La pelirroja no oculta una mueca de fastidio.
– No hace falta. Entre por aquí. -Y con algo de chunga añade-: Así de pasada podrá ver cómo se vive realquilado en un consultorio médico.
Se hace a un lado y suelta a David, que se cuela por delante del policía, lo hace rápido, encorvado y con una sonrisa pérfida, mascullando:
– Siempre que entro por esta puerta se me dispara el zumbido en los oídos. ¡Es la maldición del otorrino!
La minúscula vivienda de realquilados está vista en un santiamén. Apenas cincuenta metros cuadrados. No hay recibidor ni vestíbulo ni antesala de nada: al cruzar el umbral ya se halla uno en el comedor, así de sopetón, frente a una mesa rectangular cubierta con un hule a cuadros, a un lado el aparador y al otro, bajo la ventana con celosías que da al callejón visto en profundidad, la máquina de coser Nogma, la mesa camilla y dos sillones de mimbre. Se ve muy claro que lo que hoy es recibidor, comedor y sala de estar, todo a la vez, antes era salita de espera del consultorio médico: en la pared aún hay manchas descoloridas y clavos donde colgaban cuadros y diplomas. Igual pasa con el dormitorio de la pelirroja, que ahora también es su cuarto de costura. Es el más grande, con sitio suficiente, al pie de la cama de matrimonio, para la negra consola y la tabla de madera sin pintar en la que ella trabaja, con su cajón adosado siempre lleno de retales, tijeras, escuadras, tiza y carretes de hilo. Aquí es donde el otorrino atendía a sus pacientes, algunos baldosines todavía muestran los agujeros donde estuvo sujeto con tuercas el sillón para la tortura. Abre la boca, niño, enséñame la garganta.
– ¡Agggggg…! Aquí es donde el otorrino te cortaba la campanilla con una navaja -susurra David detrás del inspector.
El inspector no dice nada. Lo único bonito del jodido consultorio transformado en jodido hogar, tal como lo definiría David años después con su contundente vocabulario, son las puertas, todas de cristales esmerilados y adornados con cenefas de mariposas y lirios; eso y algunas cortinas y visillos hechos por mamá. Pero la mirada circular y lentísima del policía lo que registra ahora no son las marcas en el suelo y en las paredes, sino la cama de matrimonio con su colcha color salmón, las fotos de papá y de Juanito sobre la mesilla de noche, el alfiletero de terciopelo rojo en forma de corazón acribillado de agujas sobre la tabla con rayas de tiza, el ropero y la consola negra en el rincón.
David retrocede hasta topar con la dulce barriga, se abraza a ella nuevamente y dice en voz baja:
– ¿Por qué no le dices que te enseñe la orden de registro?
– Éstos no se andan con formalidades legales, hijo.
– Que te enseñe la placa, por lo menos.
– Para qué.
– ¡Tú dile que te la enseñe!
– ¡Chisssst…! ¿No recuerdas lo que nos explicó tu padre? Antes la policía estaba a las órdenes de la justicia, pero ahora es al revés, es la justicia la que está a las órdenes de la policía. ¿Lo entiendes?
– Seguro que esta vez lleva la orden escrita en el bolsillo. Que la enseñe -insiste David con la boca pegada a la barriga, hablándome en un susurro: Tú me crees, ¿verdad, monicaco? Tú sabes que puedo verlo todo porque mis ojos miran con radiaciones atomicias y traspasan paredes y puertas y sobre todo la ropa, incluso la trinchera de un poli doblada sobre el hombro, y también su americana y su camisa azul, y por eso ahora mismo podría decirte dónde lleva la orden de registro y la pistola y si está cargada y con el seguro puesto, y hasta veo en el otro bolsillo su petaca de coñac y su paquete de Lucky y su mechero dorado, es un Dupont de imitación. Puedo verlo porque mi mirada atomicia lo taladra todo…
– ¡Chissst…! -mamá retrocede en el umbral del dormitorio.
– ¿Me enseñas tu cuarto, muchacho? -dice el inspector girando sobre los talones. De pronto parece incómodo, moviéndose con torpeza-. Siento molestarla, señora.
Ella responde con una mueca de resignación. El cuarto de David es el más pequeño, un cuchitril que había sido almacén de específicos e instrumental médico. En las paredes verdosas y ciegas, con un ventanuco alto mirando a poniente, la marca que dejaron los estantes y la humedad han grabado un desleído crucigrama. La mirada fatigada, falsamente rapiñosa del policía resbala ahora por el camastro y el perchero de madera donde cuelga la boina roja y el chubasquero de David, por el armario ropero y el ventanuco abierto, y se detiene en el viejo y descolorido mapamundi, como dos mitades de manzana agostadas, clavado en la pared con chinchetas junto a una foto de Joe Louis recortada de un diario. Con la trinchera escrupulosamente plegada sobre el hombro y las manos en los bolsillos, el inspector se queda mirando el mapamundi y la foto del boxeador. Tras él, cruzada de brazos y armándose de paciencia, la pelirroja le observa, y a su lado David piensa pero bueno, ¿qué clase de registro domiciliario es éste? Se te ve el plumero, guripa, lo que buscas es pasar el mayor tiempo posible a su lado aunque sea haciendo ver que te interesa un mapamundi del año catapún…
– ¿Quiere usted que le enseñe mi Atlas Universal a todo color y mi colección de pesos pesados de todos los tiempos? -dice David-. ¿Quiere? ¿Le gustaría ver mi álbum de cromos de Los tambores de
Fu-Manchú?
