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¿Eso dicen, que el Señor se apiade de él?, piensa la pelirroja sin esperar respuesta de nadie, sin dejar de pedalear en la máquina de coser, punteando y acotando pacientemente su parcela de soledad, descalza, los gruesos calcetines blancos de lana ciñendo sus tobillos hinchados y los pies moviéndose sin parar, como dos palomas que no consiguen emparejar su vuelo. Si David estuviera en casa le preguntaría a él, seguro que ha oído cosas por ahí, pero David se acaba de marchar al estudio del fotógrafo Marimón, hoy toca revelar el material de dos bautizos y una boda, y volverá tarde a casa.

Más o menos a la misma hora, las dos y media o las tres de la tarde de este brumoso y frío miércoles de noviembre, el inspector Galván está acodado en el mostrador de una bodeguita no lejos de casa y en trance de repetir por enésima vez a quien quiera oírle, que ya es tiempo de visitar a la señora Bartra nuevamente.

– Dame un café y dime qué te debo. Ya mismo me estoy largando de aquí, ¿me oyes?, ya he esperado bastante… Ya hace por lo menos una semana, fíjate, que tendría que haber ido.

– Con el café serán siete pesetas con cincuenta -dice el tabernero después de contar los vinos-. Aquí tiene -le acerca el café con un terrón de azúcar en el platillo, y, antes de poder retirar la mano, la del inspector atenaza su muñeca como el pico de un ave de presa.

– ¡Dos terrones, Amadeo, dos! ¡¿Es qué todavía no lo sabes, o es que eres un jodido roñoso?! -dice sin soltarle-. ¡Yo siempre he tomado el café con dos terrones, a ver si te enteras!

– No me he dado cuenta, perdone, don Manuel… -y en la mano que arde sobre la suya, en el furor que transmiten los golpes de la sangre, el tabernero intuye fugazmente el infierno personal que debe estar viviendo este hombre. Pero el inspector no es un camorrista, no lo había sido antes y no lo es ahora-. No me acordaba. Aquí tiene los dos terrones, ya está arreglado.

– Está bien, está bien… ¿Qué hora tenemos? ¿Casi las tres? Me las piro, que me esperan…

Pero se le va la tarde diciendo que se va, y empieza a caer la noche, y allí sigue, alternando vinos y cafés, y cuando por fin se decide no lo anuncia, simplemente pone la mano plana encima de los bordes del vaso, como si quisiera acallarlo, paga con la otra mano y sale de la taberna con paso firme y decidido. De espaldas al crepúsculo, ve las primeras farolas encendidas más allá de la plaza Sanllehy, oye el piñón de las bicicletas que a esta hora se dejan ir carretera abajo, las voces y los chillidos alegres de las muchachas saliendo de un laboratorio farmacéutico, de nuevo el barranco sombrío bajo la telaraña compulsiva de los murciélagos y enseguida la puerta con aldaba del chalé. El pie tantea inseguro los tres escalones que se deshacen y tropieza. La puerta, que antes no solía estar cerrada con llave, ahora sí lo está, y se ve obligado a dar un amplio rodeo, remontando un trecho junto al torrente, luego emboca el querido callejón por arriba y lo baja hasta la pequeña puerta de día custodiada por la mata de margaritas, ya recortada y sin color. La luz en la ventana del comedor-recibidor parpadea de forma discontinua, como hace una bombilla mal enroscada. Avanza decidido y, unos segundos antes de llegar a la puerta, le asalta el presentimiento de llegar demasiado tarde. Pisando el rastrojo de margaritas se asoma a la ventana y ve en el suelo a la pelirroja caída sobre un costado, junto a la máquina de coser. Lleva puesto el albornoz y tiene el brazo extendido con una zapatilla en la mano. Está inmóvil, pero el inspector observa ligeras convulsiones en esa mano, por lo que se abalanza de inmediato contra la puerta pulsando el timbre insistentemente, aunque ya supone que David no está en casa. Golpea la puerta con todas sus fuerzas y también la ventana, tratando de abrirla, y acto seguido rompe el cristal con el codo, mete la mano y abre por dentro, se desprende de la trinchera y salta al interior. Las convulsiones cesan un rato, mientras intenta reanimarla con cachetes y llamándola por su nombre, arrodillado a su lado, angustiándose al ver sus ojos y sus labios tan hinchados, hasta que desiste y la coge en brazos, abre la puerta y sale al callejón pidiendo a gritos un coche o un taxi, pero sin esperar ninguna ayuda, sin dejar de correr. Algunos vecinos se asoman y le ven torcer furtivamente en una esquina en dirección a la Avenida, allí parará un coche particular identificándose como policía y ordenando al asustado conductor dirigirse a la clínica de la Maternidad sin pérdida de tiempo. Durante el trayecto ella parece recobrar la conciencia, pero al poco rato vuelven las convulsiones y así entrará en el quirófano quince minutos después, ya casi en estado de coma.

