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Mamá ha encargado a David que la despierte a las tres y media. Hace un rato ha sacado los pies hinchados del agua salada de la palangana y ahora duerme la siesta sentada en el sillón de mimbre. David se acerca a ella sigilosamente, retira la palangana y le envuelve los pies en una toalla. Antes de incorporarse coge su mano y comprueba que está bien dormida, y entonces, con mucho cuidado, se abraza a sus rodillas y apoya la mejilla y la oreja contra su vientre. Un botón desabrochado de la bata le permite sentir en la mejilla la tensión de la piel cálida alrededor del ombligo, y capta con la oreja el apagado murmullo de lo que parece una melodía, como si la pelirroja cantara en sueños y su voz al caer se remansara en el útero. ¿Me estás oyendo, enano? Incluso dormida, tiene una canción a flor de labios. ¿Qué opinas tú, microbio, tú que escuchas su corazón a través de la sangre? ¿Por qué canta en sueños, y a quién le canta?

No quieras saber a quién, hermano. Es mejor que no lo sepas.

¿Por qué no?

Te caerías de culo si lo supieras.

¿Es un secreto de la pelirroja? ¡No te des la vuelta y contesta, sanguijuela!, masculla David entre dientes. Si me estás escuchando, dime una cosa. Tú, que el día de mañana serás alguien tan listo y tan importante, eso dice mamá, un artista famoso, ¿tú qué harías en mi lugar, viendo cómo las gasta ese poli fardón y cenizo? Sobre todo después del espanto del otro día.

Yo no vi nada.

¡Se cargó al pobre tío sin pestañear, lo mandó al otro barrio en un periquete! ¡Lo vieron todos los que iban en el tranvía!

Pues a pesar de estar allí, yo no alcancé a verlo. ¿Tanto te cuesta entenderlo, alcornoque? Precisamente por eso, porque no lo vi, puedo imaginarlo mejor que tú. Debió ser horrible.

¿Horrible? ¡Fue terrorífico! Te cuento. El domingo, después de comer, la pelirroja va y me dice péinate y arréglate un poco, iremos a visitar a la abuela. Cogimos el 24 y oye, quién iba a pensar que viajando en tranvía veríamos un asesinato. ¡Porque fue un asesinato a sangre fría!

Dudo que la gente que iba en la plataforma lo viera así. Y baja la voz, mamá está durmiendo.

