AVENTURAS EN OTRO BARRIO
Cagüen el copón, Tejada, la de cosas que pasan sin que uno se entere. ¿Sabías que Galván estuvo liado con las tramas del juego ilegal, y que hace cuatro años fue expedientado por amenazar con la pipa a un inspector de Bilbao?
– No me digas. Me cago en la leche puta. ¡A ver, Mario, un sifón que pite! ¡Y otra de callos y un tinto aquí para Quintanilla!
Un bar frecuentado por polis en Vía Layetana, cerca de la Jefatura Superior de Policía. En un extremo de la barra, al fondo del local, dos subinspectores piden a gritos un sifón que funcione. Pasan ambos de los cuarenta, son cuellicortos y atildados y tienen la piel de la cara del color del caramelo, roja el gordo, el otro verde. Frente a ellos, alineados sobre el mostrador, una docena de platillos exhiben pajaritos fritos con sus cabecitas mondas y la tripita abierta. Este bar guarda entre sus paredes historias terribles y esta que voy a contar es una de ellas. Y conste que no son recuerdos imaginarios, supuestamente cultivados en la placenta febril de la pelirroja: ahora mismo puedo ver a los dos sabuesos tal como mi hermano los verá dentro de unos minutos, poco después del mediodía, en este soleado y caluroso martes de finales de septiembre.
Uno de los subinspectores es bajito y canijo, el otro es barrigudo y sanguíneo y se sienta de lado en un taburete alto, usa gafas de montura de metal pegada con esparadrapo sucio y tiene desabrochado un botón de la bragueta. Con el palillo ensarta una aceituna, se la lleva a la boca y la muerde con una mueca de asco. Tiene el dedo índice de la mano derecha envuelto aparatosamente con gasas y tapado con un capuchón de cuero atado con un cordel a la muñeca. Beben vino y vermut hojeando la prensa de la mañana, Europa en ruinas asoma en todas las páginas, eso de Nuremberg promete ser una fantochada de los aliados. Y que lo digas, Quintanilla. ¿Basora marcó tres goles?, bueno, y qué, el mejor extremo de España ha sido Gorostiza, digan de él lo que digan, todo y llevar el apodo de Bala Roja, que por algo sería, claro. Cierto, remacha su compañero, es el mejor, con permiso de Gainza.
Luego hablan de aquel desdichado asunto en el que el inspector Galván se vio implicado a principios del pasado mes de mayo. El gordo todavía ignora algunos pormenores del caso, por ejemplo que el detenido, un vendedor de enciclopedias a domicilio, le aclara el canijo, parece que no llevaba la documentación en regla.
– Suficiente para trincarle -dice el gordo probando otra aceituna pocha.
– Sí, pero eso fue lo que propició el error -dice el otro-. Eso, y que les salió un pelín chulo. Le tomaron por quien no era, y después de zurrarle durante dos semanas el tío seguía igual de entero y negándolo todo. Y no veas cómo le machacaron los pies. ¡La hostia! Le clavaron una docena de tachuelas en la mollera y le dieron un buen tute con las colillas.
– ¿Tú lo viste?
– Lo vi después, cuando Serrano se hizo cargo. Se le escapó un golpe y le reventó un huevo. Este Serrano es un manazas y un mangante. Tiene su cachiporra para esos menesteres, ¿verdad?, pues no señor, el tío tenía que usar mi bastón, que sabe que me costó un ojo de 1a cara, y no veas cómo quedó la empuñadura de marfil con la piltrafa de la planta de los pies…
»De todos modos, aquel desgraciado a punto estuvo de dejar a Serrano y a todos con un palmo de narices, eso yo lo vi con estos ojos. Con la paliza que llevaba, aprovechó un descuido para escapar por 1a ventana que da al patio interior, ya había pasado una pierna y se iba a tirar. Yo creo que se habría tirado, y de hacerlo seguro que se habría matado igual, pero eso nunca se sabrá…
– Hostia, no le des más vueltas, Tejada -dice el gordo-. No sé si pensaba en matarse, pero seguro que pensaba en otra vida.
– ¿Qué cojones quieres decir con eso? -responde el flaco frunciendo el ceño-. Joder, Quintanilla, tú estás pirado. ¿Insinúas que pensaba ir al cielo, un jodido comunista?
– ¡Coño, mira que llegas a ser burro! Me refiero a que el tío estaría pensando en una vida mejor si conseguía escapar, mejor que la que le estabais dando con tanta matraca. Y que resultó una pifiada como una casa, por cierto.