Aún no he nacido y ya me estoy muriendo. No pocas veces, en el transcurso de mi vida, habría de lamentar que ella no me llevara consigo esa noche, bien arropado en su ilusión secreta y romántica de ex maestra de escuela represaliada, en esa ensoñación ingenua que he sido para ella durante siete meses, una sombra intrauterina con una pluma en la mano. Sal y cuéntalo, habría dicho, de poder hacerlo. En su día los astros le habían dicho a mi madre que David era el signo que anunciaba la mascarada infame de los tiempos que vendrían, y que yo en cambio sería como la señal de un testimonio luminoso y veraz, pero lo cierto es que, viéndome llegar a este mundo de manera tan esquinada y funesta, viendo cómo ella se desangra y se nos va inexorablemente en un quirófano mal equipado y cochambroso, nadie habría pronosticado tal cosa. He nacido prematuro, azul de cianosis y pesando menos que un mosquito, con una lesión cerebral que me tendrá postrado no sé cuántos años y una pinta de niño lobo que tira de espaldas. Durante tres meses, mis tiernas zarpas crecerán entre algodones.

– Yo me haré cargo de la criatura, si es que sobrevive, y también de su hermano; esta noche dormirás en mi casa, David -decide la tía Lola una vez ha sido puesta al corriente por el médico, ya que al inspector, al que debe precisamente que le mandaran aviso y la fueran a buscar a su casa, no consigue sacarle una palabra.

Todo acaba de ocurrir tan deprisa. La pelirroja yace todavía bajo una sábana, en el quirófano. Y en el pasillo, un metro siempre por delante del tío Pau, que permanece mudo y visiblemente afectado, embutido en su uniforme de tranviario y con el macuto de cobrador en bandolera, la tía Lola emprende las diligencias más tristes y toma las decisiones pertinentes con talante compungido y poco amable, pero sin titubeos y sin derramar una sola lágrima. De pie junto a la puerta del quirófano desde que ha llegado, con su anticuado abriguito de solapas grises y su bolso de terciopelo negro y cierre de metal dorado que suena como un disparo, mientras escucha las explicaciones del cirujano -el pronóstico era ya infausto antes de entrar en el quirófano, señora Ribas- y atiende a las sugerencias de un sacerdote respecto al servicio religioso de la capilla, puede observar de cerca la ruina y el quebranto de este hombre sentado en un banco del pasillo, el mismo hombre que tiempo atrás la interrogó sobre el paradero de su cuñado Víctor. Algo había llegado últimamente a sus oídos sobre la querencia insensata de un policía hacia su hermana, rumores que no hicieron sino confirmar sus previsiones acerca de lo que ella llamaba las tonterías libertarias de Rosa y las desdichas y calamidades que se estaba buscando desde su infortunado matrimonio, pero ahora prefería mantenerse al margen del asunto, evitar cualquier tipo de familiaridad con este señor.

Esforzándose por mostrarse sereno y dócil, el inspector pregunta a una enfermera si puede entrar en el quirófano, y ella le dice ahora no por favor. Los tíos resuelven otros trámites en algún despacho. En el pasillo desierto, David espera apoyando la espalda en la pared y llorando silenciosamente, y sentado en un banco frente a él, ajeno por completo a su desconsuelo, la cabeza gacha y los codos en las rodillas, el inspector mira obstinadamente las baldosas durante largo rato, y luego se vuelve un instante para mirarle de lado con una mezcla de desesperación y sosegada arrogancia, mientras su cabeza le da vueltas a una sola y obsesiva palabra.

Cuando David la oye por primera vez, la palabra no le dice nada: eclampsia. De una manera pertinente y fatalista, como él suele hacer, no acertará a establecer una causa directa entre mi gestación y la muerte hasta mucho tiempo después, y aún entonces persistirá en su conciencia la amargura de la culpa, ya que nunca dejará de pensar que mamá se encontraba sola en casa al sufrir el ataque, y que si el inspector Galván hubiese podido estar allí haciéndole compañía, como tantas otras veces, de charla con ella y tomando café con sus terrones de azúcar y con sus cigarrillos rubios que a veces le negaba y con su Dupont dorado y su dichosa rosa blanca, si hubiesen podido ambos seguir hablando de papá o de la guerra o de los achaques de ella o de cualquier cosa o de nada, simplemente si este hombre hubiese podido presentarse en casa a la hora que tenía por costumbre, si él no le hubiese inculpado tan sañudamente, la pelirroja habría recibido auxilio y atención médica a tiempo y seguramente aún viviría. He aquí la triste verdad. Nadie, ni el mismo inspector Galván, podía imaginar cuánto le había afectado a David esta circunstancia, y habrían de pasar años de penuria y algunos tranvías de vacío -por decirlo a la manera de papá- para que yo mismo me diera cuenta.