– Gracias, no tengo tiempo.
En la silla rota que sirve de mesilla de noche hay una lámpara de flexo, una sobada novela de Edgar Wallace, el cortaplumas de mango nacarado, un rabo de lagartija reseco, una caja de cerillas y un reloj de pulsera de plexiglás con la esfera celeste, las manecillas pintadas y la hora fija. Un tufillo de violencia silenciosa y alada, una especie de altercado sin palabras, cultivado en secreto, se eleva de todo eso expuesto en la silla paticoja. Pero el interés del policía se centra en la pared, en dos viejos diplomas del otorrino colgados por encima de Joe Louis, dos cuadros que mamá puso aquí para ocultar manchas de humedad, y sobre todo en la oreja del doctor P. J. Rosón-Ansio, una oreja gigantesca y enmarcada en un cartelón de vivos colores, protegida por un cristal y asaeteada por textos de letra menuda explicando las diversas funciones de los órganos interiores y sus recovecos.
– ¿Por qué tiene usted eso colgado ahí?
– Hay un desconchado en la pared.
Al darse la vuelta para salir, el inspector casi tropieza con David, que acaba de desliar la toalla de su cabeza. Alargando la mano, alborota suavemente sus cabellos, al tiempo que deja caer con la ronca voz que no expresa nada:
– Qué tal nos portamos, chaval. ¿Ya procuras ayudar a tu madre?
– Sí, bwana. ¿Ha visto cómo brilla la placa de latón de la puerta? Todos los sábados la fregoteo con bicarbonato y un trapo mojado, y también me ocupo de la compra, voy por el carbón y el racionamiento y el pan, y la gaseosa, y el hielo… Y por las tardes soy ayudante de un fotógrafo…
– David -corta mamá-. No le haga caso.
– Pierda cuidado -dice el inspector-. Nos conocemos, ¿verdad, chico?
Mira en torno con aparente desinterés y acaba fijando su atención en una portada de la revista Adler recortada y clavada con chinchetas en la pared, debajo del ventanuco y frente al camastro. La portada reproduce la imagen de un piloto de las fuerzas aliadas en el momento de ser apresado junto a su avión abatido. Una foto de propaganda, una instantánea hecha a la luz del día. Observándola más atentamente, el inspector constata la actitud un tanto chulesca del joven aviador, con los brazos en jarras, la sonrisa casi imperceptible y la mirada insumisa, cautamente irónica, dirigida no a la pareja de soldados alemanes que lo apuntan con sus metralletas, uno a cada lado, sino directamente al objetivo del fotógrafo, al incierto futuro y a los ojos que ya para siempre han de verle cautivo. Pero su cara no le dice nada al inspector.
– ¿Quién es? ¿Otro púgil, un artista de cine?
– No sé -dice David.
– Mi hijo vio la foto en una revista y le gustó -se apresura a decir la pelirroja-. Siempre está recortando aviones y pilotos, le gustan mucho. Siente una verdadera devoción por los pilotos.
David la mira sin disimular su sorpresa: la primera mentira que le oye decir a mamá, la primera mentira sin intención de bromear, formulada con una extraña urgencia en la voz.
– Bien, no veo ningún motivo para efectuar un registro a fondo -dice el inspector-. Acompáñeme al otro lado, al chalé. Haga el favor.
Echándose las manos a la nuca David se ha tumbado boca arriba en el camastro, frente al piloto que le sonríe desde la pared frontal. El Spitfire entró en barrena con la carlinga incendiada, murmura David sin que nadie le oiga, pero pudo aterrizar. Y recuerda lo que un día le dijo aquí mismo a Paulino Bardolet: ¡Vaya foto, gordi! ¡Un segundo y 25 centésimas para captar el coraje de un héroe que se dispone a morir de pie!
Oye las voces del poli y de la pelirroja adentrándose en el pasillo mientras se desabotona la bragueta.
– No debería dejarle colgar en su cuarto estas miserias de la guerra, señora.
– Ah, los niños, siempre nos sorprenden, ¿verdad? Hasta hace poco tenía en el mismo sitio una foto del pato Donald rodeada de cromos de Héroes de la Cruzada -dice mamá abriendo la pequeña puerta que comunica con el chalé, su voz levemente irónica alejándose cada vez más-. ¿Le parece a usted que el pato Donald en compañía de los Héroes de nuestra Cruzada es más apropiado para un chico de su edad, inspector?
– Los muertos no son buena compañía.