cerrados y los brazos caídos. En ambos, la parsimonia de sus movimientos no revela nada. Se separan enseguida, pero ella sigue aturdida, hablan un momento, él roza su codo con la mano y la acompaña solícito, entran en la casa y la puerta se cierra.

El lecho del torrente es un horno y en la arcilla agrietada asoma una lagartija oscura, grande y revieja, el rabo mutilado, la cabeza enhiesta sobre las patas delanteras y los ojitos como perdigones rojos. Podría ser la palabartija de Ibiza con la que solía engañar a Pauli, si no fuera porque no existe. David sopla y el bicho se esconde. Feliz tú, lagartija sin cola que habitas en las grietas del fondo de la nada, ese ningún lugar entre mi casa y el mundo, entre el silencio del torrente y la voz de papá. En cuclillas y con la mirada fija en la casa, un poco anhelante, persiste la impresión de ser observado, el filo de unos ojos en la nuca con un reproche fantasmal, pero ya no se siente desorientado ni despechado, ya no parece desear el antiguo embate de las aguas, sentirse arrastrado y mecido por la corriente, llevado lejos de aquí. Con la determinación pintada en el rostro, las prendas de vestir robadas debajo de la camisa y el mechero en el puño enrabietado dentro del bolsillo, ensimismado y solo, guardián de la verdad armado de mentiras, se quedará allí esperando el tiempo que haga falta. El contacto del metal en la mano, sus formas angulosas y compactas, le transmiten seguridad; algo le dice que tener apretado ese Dupont falso es como tener en el puño el corazón del policía. Recuerda lo que decía aquel indio en una peli: el arte del buen rastreador consiste en encontrar algo que está fuera de lugar. En cuanto a papá, su espectral y oxigenada presencia ha dejado una estela de cloroformo y de tintura de yodo, una aflicción de la carne, y David baja los ojos. A sus pies, una doble hilera de guijarros blanquísimos se alinea caprichosamente entre la broza, parece una dentadura postiza que asomara mal encajada desde la entraña de la tierra. De nuevo se siente observado, y vuelve la cabeza. Hay ojos que nos siguen mirando cuando ya se han ido.