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No pudo llegar a su habitación.

Como la noche pasada, al pasar por delante de la de sus padres, escuchó el gemido.

El mismo sordo gemido de desesperación e impotencia que entonces.

La puerta estaba entornada. Miró por el leve resquicio formado por ella y el marco y descubrió a su madre sentada en la cama, con la cabeza caída y las manos formando un muñón de tanto apretárselas. Las lágrimas le caían libres por el rostro, y saltaban desde la barbilla hasta su regazo sin que hiciera nada para contenerlas o para secárselas. La imagen de la más viva desolación.

Carla no supo qué hacer.

Primero sintió el zarpazo del miedo. A continuación, la impotencia.

Quiso seguir, para esconderse en su habitación, pero ya no pudo. Su madre lloraba a solas, pero en el fondo lo que fluía de detrás de aquella puerta era un grito desesperado. Apretó los puños, las mandíbulas, sepultó a Diego en un rincón de su propia ansiedad y abrió aquella puerta.

– Mamá…

La mujer se asustó un poco. No la esperaba. Dio un pequeño brinco y, entonces sí, rápidamente, se llevó una mano a la cara para secarse las lágrimas. Fue un gesto tan instintivo como inútil. También hizo ademán de ir a levantarse, pero en eso fracasó. Las piernas no le respondieron.

– Ah, hola, cariño -forzó una sonrisa-. No te había oído llegar.

«Ya está, vete», escuchó la voz de su conciencia.

No la obedeció.

– ¿Estás bien?

– Sí, sí, ahora voy.

– ¿Qué te pasa?

Ya estaba a su lado. No fue la pregunta lo que la hizo desmoronarse de nuevo y romper a llorar, con todo su sentimiento, sino la mano de Carla al posarse en su hombro. El contacto fue una descarga eléctrica.

Carla la abrazó.

Y sintió cómo se desmenuzaba, cómo pasaba de roca a arenilla.

– Mamá, me estás asustando -gimió su hija.

– No pasa nada -le palmeó la mano.

– Sí, sí que pasa. Si estás llorando es que pasa algo, no fastidies.

– Cosas mías, la menopausia.

– No digas tonterías, ¿vale? -La apretó todavía más-. Si es por Diego…

– No, cariño -movió la cabeza lo justo para besarla.

– ¿Hermi?

– ¿Tu hermana? No, ¿por qué?

– Entonces eres tú -buscó una razón lógica-. ¿Has ido al médico? ¿Te ha encontrado algo raro? Hace unos días te dolía el pecho.

– Estoy bien.

– ¡Pues entonces dímelo, va! -se desesperó a punto de romper también ella a llorar, aunque ya lo estaba haciendo por dentro.

Supo que su madre se rendía. El último espasmo, el último suspiro, la confesión liberadora.

– Es por tu padre -volvió a llorar, aunque de forma más queda.

– ¿Ha tenido un accidente? -se envaró Carla.

La mujer negó con la cabeza.

Su hija ya no dijo nada. Esperó.

Una eternidad.

– Voy a separarme.

El frío fue repentino. La congeló de arriba abajo. Sintió una opresión en el pecho y se dio cuenta de que hasta le faltaba el aire. Su voz interior se puso a gritar: «¡Vosotros no, no, no!»

– ¿Por qué? -exhaló sin fuerzas.

Su madre se apretó las manos, nerviosa.

– Cada vez pasa más tiempo fuera y…

– Mamá, es camionero.

– No, no es eso -suspiró buscando fuerzas para seguir-. Yo he hecho viajes con él, cuando no os teníamos. Sé lo que es eso, y lo que se tarda en ir a París, o a Roma, o a donde sea. Es más que eso. La carretera es la carretera, y hay muchos lugares donde parar.

– ¿Papá con prostitutas?

– No, me refiero a algún lugar fijo, a la ida o a la vuelta. Un día, dos…

Carla se quedó sin aliento.

Otra mujer.

– Mamá, ¿tienes pruebas de eso?

– Llevo con él veintidós años, más tres de novios.

– Es imposible -insistió.

– Es un hombre, por Dios, y los matrimonios no son eternos, las personas cambian. Yo ya no soy la que era. La rutina…

– ¿Has hablado con él?

– No.

– Mamá…

– ¡No puedo! -De sus ojos volvió a brotar un torrente de lágrimas.

– Tienes miedo, solo eso -la abrazó Carla.

Ella se encogió de hombros.

– No le digas nada… a tu hermana… por favor -se dejó llevar por su hundimiento emocional-. Aún no. Hermi no es… como tú.

Quiso echarse a reír.

– ¿Y cómo soy yo?

– Fuerte.

¿La desengañaba? ¿Le decía que de fuerte nada, y menos ahora?

¿Por qué todos veían a una Carla que no existía?

¿O sí, existía, y la única que no lo sabía era ella misma?

– ¿Te preparo algo, unas hierbas…? -le preguntó.

– No tenía que haberte dicho nada, perdona cariño.

– Ya está, ¿vale?

No hubo respuesta. Se separaron. La tormenta cesaba.

Aunque a su alrededor quedaban los restos del naufragio.

– Habla con papá -se limitó a decir Carla-, y escúchalo.

Doce

Desde la azotea, el mundo tenía otra perspectiva.

Como Dios, mirándolo desde alguna parte.

La calle, las casas, las ventanas iluminadas. Y detrás de cada una, personas, emociones, sentimientos, alegrías, penas, amores, odios, la mezcla que día a día hacía mover a la humanidad hacia delante, sin vuelta atrás.

El gran hormiguero global.

Creía que Diego le llenaba todo el cerebro, sin resquicios, y de pronto por una grieta se colaba otro problema: sus padres.

– Jesús… -suspiró hundida por aquel agobio.

¿Qué les sucedía a las personas? ¿Se volvían locas de pronto? ¿Era la vida tan larga, en el fondo, que en un momento u otro todo se echaba a rodar sin más? ¿O a cada hecho lo antecedía una causa y lo seguía una consecuencia?

Le costaba entenderlo.

Antes pensaba que las cosas eran blancas o negras.

Desde hacía unos meses sabía que incluso entre el blanco y el negro existía una extensa gama cromática de grises.

¿Por qué las personas eran capaces de amarse y luego de odiarse? Los mismos ojos que primero irradiaban amor, después podían lanzar dardos de animadversión. Las mismas manos que primero habían acariciado, más tarde eran capaces de convertirse en puños y golpear aquella piel antes deseada. La misma boca con la que se besaba apasionadamente y a través de la cual fluían las palabras del sentimiento, un día era capaz de gritar el desprecio. Sus amigas con novio, sus primas, todas querían «pasar el resto de la vida» con el chico al que decían amar volcánicamente. Y despertar cada mañana a su lado siempre, siempre, siempre. Pero siempre no existía. Había cotas. ¿En qué momento se olvidaba todo? ¿Y a causa de qué: de la rutina, el hábito, la indiferencia, la pérdida de la llama, el olvido de ese punto diferencial que era como pasar de la vida a la muerte?

No tenía ninguna respuesta. No las conocía.

Sólo las preguntas.

Ella misma aún no había empezado a vivir de lleno y ya tenía la duda instalada en su corazón.

Diego.

Lo quería tanto como ahora, de pronto, lo odiaba.

Odiar.

La palabra más fuerte, más siniestra y tenebrosa. Una palabra que nunca había admitido, que no figuraba en su diccionario personal.

Blanco y negro. Amor y odio. ¿Existía también una escala cromática intermedia entre el amor y el odio?