– Bueno, ya les he contado lo que pasó. Ahora tengo que irme.
Sin quitarle la vista de encima, el gordo alcanza el palillero y con el dedo encapuchado de la otra mano se toca la bragueta.
– Espera. ¿Por qué leches miras tanto la hora en tu reloj de cartulina?
– Porque tengo prisa, señor.
– ¿Cómo es que tu madre te deja salir vestida como un lorito?
– esgrime el boquerón ensartado en el palillo y de pronto la proximidad física, la voz y la transpiración misma de este remedo procaz de mujercita sele antoja un agravio-. ¿Te has mirado en el espejo, pimpollo?
Amanda ya se iba, pero se vuelve y se le encara con la mano en la cadera.
– Usted me habla así, señor policía, porque se cree que soy una analfabeta, una chica de barriada pobre que no ha ido a una escuela de pago y no tiene estudios ni amistades finas, ni recomendaciones ni buen gusto para nada. Pues sepa usted que estas gafas de sol, por ejemplo, son una monada, y son igualitas a las que lleva Ginger Rogers. Y no me diga que Ginger Rogers no tiene buen gusto porque entonces es que usted está ciego y además es un zoquete…
– ¡Di que sí, niña! ¡Así se habla! -exclama el flaco con una risotada-. ¿Has oído eso, Quintanilla?
– Vaya con el lorito -dice el otro fijándose en los dedos de la impertinente engarfiados en la cadera. Las uñas ribeteadas de luto son impropias de una niña tan presumida y resabiada-. Dime una cosa, lista. ¿Alguna vez has tenido problemas con la autoridad?
– Nunca, no señor.
– Pues yo diría que no tardarás en tenerlos. Y repito: yo a ti te conozco… ¿Sabes lo que pareces, puñetera? -le echa un chorro de sifón al vaso de tinto y añade riéndose-: ¡Una muñequita escapada de una casa de meucas!
– Venga, Quintanilla, acabemos de una vez -le advierte su compañero sin apartar la vista del periódico-. Que se largue, y tú guárdate el mechero. La temporada que viene, el Coruña a segunda. No hay derecho. Y mira que Acuña es bueno… Lárgate, niña.
Ella se gira nuevamente para irse, pero el gordo la retiene agarrando la correa del bolso.
– ¡Un momento, quieta ahí! ¡Ya sé quién eres, joder! La ratita aquella que andaba por el Chino vendiendo tabaco y cerillas.
– No, señor, se confunde…
El poli achica los ojitos tras los culos de vaso de sus gafas, e insiste:
– ¿Tú no eres esa golfa que llaman la Sorbetes? -se vuelve a su colega y añade-: ¿La has conocido, Tejada? ¿Sabes quién digo?
– Se viste y se comporta igual, pero no es ella. Te equivocas, Quintanilla. Ojo.
– Mira esos morritos. Es ella. La vi una vez no sé dónde, no me acuerdo, en una tasca de mierda sería, en la calle Robadors o San Ramón, llevaba esta misma falda y ese bolso rojo, igual que una putilla…
– ¡Pero qué dice!
– Ven aquí, prenda, no te enfades. Acércate al amigo Quintanilla. A ver, quítate las gafas y mírame a la cara, y dime que no eres la Sorbetes , a ver si te atreves.
– ¡Que no soy, córcholis! ¡Soy Amanda!
– ¡Anda ya, no me jodas! Que te conozco, niña. Con más de uno te has curado las anginas haciéndole una buena mamadita, ¡ja ja ja! ¡Tú eres Paquita la Sorbetes!. Los chavales de la calle San Ramón te conocen bien. Tu madre hace chapas en La Maña y tú zascandileas por ahí, vendiendo tabaco rubio y cerillas y a lo que salga, dejándote magrear si te compran algo, una vez te pillaron en un portal con la minga de un panadero en la boca, que me lo han contado… ¡Quieta, no te muevas!
– Que no, Quintanilla, que la estás cagando. Que no es ella
– insiste el otro mirando ahora a la niña por encima del hombro, una mirada entre la y el desdén-. Que no.
– Tócame los cojones, conmiseración Tejada. Yo te digo que sí.
– Y yo te digo que no, hostias.
– Fíjate en esa boquita de boquerón -insiste el gordo cogiendo a la niña del brazo-. Seguro que lo hace de puta madre y por dos reales…
– Hay que ver cómo estás de tronado, compadre. ¡Que no es ella, repito!
– Lo vamos a ver enseguida -masculla el poli girando sobre el taburete y levantando el dedo encapuchado frente a la nariz de Amanda-. ¿Ves este pobre dedo? No puedo hacer nada con él. Ni hurgarme la nariz, ni apretar el gatillo, ni rascarme los huevines, ja ja, ni desabrocharme la bragueta para orinar. Y ahora tengo ganas de orinar.
Amanda mira y escucha, erguida y con las rodillas muy juntas, la boca derramada de carmín y un destello de guasa en los ojos detrás del celuloide ahumado de las gafas de feria. Ahora hay que aguantar el tipo, piensa, aguantar como sea. Siempre hemos sabido que habría que asumir riesgos, así que ahora no te escondas ni te achiques. Venga lo que venga, aquí me tienes, cabrón. Con el dedo afirma las gafas oscuras sobre la nariz y carraspea.