Y es que un guripa que está colado por una pelirroja es capaz de todo. ¡Está como trastornado, está majara! No olvides que un poli siempre es un poli. Si algún día, cuando hayas salido del cascarón y te hagas mayor, ves a un poli mirando con ojos de besugo a una mujer bonita, ¡tate!, es que está pirado por ella y hay peligro mortal, seguro. Tenías que ver su mirada rapiñosa buscándola en la plataforma abarrotada del tranvía. Y después, al ver las intenciones del sobón, ¡cómo se puso, qué mala sangre el tío! Te cuento. íbamos en la plataforma delantera, ella te protegía con los brazos de los achuchones de la gente, pero no podía avanzar, y en esas que un tipo esmirriado y calvete se le arrima por detrás, ya me entiendes, y entonces ella le lanzó una mirada furiosa y se apartó abriéndose paso con los codos. En la plataforma nadie pareció darse cuenta de los apuros de mamá, nadie salvo el inspector Galván. No sé si el guripa subió en la parada con nosotros o si lo hizo después, pero ahí estaba, mirándola desde un rincón con sus ojos de lince y sin tener que ponerse de puntillas, gracias a su estatura. La vio escabullirse hacia el pasillo, y actuó rápidamente. Así, como quien no quiere la cosa, sin pestañear, alarga el brazo por encima de las cabezas y me agarra al hombrecito por el pescuezo, empujándolo hasta el borde de la plataforma. Parecía dispuesto a dejarlo caer del tranvía en marcha, que en este momento bajaba a toda leche por el Paseo de Gracia, pero el tío canijo aquel tuvo tiempo de agarrarse a la barra con una mano y allí quedó colgando, un pie en el estribo y otro en el aire. ¡Salta, cabrón, quiero ver como te rompes el cuello!, le dijo el inspector, y el otro, con un canguelo que no veas, acogotado y avergonzado, como si temiera recibir un trancazo de quién sabe dónde, miraba el empedrado que pasaba vertiginoso bajo las ruedas del tranvía y adelantó una pierna y tanteó el suelo con su zapato viejo y sin cordones que se le iba del pie, y parecía decidido a saltar pero finalmente no se atrevió. O saltas ahora mismo o te vienes conmigo a la comisaría, y no veas la manta de hostias que te espera, escoge, insiste el poli asomado al estribo, y el tío prueba de nuevo a rozar el empedrado con la punta del zapato, ensaya el salto buscando el apoyo y el momento oportuno, si el tranvía aflojara un poco la marcha, si viniera una curva, y entonces levantó la jeta de mono y lanzó a los pasajeros de la plataforma una mirada de súplica. Nunca mientras viva olvidaré la mirada lastimera de aquel desgraciado solicitando auxilio, alguna señal de comprensión, aunque sabía que nadie movería un dedo en favor suyo, pues sí que, menudo sobón asqueroso, mira que arrimarse a una señora embarazada… A todo esto, en el interior del tranvía, la pelirroja consigue sentarse y abre su libro, prefiere no enterarse de lo que pasa en la plataforma. Yo creo que ni siquiera vio al inspector, ni llegó a sospechar que la había seguido. Salta, hijo de puta, quítate de mi vista, insistía tercamente el guripa, por última vez te lo digo. Cuando el tranviario, quién sabe si compadeciéndose, decidió aminorar un poco la marcha, ya era demasiado tarde: tenías que ver la mano crispada que sujetaba la barra poniéndose lívida; cuando se soltó, era la mano de un muerto. Con los ojos cerrados y el terror pintado en el rostro, se lanzó por fin tomando contacto con la calzada, pateándola y braceando desmadejado, como un pelele a merced de otra voluntad, perdido el equilibrio y moviendo los brazos como un ventilador loco. El impulso imparable lo estampa contra un plátano del Paseo y el tronco del árbol lo escupe en el acto, lo mete debajo del tranvía y la rueda trasera le machaca las costillas y le borra la cara al arrastrarlo sobre el empedrado. No veas, gritos histéricos y el tranvía que frena chirriando cincuenta metros más abajo. El cuerpo del infeliz estaba plegado bajo el negro laberinto de hierros. Estiró una pierna, pataleó un rato y salían de su boca borbotones de sangre, como lo oyes. Cuando algunos viandantes acudían en su ayuda, entonces, tenías que verlo, enano, entonces aquel guiñapo se estremeció y se quedó inmóvil con los ojos abiertos y la sangre brotando por un lado de la boca, así, mira, como si la expulsara con asco. El inspector había bajado del tranvía y se acercó sin prisas, encendiendo un cigarrillo con su falso Dupont dorado, la trinchera echada sobre los hombros, muy chulo el tío y muy tranquilo, y en el acto se hizo cargo de todo y dio las órdenes, que llamen a una ambulancia, que se aparte la gente, circulen. Se ocupará personalmente del traslado del cuerpo, de redactar el acta del suceso y de avisar a la familia, está acostumbrado a resolver estas cosas… ¿Cómo se puede ser tan hijo de puta?

¿Y mamá qué hace mientras? ¿Se ha quedado allí sentada junto a la ventanilla?

Sí. No vuelve la cabeza ni una sola vez, no quiere ver nada ni saber nada, permanece sentada con el libro abierto en el regazo, y aunque ha oído gritos y sabe que alguien ha muerto, no pregunta ni vuelve la cabeza ni levanta los ojos del libro, y ni siquiera respira.

¿Y eso por qué, hermano? ¿Por qué crees que mostró la pelirroja esa falta de sensibilidad?

Ya sabía yo que preguntarías eso. ¿Lo ves como no eres tan listo, renacuajo, lo ves como aún no tienes el cerebelo formado y no carburas? ¿Cuándo saldrás de tu cueva y te enterarás de la vida, muñeco? ¿Todavía no has entendido que mamá ha vivido tantas desgracias, ha sufrido tanto y ha visto cosas tan espantosas por culpa de la guerra, que ya nada puede afectarla? ¿Que por dentro ya no siente nada?

Pues yo sí noté algo. Como una serpiente que se retorciera alrededor de mi cuello.

Naturaca. Se mareó un poco. No era para menos.

No fue sólo por eso. Yo sé que está enferma…

¡No te pases de listo, calabacín! ¡Tú no sabes nada ni ves nada ni sientes nada! ¡Si supieras lo que te espera! Todos los bebés que vais a nacer después que ha caído la bomba atomicia, que dice la abuela, naceréis sin agujero en el culo y sin orejas. Yo en cambio puedo oírte con mi gran oreja del doctor P. J. Rosón-Ansio, que es como un caracol de mar, y puedo verte con mi centelleante mirada de megarratones radiactivos -susurra David con la oreja resbalando sobre la piel tensa y cálida del vientre.

Después se aparta, todavía medio adormilado y con la mejilla ardiendo, abrocha el botón de la bata sobre el ombligo duro y se incorpora. El sol de verano entra por la ventana, la tarde es muy calurosa. David contempla un instante el rostro bello y soñoliento de mamá mientras termina de secarle los pies con la toalla y le susurra:

– Despierta, madre. Son las tres y media. Despierta.

PILOTO DE CAZA