– Yo no tuve nada que ver con todo aquello. El tío ya estaba sentado en la ventana y tenía un pie en el otro barrio, como quien dice, y a Galván no le dio tiempo a pensar en nada y además no estaba para puñetas, llevaba el brazo en cabestrillo y le dolía mucho la clavícula, ¿te acuerdas?, se la había roto en las escaleras de la comisaría de Horta, y encima aquel renegado hijo de puta lo había puesto a parir durante el interrogatorio, así que ya no pudo aguantarse más, no te muevas que te frío, le dijo, y perdió el control, date cuenta, un hombre como Galván, que sabe arrancarle una confesión al más pintado, siempre tan paciente y tan flemático, y que de pronto no puede contenerse y se acerca a la ventana y lo empuja, vuela si tanto lo deseas, cabrón, le dijo. Yo no tuve nada que ver…
– La verdad es que fue como empujar un cadáver. Un suicida que te está pidiendo el último empujón, así es como lo explicó después el comisario jefe.
– Sí, porque de todos modos el infeliz se habría tirado -añade el flaco.
– No sé -dice el gordo-, yo no estoy tan seguro de eso.
– Porque no estabas presente. Míralo así: su única escapatoria era la ventana. Creo que yo también lo habría intentado.
– El más atolondrado fue Montero -dice el gordo-, que sacó la pistola y le disparó cuando ya no hacía falta. Dos balas en los riñones, así cayó más aplomado.
– La palmó por la caída al patio, no por los disparos -dice el flaco.
– Qué más da -resopla su compañero encogiéndose de hombros-. Puede pasarle a cualquiera. ¿Y qué hicieron con él?
– Al depósito del Clínico -gruñe el flaco enfrascado de nuevo en el periódico-. Hubo que inventar algo sobre la marcha, buscar a alguien que lo identificara como otra persona, un vagabundo sin familia al que nadie va a reclamar…
– ¡Vaya manera de perder el tiempo y complicarse la vida! -opina el gordo.
– Di que sí. Pero ya sabes que a Portela le gusta ser legal. ¿Qué hora tenemos, colega?
– La una menos veinte.
– Va usted cinco minutos atrasado -la voz dulce a su espalda pertenece a una niña sonriente que está consultando el relojito de feria plastificado y de vivos colores que luce en su muñeca-. Es la una menos cuarto, señor.
Vía Layetana bajando, acera de la derecha batida por el sol, y allí en la esquina, en medio del transitar agobiado y pesaroso de la gente, esa niña que parece haberse apropiado de todos los colores y fulgores del día se para un momento y consulta su relojito de celuloide con números amarillos y agujas de purpurina. La esfera es celeste y la correa que ciñe la muñeca, de color violeta transparente con franjas amarillas. ¿Por qué lo miras, hermano, si sabes que los números mienten y las manecillas son pintadas y marcan siempre la misma hora, la una menos cuarto? ¿Consultas tu reloj de pacotilla para fingir que eres una persona ocupada, alguien con cierta prisa por llegar a una cita importante? La una menos cuarto, dicen las agujas plastificadas, y me gusta pensar que, por un capricho del destino, ésa es precisamente la hora exacta en todos los relojes, la misma hora cabal que marca el reloj de verdad del inspector Galván saliendo apresuradamente del Bar Sky para coger el metro en Jaime I y llegar a tiempo de ver salir a su hija del colegio de monjas, mientras aquí los viandantes ven pasar a una adolescente de largas piernas oscuras que camina deprisa y muy tiesa, levemente recostada hacia atrás y risueña, como si un viento frontal alterara su verticalidad y eso le gustara.
Hablo desde una trinchera moral en el tiempo que me permite neutralizar la nostalgia, y, por supuesto, el repudio y la burla o el simple estupor que seguramente suscitó el paso de esta niña valiente por la calle. Es probable que yo mismo, de haberme cruzado con ella, no la hubiese reconocido. Ahí va, investido poco menos que de inconsciente putilla y con el persistente zumbido en sus oídos y en su corazón, exhibiendo un violento carmín en los labios y un hormigueo de maracas en las caderas. Luce la faldita amarilla con grandes bolsillos verdes y la blusa sin mangas de color azafrán estampada con espigas y amapolas desvaídas, el bolso de plexiglás rojo y larga correa colgado del hombro, los cabellos de paje recogidos en la nuca con una goma, las gafotas de sol de montura blanca, el rebelde flequillo cabalgando su frente y la boina roja ladeada sobre la oreja. En su brazo derecho, un poco por debajo de la marca de la vacuna, una mariposa de calcomanía pegada a la piel despliega sus alas negras con lunares rojos. Las rodillas mohínas y los finos tobillos brillan al sol, y las sandalias de goma de color marfil dejan al aire el puente saltarín, atolondradamente sonrosado y sensual, de sus ágiles pies. La serena firmeza del mentón, su aire levantisco, es lo único que a ratos podría traicionar esa apariencia postinera y festiva, pero ¡qué fulgor en su mirada desafiando el trajín de la calle, qué intensa la emoción que le embarga en medio de toda esa patraña bajo el sol! ¡Y de qué modo tan alegre y confiado sus grandes ojos reflejan la luz del día, cómo ama la vida esta muchacha que sonríe impúdicamente a los viandantes!