– ¿En serio tiene usted ganas de hacer pis, señor? -entona arqueando la cadera.
– Eso he dicho. ¿Qué te parece si te ofrecieras a ayudarme? Pero no quiero que haya ningún malentendido, ¿eh?, así que vamos a declarar aquí delante de éste. Escucha lo que te digo y repite conmigo: Casualmente me percaté que el subinspector Quintanilla, adscrito al Grupo Cuarto de la Sexta Brigada, tenía el dedo índice de la mano derecha fracturado… Vamos, dilo.
– Casualmente me percaté que el subinspector Quintanilla tenía roto el dedo índice de la mano derecha…
– Y como tenía urgente necesidad de orinar y no podía desabrocharse la bragueta…
– Y no podía abrir la bragueta…
– No. Tenía necesidad urgente de orinar y no podía…
– Y no podía desabotonarse la bragueta por causa del dedo roto.
– Eso, muy bien. Entonces me dio lástima y me ofrecí espontáneamente para acompañarle al retrete del bar y ayudarle. ¡Venga, niña, dilo!
– Me dio lástima el pobre hombre y lo acompañé al retrete para ayudarle a…
– A aliviarse.
– A lavarse las manos…
– ¡No, puñetera! Ayudarle a desabotonarse la bragueta para que pudiera hacer sus necesidades.
– Bueno, eso. Hacer sus necesidades.
– Y esta buena obra la hice sin que nadie me obligara y sin mala intención, sin ánimo de sacar provecho ni de burla o de menosprecio para con la autoridad…
– Te estás pasando -dice el subinspector flaco-. A ver qué haces, coño.
– Tú cállate, Tejada.
– Pero bueno ¿qué te propones?
– ¡Nombre y apellidos!
– Estás desbarrando, Quintanilla. ¿A qué viene eso?
– ¡Joder, perdona, estaba distraído! -se ríe con la mano en la bragueta y vuelve a embestir-: ¿Has tomado buena nota de su declaración?
– ¡Y dale! Mira, oye, que te den por el saco -dice su compañero, y reclama al mozo una ración de pajaritos.
Amanda hunde las manos en los grandes bolsillos de la falda y observa a los dos hombres. El gordo se deja resbalar del taburete y atenaza su muñeca, en la que el pulso ha empezado a desbocarse.
– Venga, pimpollo, repite conmigo…
– Bla bla bla, ya está dicho y repetido -gorjea Amanda con la mano en la cadera y la mirada desafiante, pero ya con un sabor de ceniza en la boca. Si éste es el precio que he de pagar, hijos de puta, lo pagaré-. Pero no me haga daño, señor policía, por favor.
– Ven conmigo, niña. Vas a hacer una buena obra.
Sofocado, balanceándose sobre sus grandes patas y con una borreguez y un aturdimiento repentinos en la mirada, se la lleva de la mano hacia el retrete al fondo del local. Su colega le mira irse desde el mostrador meneando la cabeza y vuelve a enfrascarse en el diario, mientras le llegan los gorjeos cada vez más débiles en una especie de cantinela monótona: -No me importa ayudarle, pero por favor no me dé mal trato, señor policía, por favor no empuje. Soy una niña buena y dulce aunque usted no lo crea y desde hoy prometo ser más obediente y cariñosa con mi madre y con mi hermano, pero es que seguimos sin noticias de papá, ¿sabe usted?, teniente Faversham escuche, habrá que encender más hogueras para ahuyentar a los buitres de los cadáveres y quemarlo todo y pintar la bicicleta de otro color… No soy más que una pobre niña huérfana de padre, ahora mi madre nos va a traer otro hermanito, ojalá tenga un buen parto y no le pase nada y el niño nazca sano y fuertote y el día de mañana no tenga que avergonzarse de su hermana y pueda vencer todos los peligros con una sonrisa simpática y una preciosa cazadora de cuero, como el valiente caballero de las nubes…
– ¿Qué puñeta estás remugando? -gruñe el gordo dentro ya del retrete-. Desabrocha la bragueta y sácala, yo no puedo -la niña lo hace con dedos ágiles, sin un titubeo, y él baja la tapa del váter-. Siéntate.
Venga lo que venga, aguantaré, se repite una y otra vez. En la oscuridad maloliente suspende los sentidos, el tacto y el olfato que lo agobian, y sigue con la mirada a una mariposa blanca que revolotea, digamos, desde su corazón hasta las margaritas de mamá. Y después vomita toda la horchata.
Con un palillo en los labios, el subinspector Tejada se encamina hacia el retrete y abre la puerta asomando la cabeza. No dice nada, vuelve a su taburete y al poco rato la niña pasa por detrás suyo muy estirada y silenciosa, con una levedad de ángel o de demonio. En la barra pide un botellín de gaseosa y hace buches, devolviéndolos al vaso. Se para, reflexiona, una marea de rabia y resentimiento le inunda, pero reacciona y sigue con los buches y las gárgaras de gaseosa. Un hombre bajito y calvo que acaba de instalarse a su lado pidiendo un anís se vuelve a mirarla y la reprende: -Niña, estas guarradas se hacen en casa. El subinspector Tejada levanta la cabeza del periódico escupiendo el palillo triturado.